Los cuestionarios rápidos en los que diarios y revistas desnudan en cuatro trazos a un entrevistado son más que centenarios. Aunque muchos los conocen como «cuestionarios Proust», parece que su autoría no debe atribuírsele al demorado buscador de tiempos idos, sino al círculo burgués de salón y charla fina donde el escritor entretenía sus ocios parisinos. Para ser más precisos, el mérito de haberlo popularizado se atribuye a Antoinette Faure, hija del presidente francés Félix Faure. Lo que sí es cierto es que Proust lo cumplimentó dos veces. La primera hacia 1885, cuando contaba 14 años; la segunda, hacia 1891. El novelista dio noticia de ello en un artículo que le valió asociar su nombre para siempre a ese cuestionario rápido que, al ser habitualmente entregado por escrito, permite ser respondido con la mayor parsimonia.

Según explica Graydon Carter en el prólogo a «Vanity Fair. Cuestionarios Proust», recientemente editado en España por Nórdica, este interrogatorio sin réplica posible del periodista se popularizó décadas más tarde. En la de 1960, fue propuesto incluso por la revista musical británica «Rave» a las emergentes estrellas del rock y el pop. ¿Adivinarían cuál era a los 23 años la máxima aspiración del «rolling» Mick Jagger? Fácil. ¡Ser un «beatle»! Ya en la década de 1990, el mensual estadounidense «Vanity Fair» decidió revivir los veteranos cuestionarios y se pasó, y sigue pasándose, por la piedra a lo más granado de lo que ahora llamamos celebridades -antes famosos- estadounidenses de nación o adopción. La revista acompaña cada cuestionario con una caricatura de Robert Risko. Algunas de ellas pueden juzgarse más arriba.

Lo primero que puede pensar un lector es que el protagonista de una de estas piezas la maquillará a su antojo para realzar su figura. Sin embargo, no es fácil atravesar una ráfaga de 20 a 30 descargas sin dejar huellas delatoras. Y en todo caso, como se puede comprobar con los seis personajes seleccionados en la parte superior, la exageración de un personaje suele traicionar al embaucador.

Ted Kennedy se pasa haciendo propaganda de su clan, Armani dibuja un triunfador tan pétreo que resulta fatuo y Karl Rove, el doctor Frankenstein de Bush, es tan, tan patriota y tan, tan culto que mueve a risa. Por el contrario, Emma Thompson se burla de sí misma con facilidad y no disimula cierta pendientilla dipsómana, mientras que la especialista en primates y premio «Príncipe de Asturias» Jane Goodall no puede ocultar que su cabeza es un frondoso bosque habitado por simios. En cuanto, a Tom Waits, más allá de su pretensión de ir de duro, ¿quién sabe lo que se oculta en la cabeza de un hombre que empezó cantando como Dylan y ha acabado logrando que Dylan cante como él?

En las páginas de «Vanity Fair. Cuestionarios Proust» hay otros 95 seres de carne y hueso, casi todos bien conocidos por estos lares. Sólo le resultarán más lejanos al lector, cuando no ignotos, los humoristas y los periodistas. Una buena prueba de que aunque la risa y la sed de información se pretendan universales, sus mensajeros están a menudo sujetos a ligaduras muy locales. Limitación que para nada afecta a quienes componen la plana mayor del volumen: ¡las estrellas más clásicas del cine y la música!

La nómina de músicos es apabullante. Desde un Keith Richards, muy en su papel de maldito, para quien lo más apreciable de sus amigos es que no se le mueran, hasta un venerable Harry Belafonte que, en un arranque de surrealismo, confiesa que su mayor pesar es no ser un plátano y que le gustaría reencarnarse en una guitarra. Little Richard se entrega a la divinidad -su gran miedo es arder en el infierno-, mientras que a un Lou Reed que juega a intrascendente y burlón le gustaría reencarnarse en un amplificador y se siente demasiado musculoso.

Muy lejos está Reed de James Brown, quien aparece como un tipo reflexivo y baqueteado para el que la máxima expresión de la miseria es su época de presidiario: «Pierdes un día entero y no logras nada». De su mismo palo, la dama Aretha Franklin se niega a revelar sus mayores miedos («mis labios están sellados») y lamenta no saber leer una partitura ni ser capaz de reducir sus lorzas. A su lado, David Bowie resulta más desconcertante, cabalgando entre la provocación (el talento es el rasgo que más le desagrada de los demás) y la reflexión (estima que la máxima expresión de la miseria es vivir con miedo). El «beach boy» Brian Wilson, que sufrió serios problemas psíquicos desde 1966, se revela como un hombre miedoso, temeroso de la muerte y admirador de Edison, «porque encendió las luces». Se entiende bien que su lema sea: «Tranquilo».

¿Hay más? Claro, pero pasemos a los astros de la pantalla. En 1999, una Hedy Lamarr de 85 años que ha pasado a la Historia como la primera mujer que apareció desnuda -nada menos que diez minutos- en una cinta comercial, alimentaba su aura de «mujer más preciosa» que ha dado el cine y proclamaba que le gustaría morir «preferiblemente después del sexo». ¿Más bellas? Brigitte Bardot, a quien le gustaría tener el talento de hacer milagros; Lauren Bacall, a quien lo que más le desagrada de sí misma es que piensa y, tal vez por eso, se identifica con la decapitada María Antonieta; Joan Collins, a quien le gustaría reencarnarse en una mujer, pero con la fortaleza física de un hombre; o Annette Bening, que teme perder la cordura, tal vez porque su idea de la felicidad perfecta es la soledad. Y Doris Day, Olivia de Havilland o Catherine Deneuve, que juzga sobrevalorada la belleza.

