Jovellanos y Marina.

«En Madrid, por las mañanas trabajaba en el Banco Exterior de España y por las tardes me dedicaba a las investigaciones sobre temas asturianos en el Archivo Histórico Nacional o en la Academia de la Historia. De ese tiempo son mis relaciones con don Antonio García Bellido, catedrático de Arqueología y yerno de don Vicente García de Diego, y cuando ingresé como correspondiente en la Real Academia de la Historia, en 1964, fue precisamente a propuesta de García Bellido, junto con Menéndez Pidal y Armando Melón de Gordejuela. También tengo trato con Julio Casares, el académico y autor del célebre Diccionario, que sigo manejando mucho. Y naturalmente seguí adquiriendo libros y documentos sobre Asturias en la Cuesta Moyano, donde hallé incluso un manuscrito de Jovellanos, una instrucción para la redacción de un diccionario geográfico histórico de Asturias. Era un manuscrito firmado por él y cuya letra reconocí rápidamente por mi trabajo en la biblioteca de la Academia de la Historia, donde entré en contacto también con los fondos de Martínez Marina para un diccionario geográfico histórico de Asturias al que le dediqué mi primer libro publicado».

El gallego, de Orense.

«La etnografía me condujo a visitar Portugal para participar en una veintena de congresos, cuando todavía estaba en Madrid y después, ya establecido de nuevo en Figueras. En aquellas ocasiones traté a diversos etnógrafos portugueses y, sobre todo, al núcleo de etnógrafos gallegos, entre los que estaban Otero Pedrayo, Vicente Risco o Fermín Bouza-Brey, un gran talento, al que también traté cuando después fue magistrado en la Audiencia de Oviedo. A Otero Pedrayo daba gusto escucharle y los etnógrafos gallegos tenían sus tertulias en aquellos congresos, a las que yo asistía, y siempre me acuerdo de una anécdota de Pedrayo: Bouza-Brey me dice: "Tú puedes falar bien galego", y Otero replica: "Sí, pero el galego de José Luis es de Lugo y el galego de Lugo no es galego". Para él, la lengua tenía que ser la de Orense, la del interior».

Tertulias madrileñas.

«Pero mi amistad más cercana era con Jesús Evaristo Casariego, un hombre del que recuerdo cantidad de anécdotas. Por ejemplo, durante una época fue profesor de la Facultad de Ciencias Políticas en Madrid y cuentan que cuando empezaba la minifalda se le sentó en la primera fila una alumna con una falda cortísima. El primer día no le dijo nada, pero al segundo, sí: "Señorita, a partir de hoy aquí o enseña usted o enseño yo". Tengo en marcha un libro con unas mil anécdotas asturianas y por supuesto hay unas cuantas de Casariego. Había nacido en 1913 y falleció en 1990; a su entierro asistí con don Severo Ochoa. En Madrid tenía una tertulia en el café El León de Oro, a la que asistía Pedro Mourlane Michelena, que es el que acuñó la famosa frase: "¡Qué país, Miquelarena, qué país!". Pero su origen era que el propio Miquelarena solía decirle a Casariego: "¡Qué país, amigo mío, qué país!", y de ahí salió el "¡qué país, Miquelarena!". A esa tertulia acudía también el asturiano Juan Antonio Cabezas, que era una figura en "ABC", en "España de Tánger" y en otros periódicos. Había publicado libros que le consagraron, como la biografía de Clarín. Pero ante todo era un hombre de un gran corazón, al que recuerdo con gran afecto. Ángeles Villarta, periodista y escritora, de Lastres, era otra de las tertulianas, junto a su hermana Carmina, con la que yo salí; no éramos exactamente novios, pero más o menos. La tertulia de El León de Oro y Casariego eran también un foco de anécdotas. Una que yo no viví, porque se había producido muchos años antes, pero que me contó Michelena. Fue cuando un día estaba allí Valle-Inclán, manco del brazo derecho y mesándose las barbas con la otra mano. Entró Casariego y le preguntó: "¿Qué, don Ramón, ordeñando su mala leche?". Y el viejo, aun sin brazo, armó la del demonio».

Artículos en «Pueblo».

