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«Mirándome fijamente a los ojos, el de Caborana comienza entonces su relato estremecedor. Eran miles de hombres y mujeres los que había allí metidos, en barracones infectos, sin letrina ni fogón ni nada que se le parezca. Arrancaban las puertas y las quemaban para calentarse. Estando yo no se fusiló a nadie, porque no hacía falta. Ya se morían de hambre, pero es posible que antes, durante la guerra, sí. Había malos tratos porque había presos políticos. A los mineros de les Cuenques, a esos sí que les daban. Cuando llegamos nosotros los presos nos recibieron con alivio. Nos dijeron que los de antes [falangistas, supone Julián Guerra] eran mucho peores. Tenían una asignación para sobrevivir pero se la quedaban los oficiales. Cambiaban ropa por comida hasta que se quedaron sin nada que cambiar. Había un médico sin apenas instrumental que poco podía hacer. Pensaban que si enfermaban lo mejor era dejarlos morir. Así habría más sitios para menos rojos. Era un cementerio viviente. Los veías vagar famélicos, acobardaos, con la mirada perdida. Nos veían comer y cuando íbamos a tirar un musgo de patata sin pelar o un pedazo de carne con hueso nos decían que no lo tirásemos, que se lo diéramos. Había gente del pueblo que se arriesgaba a llevarles comida, pero no podían entrar ni hablar con ellos. No había contacto con el exterior y las cartas se censuraban. Nosotros, aprovechando los relevos, les repartíamos comida sin que se enterasen los oficiales. Sobre todo huevos, leche y boroña. Ellos lloraban de agradecimiento. Aquello te rompía el alma».

Aunque se ha dicho varias veces que el día 5 de septiembre de 1939 se firmó la orden de clausurar el campo de concentración de Arnao, pasando su personal, fuerzas de escolta, prisioneros y material al de La Vidriera de Avilés, está documentado que el campo de Figueras siguió funcionando como campo de concentración para presos gubernativos, ya bajo el mando de la Dirección General de Prisiones. A partir de ese momento se incrementa aún más el número de mujeres y niños, separados del resto por una alambrada, en su mayoría procedentes de familias de «fugaos», que eran detenidas y encarceladas como forma de represión y para evitar que dieran apoyo a los guerrilleros. José Manuel Castiello Carriles sólo tenía once años cuando fue trasladado al campo de concentración de Arnao con su hermana Pilar. Con sus hermanos fugados, «Los Castiellos», los famosos guerrilleros Eduardo y Corsino, esta familia de Peón (Villaviciosa) sufrió de forma terrible la represión. Tras la persecución diaria y la tortura, fueron enviados a Figueras. José Manuel Castiello Carriles contó a Gerardo Iglesias, en su libro «Por qué estorba la memoria. Represión y guerrilla en Asturias. 1937-1952», sus terribles recuerdos del campo de Arnao:

«El invierno era muy duro, el viento huracanado y húmedo del mar se filtraba en el interior de los barracones produciendo un crujido en las maderas que hacían temer una catástrofe. A las siete de la mañana había que izar la bandera al aire libre, aún lloviendo, todos formados cantando el Cara al Sol con la mano en alto. La misma operación se repetía arriándola al anochecer. La comida era mala, se servía también al aire libre y formando colas. Prácticamente se comía de pie sobre la marcha para formar una nueva cola de reenganche. El tiempo del día se empleaba en sacar grijo del mar para construir una carretera. Se hacía con cestos a mano en largos trayectos. El trabajo era muy duro, principalmente en invierno, y no había consideración alguna para las mujeres...». Después de estar más de un año confinado en el campo, José Manuel Castiello es puesto en libertad el 2 de marzo de 1942. En el documento en el que se le comunica que abandona el campo se detalla que había sido detenido «por ayuda a los huidos». Según Gerardo Iglesias, el de Arnao fue uno de los campos de concentración que más tiempo estuvo abierto, uno de los más terribles y por donde más gente pasó junto a La Vidriera, en Avilés. Su familia también estuvo allí confinada. Su tía Olvido hasta finales de 1942. También su madre, Priscila Argüelles.

Los testimonios que Gerardo Iglesias recogió indican que allí, durante los primeros meses, sólo había una alambrada, «un sitio horrible en el que los presos soportaban el temporal al lado del mar a teyavana, mientras ellos mismos iban levantando los barracones y las oficinas». Efectivamente, los presos de Arnao construyeron el campo y después las carreteras que todavía hoy se conservan y conectan el arenal con Figueras y con Barres. Julián Guerra supo allí por primera vez lo que eran los picapedreros. Los mineros atados con cuerdas (no había dinero para grilletes) haciendo la carretera, los niños haciendo de aguadores y las mujeres subiendo la piedra desde la playa.

