Estudiar el origen del hombre es ciencia y es cultura. Es ciencia porque investiga y descubre aspectos de nuestra naturaleza. Y es cultura porque incrementa nuestro conocimiento de lo que Francisco Umbral llamó «ese saber del hombre sobre el hombre». Y ambos saberes, fusionados como en ninguna otra disciplina en el estudio de la evolución humana, nos ayudan a modelar nuestra responsabilidad sobre nosotros mismos y sobre el mundo natural al que pertenecemos. Conocer nuestro pasado, conocer las especies más próximas a los seres humanos pasadas y presentes incide en la conciencia de nosotros y en la pregunta ¿de dónde venimos? Conocer nuestro pasado nos ayuda a responder también al ¿adónde vamos? Y más aún, ¿adónde queremos ir?

Uno de los aspectos más interesantes y valiosos de la ciencia en los últimos años es el descubrimiento de la coexistencia de diferentes especies humanas en el planeta Tierra durante el último medio millón de años. La especie «Homo sapiens», como así nos autodenominamos, no ha estado sola. En este nuevo escenario, cuyas implicaciones sociales y morales aún están prácticamente inexploradas, los neandertales juegan un papel central. Desde su descubrimiento en 1856 son el referente obligado de la humanidad actual: los neandertales han sido y son el espejo en el que nos miramos.

Pero no han sido sólo ellos. En los últimos años hemos sabido de la existencia de otras especies humanas contemporáneas de sapiens y neandertales. En la isla de Flores, en Indonesia, muy cerca de Australia, fueron descubiertos en 1999 los restos de un extraño homínido al que se denominó «Homo floresiensis» y que vivió hasta hace tan sólo 30.000 años. Al principio polémico, el hombre de Flores ocupa hoy un lugar entre las variantes evolutivas humanas. En 2011 fue extraído el genoma completo de otro linaje humano inédito: los denisovanos, encontrados en Siberia y que muy posiblemente tuvieran una amplia distribución en Asia oriental, cuando los neandertales habitaban el extremo occidental de Eurasia.

En todo este proceso, en el que la definición y perfilado de las distintas «entidades humanas», desde su anatomía hasta sus perfiles genéticos, han desempeñado un interés creciente, los restos del Sidrón ocupan un lugar destacado, estando entre los estudios de vanguardia. Recordemos los estudios paleobiológicos y genéticos publicados sobre los restos de trece individuos, muchos de ellos en colaboración con científicos de reconocido prestigio. El Sidrón y los neandertales juegan un papel importante para saber caracterizar mejor nuestra naturaleza. Para acercarnos un poco más a responder la pregunta ¿qué nos hace humanos?

Es evidente que la investigación sobre estos fósiles tiene un eco internacional, y no son pocas las gentes que se interesan ya por conocer más sobre ellos y su entorno inmediato. Este interés social cada vez mayor desborda, por tanto, el simple gusto y vocación de unos cuantos científicos. Consecuentemente, aún en un momento de crisis económica, en el que diferentes sectores de la población se ven afectados por recortes, los científicos seguimos erre que erre con nuestro oficio: investigar y aportar conocimiento a la sociedad. En particular, los científicos del Sidrón seguimos estudiando todo aquello que pueda arrojar luz sobre esta impresionante colección.

Estudiar a los neandertales pone ante nosotros la existencia de otras formas de ser humano y nos ayuda a seguir el legado socrático del «conócete a ti mismo», ya que es en este ejercicio donde rastreamos las raíces de nuestra naturaleza y, poco a poco, con esfuerzo, vamos comprendiendo algo más de las bases evolutivas de nuestra posición en el universo. El estudio de la evolución humana es, pues, una responsabilidad compartida entre ciencia y sociedad. El conocimiento que surge de la ciencia es cultura, y la cultura nos suaviza los instintos, y concede a la palabra y al respeto un espacio cada vez más amplio (aunque a veces tengamos fundados motivos de duda).