Hubo un tiempo en que causarle un dolor de cabeza a un rey de Francia equivalía a perder la propia. El 21 de abril de 1671 el Príncipe de Borbón-Condé, también conocido como el Gran Condé por los méritos contraídos como militar, se encontraba expuesto a ese riesgo, cuando invitó a Luis XIV al castillo de Chantilly. Caído en desgracia después de haber participado en la rebelión nobiliaria de la Fronda, Condé, además de vivir al borde de la ruina, no tenía otra preocupación que pensar en cómo congraciarse con su primo, el monarca, de manera que se le ocurrió celebrar tres banquetes seguidos en honor suyo y de la corte de Versalles. Hablamos de unos 3.000 convidados, así que no merece la pena ponerse a hacer números con las langostas, las ostras, los pescados y las viandas que se consumieron durante aquellos días. Condé tiró la casa por la ventana, gastó el dinero que no tenía, pero la jugada acabó saliéndole bien, porque su primo, el rey, reconciliado, le ofreció la guerra con Holanda a él y a su poderoso ejército personal, y con ello la posibilidad de reponer sus debilitadas arcas.

Los banquetes de Chantilly, localidad situada al norte de París, resultaron todo lo extravagantes que se podría uno imaginar y absolutamente ventajosos para el rey de Francia y el príncipe. Los únicos que salieron perdiendo fueron la paz, un bien no demasiado apreciado en aquellos tiempos, y el contrôleur général de la Bouche, o maestro de ceremonias al servicio de Condé: un suizo llamado François Vatel, que acabaría suicidándose ante el temor de no recibir a tiempo las partidas de pescado que necesitaba. Madame de Sévigné contó en su correspondencia el trágico final de Vatel y cómo le llegó demasiado tarde el aviso de que los carromatos cargados de peces se acercaban a Chantilly.

El suizo funcionaba con la precisión de un reloj y su único fallo fue no recordar antes de ensartarse con la espada que había negociado no con uno, sino con varios pescateros, el aprovisionamiento de los banquetes. De modo que el pescado llegó, aunque algo a destiempo para el pobre Vatel, agobiado por la voracidad de los convidados y los preparativos de las jornadas gastronómicas que tuvo que llevar a cabo en sólo quince días. Para no enturbiar la fiesta, el cadáver fue envuelto en una sábana y enterrado con discreción. A título póstumo recibió las felicitaciones por los banquetes y los fuegos artificiales.

François Vatel (1631-1671) era hijo de un techador de origen flamenco. Aprendió los rudimentos de la organización con Jean Heverard, padrino de su hermano, traiteur y pastelero. Posteriormente empezaría a trabajar como escuyer, al cuidado de las viandas, para el todopoderoso superintendente de finanzas de Luis XIV, Nicolas Fouquet, que terminaría por nombrarlo maestresala. A finales de 1661 cambia su suerte, al ser detenido Fouquet, y se exilia en Inglaterra, donde establece contacto con Jean Herauld Gourville, un aventurero al servicio de Condé, que le conduce hasta el príncipe. Vatel es nombrado controlador general y contribuye eficazmente a la gestión de la casa de Chantilly, que en ese momento afrontaba grandes obras de reforma. El resto ya lo conocen: el desenlace fatídico de un profesional angustiado por el fracaso. Una película estrenada en 2000, dirigida por Roland Joffé, con Gerard Depardieu encarnando a Vatel, se encarga de arrojar información y, a la vez, desinformación sobre este enojoso asunto. Lo mejor de ella, creo recordar, es la música, compuesta por Ennio Morricone.

Si su trágico final no le permitió a François Vatel ser apreciado en la medida que se merece un profesional tan exigente como él, sí en cambio consiguió pasar a la posteridad gracias a la crema de Chantilly, un mérito que, sin embargo, no se le puede atribuir con absoluta seguridad. No obstante, resulta razonable pensar que aunque alguien hubiera preparado o comido antes la famosa crema, su principal característica multiplicadora, el batido a varilla, hacen de ella un producto fruto de la necesidad de aquellos banquetes en los que había que dar de comer a tantos cortesanos sin disponer de suficientes ingredientes. Un milagro de los panes y los peces que Vatel intentó hasta el último momento en el castillo de Chantilly y que, al final, le costó la vida.

Estando tan de moda como están en la actualidad los llamados eventos gastronómicos, y dada la proliferación de empresas que se dedican a este tipo de menesteres, no es difícil acordarse de Vatel, profesional ejemplar alérgico a las chapuzas improvisadas y temeroso del deshonor. El suicidio fue sin duda una desproporción, pero hay que tener en cuenta lo que estaba en juego en aquellas tres jornadas francesas en las que la corte de Versalles se trasladó en pleno a Chantilly: la suerte del príncipe, y es posible que hasta su cabeza en el caso de que el evento no fuese del agrado del rey, y la gran consideración que tenía de sí mismo aquel maître obsesionado con la perfección. En fin, otra historia trágica a fuego vivo.