Este besugo huele fatal. No es porque lleve ahí desde el siglo XVIII. Este cuadro de un besugo colgado de un triste cordel, expuesto en la sala 87 del Museo del Prado, en el segundo y poco concurrido piso del edificio de Juan de Villanueva, es el óleo sobre tabla de 51x38 centímetros, obra de Bartolomé Montalvo, que un día compró Luis Bárcenas. Es una de las cuatro obras que el ex tesorero del PP dijo al juez que había vendido durante sus actividades como marchante de arte y que, combinadas con su «buen hacer» como mago de la Bolsa y del mercado inmobiliario, generaron 38 millones de euros a su nombre en varios bancos suizos. El origen de esa fortuna, la gran incógnita que tiene en vilo al Gobierno de Rajoy, huele tan mal como un pez que llevase doscientos años sometido a la corrupción del aire.

Un pez como éste de la sala 87 del Prado puede ser la primera estación de un recorrido por el mejor museo español de pintura, pero mirándolo todo como miran hoy los ciudadanos de este país: con los ojos de la sospecha. Es noticia ya común en el mundo del arte que de vez en cuando se descubra una obra pintada debajo de otra. Pasó recientemente en Asturias con el Goya del Museo de Bellas Artes que retrata a Jovellanos con el arenal de San Lorenzo al fondo. Bajo el ilustrado gijonés hay una dama cuya identidad aún está en disputa entre los expertos. El aprovechamiento que los pintores hacían de sus lienzos o tablas para pintar de nuevo sobre obras fallidas ha fabricado fantasmas que aparecen llamados al siglo XXI por las nuevas tecnologías de escaneado. Nadie ha radiografiado aún este besugo que, tras ser mercadeado por Bárcenas, acabó expuesto en el Prado. Pero sí sabemos lo que hay detrás.

Es esto: Bárcenas sostiene, ante la incredulidad de la Policía, que parte de su fortuna en Suiza proviene de la venta de obras de arte. Ha aportado documentos redactados a mano al juez Ruz, instructor del «caso Gürtel», que investiga a Bárcenas en el marco del proceso abierto contra la red tejida por Francisco Correa para lograr, supuestamente, comisiones de constructores a cambio de la concesión de obras públicas por parte de las administraciones del PP en la época de Aznar y con Francisco Álvarez-Cascos como todopoderoso secretario general y ministro de Fomento en la última legislatura. Bárcenas presentó un papel con el que trataba de acreditar la venta de cuatro bodegones a Rosendo Naseiro, una operación de la que obtuvo 1.536 euros. Hay dos sospechosas operaciones artísticas más en las que mediaron muchos billetes de 500 euros y que aún no han sido esclarecidas. En esta historia, Rosendo Naseiro no aparece porque haya sido el efímero jefe de Bárcenas dentro del área económica del Partido Popular. Este gallego de Villalba fue llamado por Fraga como tesorero del PP a finales de los años ochenta, cuando Bárcenas iniciaba una andadura que lo convertiría, hasta su imputación en «Gürtel», en el dueño y señor el dinero popular. Tampoco toca citar aquí a Naseiro por ser el protagonista, en 1990, del primer escándalo por supuesta financiación ilegal del PP, a través del cobro de comisiones a empresarios. Fue un mal trago judicial del que Naseiro salió absuelto tras anularse las grabaciones, en las que aparecía hablando de tales manejos.

El papel de Naseiro en esta guía corrupta del Prado tiene que ver con su faceta de reconocido coleccionista de obras de arte. A la vista de la biografía de Naseiro -un hombre hecho a sí mismo, nacido en Lanzós (Villalba, Lugo), hijo de caseiros gallegos que comenzó descargando carbón y fue tintorero antes de convertirse en empresario del transporte en Alicante- nadie diría que su alma tiemble de emoción con la contemplación de esos bodegones -muchos de ellos con delicados motivos florales- que ha ido atesorando hasta llega al centenar de obras. Pero así debe ser. Naseiro posee una de las colecciones más valiosas de España de naturalezas muertas pintadas entre los siglos XVII y XIX. Con una parte de esta colección, 40 piezas valoradas en 26 millones de euros, pagó el BBVA sus impuestos tras adquirírselas a Naseiro. Así fue como acabó en el Prado ese besugo que, en el origen, Bárcenas habría pescado para el catálogo de alimentación y floristería que coleccionaba Naseiro.

