Necesitamos identificar al culpable de los males que padecemos. Atribuimos la crisis económica al incontrolado afán de riqueza de los mercados financieros y las inundaciones a la incompetencia de la Administración para mantener los ríos en condiciones. Ya hemos encontrado un nuevo culpable para la obesidad, uno de los males del siglo XXI. Se llama fructosa, y los responsables de que se haya introducido subrepticiamente en la dieta son los fabricantes de refrescos.

Al principio las gaseosas se edulcoraban con glucosa. Pero tiene dos problemas, su precio y que se pierde el mercado de los diabéticos. Además engorda. Se buscaron otros edulcorantes, algunos artificiales, y con el tiempo se abrió el paso la fructosa. Es un azúcar natural, se encuentra en las frutas formando sacarosa junto con la glucosa, y en la miel. Tiene tres ventajas respecto a la glucosa. La primera es que tarda en absorberse y aparecer en sangre, por tanto, no produce una descarga de insulina ni constituye en principio un problema para los diabéticos. La segunda es que es un poco menos calorífica que la glucosa. La tercera, que es más barata. El problema es que le están encontrando casi todos los días nuevos efectos indeseables.

La glucosa es un nutriente excelente porque no se metaboliza antes de entrar en la célula para ser empleada como carburante. Llega rápido del intestino a la sangre, responde el organismo con insulina, la introduce en la célula y se produce hipoglucemia de rebote. Es riego del deportista que bebe agua azucarada. Sin embargo, la fructosa tiene que sufrir cambios que sólo sabe hacer el hígado. Una dieta rica en fructosa lo obliga a trabaja mucho, hasta llegar a enfermar. Es una de las causas de hígado graso. Pero tiene que ser mucha, no basta con un refresco o dos. Un segundo problema es que mientras la glucosa eleva la insulina y otra hormona, llamada leptina, ambas especializadas en producir sensación de saciedad, la fructosa eleva la ghrelina, precisamente la hormona del hambre. De manera que beber un refresco con fructosa no sólo no atenúa el apetito, sino que lo incrementa. No está claro si la asociación entre diabetes y consumo de refrescos es por la obesidad o por acciones singulares de la fructosa. Un tercer problema, este reducido a los gotosos, la fructosa eleva el ácido úrico y precipita ataques de gota. Finalmente, para no cansarlos, está el problema cardiovascular.

Hace ya muchos años que se especula con la posibilidad de que la fructosa facilite la enfermedad cardiovascular, independientemente de su papel en la obesidad. Según estudios que se publicaron recientemente basta un refresco diario para incrementar el riesgo de infarto en un 20%. La explicación que encuentran es que la fructosa produce inflamación en las arterias. Cuanta más inflamación crónica suframos, más riesgo de enfermedades cardiovasculares.

Éstos son los alarmistas. Hay otros investigadores que examinan los datos y concluyen que no hay suficientes pruebas. Porque, efectivamente, no todos los estudios confirman las maldades de la fructosa. No es de extrañar la discrepancia, porque, realmente, medir el consumo dietético es dificilísimo, y definir el período de incubación, un dilema.

Es curiosa la historia del maíz. A principios del siglo XX se lo asoció a una enfermedad que atacaba inmisericordemente a las clases más pobres: la pelagra. Asturias, pobre durante siglos, fue el primer sitio donde se describió, ya a principios del XVIII. En el siglo XXI el maíz vuelve a estar en el punto de mira. La mayor parte de la fructosa que se emplea en la industria alimenticia procede de este cereal. No sólo es barato, además, en algunos países como EE UU, está subvencionado. Otra vez el maíz, un excelente grano y muy sabroso como culpable de nuestros males.

A principios de siglo la doctora Brundtland, directora general de la OMS, planteó una lucha contra la obesidad centrada, entre otras cosas, en controlar la producción y venta de azúcar. La posibilidad de que siguiendo sus recomendaciones los gobiernos retiraran subvenciones al cultivo y subieran los impuestos, alarmó al «lobby» azucarero, que sin ningún pudor amenazó con ejercer toda su influencia sobre el Gobierno de EE UU para que retirara la contribución económica a la OMS de ese país. La doctora Brundtland tuvo la valentía de hacer pública esa carta conminatoria, pero la realidad es que sus recomendaciones no se llevaron a término.

No estoy del todo seguro de que la fructosa sea más perjudicial que la glucosa. Lo que tengo claro es que ambas contribuyen a la obesidad debido a una ingesta de calorías que casi nunca se contabilizan. El consumo de refrescos y zumos crece exponencialmente. Es una moda entre los niños y adolescentes. Si decide tomar un refresco, es más conveniente que esté edulcorado de manera artificial. No hay pruebas de que sean cancerígenos. De todas maneras, la mejor bebida refrescante es el agua.