En cuanto a (b)ellos, empecemos por un Paul Newman que combina el sentido del humor (¿su estado de ánimo? «Tengo pulso, así que bastante optimista») con una envidiable capacidad para responder a buen número de preguntas jugando con la posesión o carencia de corbatas. Kirk Douglas, por su parte, se siente orgulloso de haber desencadenado el final de las listas negras en Hollywood al incluir el nombre de Dalton Trumbo en los créditos de «Espartaco», mientras que Dustin Hoffman lamenta que su aspecto sea superficial, le gustaría leer más rápido, aprecia los jets privados de sus amigos y se pierde por escuchar conversaciones ajenas a escondidas. A Denis Hopper, en fin, le gustan los juegos teológicos: escoge a Dios como personaje histórico y como persona viva a la que más admira y, a la vez, asegura que el rasgo que más le desagrada de sí mismo es «el culto a Dios».

Desde detrás de la cámara, Martin Scorsese recuerda que su mayor felicidad fue hacer «Malas calles» con sus amigos, considera que la prudencia es una virtud sobrevalorada y se lamenta de ser un perezoso. Robert Altman se identifica con Buffalo Bill, admira a Belafonte y lamenta su tendencia a los «riesgos estúpidos», aunque proclama que sólo ha hecho las películas que realmente ha querido hacer.

¿Que si se están quedando algunos en el tintero? Pues muchos. Alec Guinnes, Jack Lemmon y Walter Matthau. O la Jane Fonda que confiesa sin vergüenza que le incomoda su incapacidad para tener una relación íntima duradera. O el Schwarzenegger que se confiesa «una loca de los zapatos» y al que le aterroriza la depilación brasileña. Por no hablar de los escritores: Arthur Miller, Gore Vidal, Allen Ginsberg, la «príncipe de Asturias» Margaret Atwood, Norman Mailer, Salman Rushdie? Y todos los lectores, que encontrarán en este volumen un cuestionario de 38 preguntas con el que pueden jugar a desnudarse ante los amigos. O a engañarse en soledad. O a descubrir quién es el más mentiroso de la reunión.

Una pregunta casi fija de los cuestionarios publicados en esta antología de «Vanity Fair» es la referida a la virtud que, a ojos del entrevistado, está más sobrevalorada. Las respuestas cubren, claro, un espectro increíblemente amplio, pero lo que de verdad llama la atención es que, para algunas de estas celebridades, ciertos aspectos de la vida humana puedan catalogarse como virtudes.

Así, por ejemplo, habrá quien aplauda al leer que Carolina Herrera, Jasper Johns y Timothy Leary consideran que es la propia virtud la que está sobrevaluada. A nadie extrañará, por supuesto, que la respuesta de las actrices Annette Bening y Joan Fontaine o la del poeta Allen Ginsberg sea «la virginidad». Tampoco desentona que Julie Andrews y Jimmy Buffett se inclinen por «la castidad», que Quincy Jones lo haga por «la abstinencia» o que Robert Altman menosprecie «la frugalidad». Sin embargo, uno lee y relee hasta asegurarse de que, en efecto, Brigitte Bardot cita «el estatus social», o de que la humorista Ellen Degeneres lanza sus dardos contra «las muñecas estrechas», sintagma ambiguo que casi con toda seguridad debe interpretarse en un sentido estrictamente anatómico.

Tampoco desentona que Shirley MacLaine arremeta contra «la monogamia», Martin Scorsese, contra «la prudencia»; Gore Vidal, contra «el patriotismo», o que incluso un hombre del lado oscuro como Tom Waits desdeñe «la honradez». Que Emma Thompson se cisque en «la limpieza» sólo invita a tomar algunas precauciones, pero, ¿qué pensar cuando Lauren Bacall escoge «la cintura de avispa», que tanto incitó a pecar, como virtud? Más aún, ¿en qué estaría pensando Paul Newman, o quien le rellenase el cuestionario, al considerar que «la tacañería» es una virtud? Eric Clapton, tal vez tacaño, detesta «la generosidad». Misterios de los astros.

La muerte es otra invitada casi fija. Y, qué duda cabe, da juego. A la pregunta, ¿cómo le gustaría morir? son varios los que responden con el anhelo de millones de humanos: «Durmiendo» (Walter Cronkite, Kirk Douglas, Yoko Ono...). Se ve que no son pocos los que reflexionaron a fondo, porque lograron una respuesta nítida y veraz: «No me gustaría» (Lauren Bacall, James Brown, Doris Day, Ellen Degeneres, David Mamet, Salman Rushdie, Tom Waits). Algunos, nobleza obliga, van más allá, como Keith Richards («después») o Michael Caine («más adelante»).

Y, por fin, hay un ramillete que da rienda suelta a toda su imaginación: «De un ataque al corazón cuando anuncien que he ganado el "Oscar" por "Terminator 3"» (Schwarzenegger). No está mal, pero ¿qué me dicen del «creo que ya lo he hecho» de la agente de Hollywood Sue Mengers, o del «a la orilla del río, en Escocia, con una buena botella de vino entre las manos» de Emma Thompson? Claro que tal vez el más rebuscado sea Dennis Hopper («con las botas puestas»). ¿Por qué rebuscado? Porque acto seguido, preguntado por su lema favorito, desenfunda: «Nunca lleves botas».