Dentro de dos meses, en junio, se cumplirán setenta años del desmantelamiento del campo de concentración de Arnao, en Figueras, en la desembocadura del Eo, uno de los centros de reclusión que más gente albergó y que más tiempo estuvo en funcionamiento durante los años de la represión franquista que siguieron a la caída del frente Norte y al fin de la Guerra Civil. En la actualidad, la explanada donde se alzaban los barracones es un área recreativa, próxima a un campo de tiro y a un club aeronáutico. Sólo un monolito instalado por los socialistas de Castropol recuerda todavía a los «hombres y las mujeres allí confinados». Por lo demás, la historia del campo de Arnao es un relato silenciado a lo largo de los años, por más que los pocos testigos que han declarado puntualmente sus recuerdos sobre aquellos años dibujen en su conjunto un retrato de horror y miseria estremecedor y brutal.

Julián Guerra, vecino de Figueras que pasó media vida en Barcelona, es uno de los pocos que se ha empeñado en hacer memoria del campo de concentración de Arnao. Suya fue la propuesta de instalar el monolito y las placas en aquel lugar con motivo de la celebración del centenario de los socialistas de Castropol. Su obsesión con el campo procede de los días que pasó allí de niño, comiendo fabada con los mineros, de la huella profunda que le dejaron aquellos hombres y mujeres. Guerra, nacido en 1935, relata que el centro de reclusión empezó dentro del núcleo urbano de Figueras, «en un edificio largo y bajo que creo que había sido algún tipo de fábrica. Allí metían a los que venían en los barcos». Efectivamente, el historiador Marcelino Laruelo detalla en su libro «La libertad es un bien muy preciado» cómo, con la rendición de Asturias en 1937 y ante el aumento de prisioneros, «los que fueron capturados por la Armada nacionalista en la mar, a bordo de los mercantes y pesqueros en los que trataban de alcanzar la costa atlántica francesa, se les condujo convoyados hasta Ribadeo. Allí, a unos se les desembarcó para internarlos en los campos de concentración de Figueras y Ribadeo». El de Figueras, claro, no fue el único campo de concentración de Asturias. El historiador Javier Rodrigo detalla en su libro «Cautivos» sobre los campos de concentración en España que «la prosecución de la ofensiva hasta el cierre de la zona norte, que pasó por entero a manos franquistas en octubre de 1937, obligó a continuar la dinámica de ampliación de los recintos concentracionarios, en número y capacidad», y que «la recién creada subinspección de Asturias de Campos de Concentración hubo de hacer frente a la puesta en marcha de los campos de Llanes, Celorio, Gijón, Avilés, Candás, Oviedo (La Cadellada), Pola de Siero, Infiesto, Luarca, Ortiguera, Andes y Figueras, con una capacidad total de 30.000 prisioneros».

En los listados que aporta Laruelo con los prisioneros fallecidos en el campo según el Registro Civil de Castropol, ya figura en 1937, el 7 de diciembre, la muerte de Andrés Suárez Fernández, de Trubia, de 65 años, al que siguen Manuel Vetegón, natural de Boadilla del Monte, Madrid, vecino de Matamorosa, Cantabria, de 53 años, fallecido el 7 de enero de 1938 y Celestino Esnaola Larrañaga, vecino de Éibar, Guipúzcoa, de 55 años, fallecido una semana más tarde también en el campo de Arnao. El resto de los prisioneros muertos pertenecen ya a 1939. En ese año ya había llegado al campo de concentración Arturo Pin «Pinín», un soldado de 19 años, natural de Caborana, destinado a Arnao con la IV Compañía en la que servía entonces. El hijo de Julián Guerra, Daniel, cuando su padre buscaba testimonios sobre el campo con motivo de la instalación del monolito, se encontró casi de casualidad con el testimonio de Pinín en el Centro Asturiano de Barcelona. Y así recogió su testimonio:

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