«También frecuentaba yo tertulias en el Ateneo de Madrid, y particularmente la tertulia cervantina de don Luis Astrana Marín, un especialista en Cervantes cuya obra en siete u ocho tomos conservo con aprecio. Y en el Café Gijón acudía a dos tertulias, una de intelectuales y otra de gentes del Eo, como Pedro Arias, Claudio Penzol o Pepe Arias, escritores los tres, que iban acompañados de sus respectivas esposas. Pero no era una peña intelectual, sino de vocación regional. Allí iba también Jimena Fernández de la Vega, médico por la que tenía una gran consideración Marañón y fue a través de ella como traté después a don Gregorio, de quien siempre fui un buen lector. La última vez que vi a Marañón fue en el entierro de don Agustín González de Amezúa, padre de Ramón Amezúa, que estaba casado en Ribadeo con la hermana de Rafael del Pino, el dueño de la empresa Ferrovial, Ramón Amezúa había sido cofundador de la firma con su cuñado, pero Rafael era muy avanzado y arriesgado en hacer operaciones que a Ramón no le sentaban bien y se separaron. En Madrid ejercí el periodismo en el diario "Pueblo", de Emilio Romero, donde publiqué muchísimos artículos sobre comercio exterior. Yo estaba en ese momento en la sección de estudios del Banco Exterior de España, con José Luis Sampedro, que era la mano derecha de Arburúa, el presidente y ministro de Comercio entonces».

Siete y cinco carreras.

«Y en el Centro Asturiano de Madrid traté mucho con Valentín Andrés, el catedrático de Economía, que tan sólo era una de sus siete carreras, con doctorados en casi todas ellas. Casariego, por su parte, había hecho cinco carreras, pero sólo el doctorado en Derecho. Estudió pilotaje naval (su abuelo y su bisabuelo, como el mío, eran marinos, pero él no pudo navegar porque se mareaba), Filosofía y Letras en Oviedo, Derecho en Madrid, Periodismo por la Escuela de la Iglesia y la quinta era su carrera militar, ya que murió siendo coronel de infantería. Pero tenía una sexta carrera de la que hablé en una ocasión. Tan amigo mío era que cuando Casariego ingresa en la Academia Asturiana de Jurisprudencia, los directivos quisieron que contestara su discurso el presidente de la Audiencia. Pero Casariego, que era como Dios lo dio, dijo que no y que le contestase Pérez de Castro, con lo cual chafó a los promotores y a mí me dolió aquello».

Un hidalgo asturiano.

«Pero contesté a su discurso y fue cuando dije que él tenía una sexta carrera que no se podía demostrar con títulos, pero que yo iba a mostrar a través de una anécdota. Y es que estando yo en la asesoría jurídica del Banco Exterior me llama él una mañana y me dice: "Don José Luis, tengo que ir a Valladolid y me gustaría que me acompañase". Yo le repliqué que "acabo de regresar de Montevideo, de ver a mi novia, y aunque tengo influencia y confianza con Arburúa, no voy a estar faltando al trabajo". Bueno, al final me convenció y le acompañé, junto al sacerdote Portabales, que era un erudito en El Escorial. Comimos en Olmedo y al salir (esto fue en el año 56, cuando casi no había coches por las carreteras) vimos un cochecito parado y un señor apoyado en un bastón. Casariego, que era muy cortés, frena, se baja y pregunta si podía servirle en algo. Conociendo a nuestro amigo, nos pusimos en alerta, y aquel señor le dice que no le puede servir en nada (aquello a Casariego no le sentó muy bien), porque "el mecánico está terminando de arreglar un pinchazo". Aquel señor agregó: "De todas formas, le queda muy agradecido el marqués de Sieteiglesias". Y Casariego, al que se le había atravesado aquella situación, le contesta: "Pues lo mismo le digo: queda a su disposición un hidalgo de las Asturias que viaja con su mayordomo y su capellán". Casariego había sido varios años director de "El Alcázar", hasta que se negó a publicar una nota que mandaron de la oficina de Franco. Después fue profesor universitario y encargado de cátedras, y también corresponsal de "ABC" en varios países de América del Sur durante años. Era muy de derechas, pero del régimen exactamente no, sobre todo desde que Franco lo echase».