El Prado se hizo con estas obras en 2006. Fueron recibidas con alborozo -se habló de un «auténtico botín»- pues venían a cubrir una importante laguna de la colección nacional. En ese «pack» iban los cuatro óleos que supuestamente vendió Bárcenas a su ex jefe. El besugo y otros tres óleos -reproducidos todos en el gráfico superior-: dos floreros de Santiago Alabert que también se exponen en la sala 87 del Prado y un «plato de dulces» de Miguel Parra, que no está expuesto. Tras la cesión de la «colección Naseiro», el Prado organizó una exposición entre octubre de 2006 y enero de 2007 cuyo título, en homenaje a una obra de Lope de Vega, fue «Lo fingido verdadero». Con ello, decían, querían propiciar una reflexión sobre la realidad y su representación y cómo esta representación puede llegar a convertirse en realidad. Vale para pensar en bodegones. Pero también serviría para caer en la cuenta de cómo nos engañaron con esos fulgores y esas gominas que ahora van perdiendo lustre cada vez que pasan por el rodillo judicial.

La sala 87 del Prado suele ser un lugar solitario en comparación con el resto del edificio, lleno de japoneses que van eludiendo como pueden a los vigilantes para hacer fotos con el móvil a meninas, majas, cristos, reinas y emperadores. Nutridos grupos de ojos rasgados se agolpan ante las tablas de El Bosco para disfrutar de esa fauna infinita de Pokémon del año 1500.

Los que suben al segundo piso, que son los menos, no acuden a ver los bodegones de Naseiro/Bárcenas, que desde luego no están en absoluto entre lo mejor de todo lo expuestos en El Prado. No obstante, los empleados del museo que atienden las salas aseguran que tras el estallido del escándalo de las cuentas en Suiza mucha más gente se ha acercado a ver el besugo, atraídos por el tufo de la evasión fiscal. Casi todos suben a la segunda planta para ver los cartones que Goya hizo para la residencia de los Príncipes de Asturias en El Pardo. Son algunas de las pinturas más populares de Goya, reproducidas hasta la saciedad. Son escenas de majos y majas, cazadores y niños, columpios, cometas y parasoles de un país que parecía de romería fácil y donde el pescado -el besugo de la sala de al lado- no apestaba en exceso. También es verdad que aún no habían llegado los gabachos, que sembraron de muertos el repertorio goyesco. Para seguir con Goya y siempre fieles al espíritu de este recorrido «corrupto», acaso sería mejor visitar, en la planta cero del museo, las pinturas negras de la Quinta del Sordo y, entre tanta sombra, aquelarre y funesto presagio quedarse, por ejemplo, un rato embobados ante «Perro semihundido». Y preguntarse si este cuadro no será un espejo que nos refleja a todos, españolitos de ahora que luchan por no ahogarse entre las cenizas de la crisis. En esa misma sala, la 67, están también «Duelo a garrotazos» y «Saturno devorando a un hijo», otros dos iconos tradicionales de lo español y goyesco, que son la misma cosa.

Pero volvamos a la sala 87 del Prado, la del besugo. Que aún no tenemos todo el pescado vendido. Al lado de la pesca de Bárcenas se expone otra obra de Bartolomé Montalvo, que fuera pintor de cámara de Fernando VII. Se titula «Bodegón», representa distintas piezas de caza y es una de las cuatro obras de este autor que el Prado posee. Procede de la colección real, no de la de Naseiro. La enciclopedia del museo resume así su estilo: Montalvo es un pintor «caracterizado por fuertes contrastes lumínicos, un dibujo detallista, composiciones ordenadas en distintos planos y convencionalismos típicamente napolitanos». Este bodegón con piezas de caza es su obra más representativa. Esto es lo que se ve: «El centro de la composición lo ocupa un pato colgado que comparte el espacio con otras piezas de volatería y con un cesto de pececillos». Es también lo que se ve al mirar la actualidad española. Que cada uno elija quién es el pato, las piezas de volatería y los pececillos...

El visitante del Prado puede acudir a esta sala 87 en busca de las claves secretas del desbarajuste nacional lo mismo que esos escritores de best-sellers olfatean una conspiración en cada obra de Leonardo da Vinci y hasta en el Ecce Homo de Cecilia, la de Borja. Al fin y al cabo, uno ve sólo lo que quiere ver. Ése es uno de los prodigios del arte. Podrán encontrarse o no tales códigos escondido, pero lo que sin duda tendrá que acabar admitiendo el visitante es que las obras de Montalvo -el besugo de Bárcenas y el óleo de caza anexo- no tienen la calidad del artista de que fuera su norte y guía en el género de los bodegones: el pintor de origen asturiano Luis Egidio Meléndez (1716-1780). Hay 19 obras de Meléndez colgadas en el resto de esta sala. Parte de ellas estuvieron el pasado verano en Asturias, en una exposición en el palacio de El Pito (Cudillero).

Lo de Meléndez es otra cosa: alta definición pictórica para mostrar, según sus propias palabras, un «divertido gabinete con toda especie de comestibles que el clima español produce». Melocotones y ciruelas, limas, albaricoques y guinda, peros y sandías, salmón, dulce, roscas de panes y granadas. Todo ello recogido con una implacable exactitud. Incluso con soberbia. En el Museo del Louvre hay un autorretrato del asturiano Meléndez con útiles de artista. En la mano derecha sujeta con el pulgar y el dedo corazón -justo el que Bárcenas levanta para hacer la peineta- un papel con un desnudo masculino al carboncillo. Tiene Meléndez los labios gruesos y la mirada desprovista de pasión alguna. Pero qué tipo más tiquismiquis.

Fin de la visita a la segunda planta. Al bajar las escaleras, rumbo a la planta 1, ya va dejando de oler a besugo podrido. A partir de ese momento, el recorrido por el Prado va ganando en esplendor. Se ve que una pinacoteca tan notable no puede haber sido creada y atesorada por un país mediocre, aunque la historia nos diga que por regla general siempre han resultado de más calidad los retratantes que los retratados, la mayor parte de ellos monarcas y allegados.

Las visitas escolares añaden alegría y frescura al museo. Estos niños son lienzos puros, no se ha pintado aún nada debajo, no tienen millones en Suiza, no llevan una contabilidad en B de sus vidas. Da gusto verlos sentados en grupo delante de «Las Meninas», en la majestuosa sala octogonal número 12. Producen un efecto muy singular. Los escolares han llegado de repente, con curiosidad, lo mismo que, dentro del cuadro, otro grupo, el cortejo de la infanta Margarita se presenta de improviso para ver cómo Velázquez pinta a los reyes. Niñas con chándal del siglo XXI y niñas con miriñaques del XVII se miran desde ambos lados de la realidad. El formidable cuadro, acaso el mejor que jamás un hombre haya conseguido pintar, vuelve a multiplicar las dimensiones del espacio.

Es el momento de seguir viajando por este río de pintura. Viajar también por el tiempo. Vean. En la planta cero, en la sala 56 b, están los tres únicos Botticelli del Prado. Cuentan una historia de «El Decamerón» protagonizada por Nastagio degli Onesti, «de los honestos». Nastagio se interna en un pinar, donde ve una mujer atacada por mastines y perseguida por un jinete, Guido degli Anastagi. Éste le cuenta que él amó a esa joven, pero que ella no le correspondía y que se suicidó por ello. La muchacha no movió ni un pelo. Fue condenada al Infierno por su indiferencia y a que su pretendiente la persiguiera eternamente. Cada vez que Guido la alcanza, abre su costado y arroja a los perros su corazón. Es una historia machista en una obra fascinante donde la cruel condena se repite en un bucle temporal; es un viaje en el tiempo. Los «botticellis» pertenecieron al político catalán Francesc Cambó. Decía que cada vez que veía esta obra sobre el honesto Nastagio, su ánimo revivía. Pero basta ya de rascar en esa pintura: se dice que Cambó engrosó parte de su colección con cuadros adquiridos en Suiza, obras que habían sido robadas a judíos por los nazis... Vaya por Dios, vuelve a oler a besugo podrido.