En los documentos que ha manejado Manuel Fernández Trillo, que ha investigado sobre «La represión fascista en el Valle de Aller» (junio de 2012, Itzarren Hausa) y de los 1.067 presos del concejo ha identificado unos sesenta que pasaron por el campo de Arnao, se identifican los «cuerpos» adscritos al campo en los que quedaban integrados los presos como el Batallón de trabajadores n.º 7 del Campo de Figueras o el regimiento de fortificaciones número 3, en diciembre de 1941. Iglesias añade que, aparte de los registrados en Castropol, «murió mucha gente». «Unos de hambre, otros de malos tratos, por los trabajos forzados y la mala alimentación». Allí murió, cita, Teresa, madre de los Argüelles de Enterríos. La habían apaleado en Vegadotos y fue allí a morir. Su nuera, Celia Fernández, casada con el guerrillero Ursino Argüelles, también estaba en el campo de concentración. En Arnao coincidieron con otra familia de Vegadotos, los emparentados con el fundador del SOMA, Manuel Llaneza. Uno de sus hijos, Arístides, también se había echado al monte, y a Arnao también mandaron a su mujer, Laura Fernández, y a los hermanos de ésta. Uno de ellos era Manuel Fernández, entonces tenía 16 años. Salió del campo para hacer la mili, pero se llevó puesta la relación con aquella otra familia hasta el punto de que entre ellos encontró a su mujer, Mariluz Fernández, hermana pequeña de Celia, la mujer de Ursino. Mariluz y Manuel son los padres del actual presidente del Principado, Javier Fernández, que ha contado esta historia a petición del periódico. Conoce los hechos pero poco más sabe de aquellos años. «En casa no se hablaba de la Guerra Civil. Sólo entre mi padre y mi madre, ocasionalmente, y en voz baja», concluye.

A Julián Guerra también le costó encontrar testimonios. Aunque todo el mundo en Figueras sabe lo que hubo allí e incluso algunos ocuparon puestos en el campo de concentración, la tónica es un manto de silencio. Él nunca lo olvidó. Eran años difíciles en su familia. Su padre estaba preso en Oviedo, por republicano, y el niño se criaba en Figueras con la familia de su madre, con una abuela pescantina a la cabeza que gobernaba bien su negocio. «Nosotros no es lo que lo pasáramos mal, pero no comíamos mucho», cuenta. Eso, el hambre, fue lo que le llevó al campo. Suyo es el último testimonio: «Había un soldado que era de Oviedo, Avelino, que cortejaba a una tía mía. Yo andaba todo el día pegado a ellos, con los camiones. Un día los mineros invitaron al soldado a sentarse a comer fabada con ellos. Eran ya los últimos años del campo, los prisioneros ya tenían despensa y los mineros presos todos los jueves hacían fabes. A mí me hacía gracia como hablaban, tan distinto a lo nuestro. Me quedó grabada una frase que decía uno, "Jesús, trae les llaves que vamos pesar les fabes". Yo me quedé a comer con ellos y me dijeron que podía volver todos los jueves. No era poca cosa poder comer una fabada. Allí iba siempre. Y había un niño preso, Jesusín, que estaba con su madre, creo que eran de El Entrego, que siempre se sentaba con nosotros. Se quejaba porque tenía que llevar el agua a los obreros. Yo no entendía que estuviera allí. Un día lo robé y me lo llevé para Figueras. No te quiero decir el revuelo que se montó».

En septiembre de 2001 la agrupación socialista de Castropol celebró con una comida de hermandad el centenario del partido y aprovechó para instalar en el área recreativa que ocupa el lugar del campo de concentración un monolito con una placa «en memoria de los hombres y mujeres que perseguidos por sus ideas aquí estuvieron confinados entre los años 1937 y 1943».

La idea fue de Julián Guerra, que de vez en vez regresa al lugar, le pone flores y realiza homenajes silenciosos. Cuando se inauguró, vino Areces y Julián recibió a Villa con un «cuidado donde pisas que esto está lleno de mineros», en alusión a los fusilados que, según algunos testimonios, se enterraban en el campo o se tiraban por el acantilado.

Pero hace ya tiempo que el monolito es una piedra muda. Dice Julián Guerra que los ataques a las placas que tratan de ser testigos de lo que allí sucedió tienen más que ver con la manía que en Figueras se le tiene a Castropol que con otra cosa. Pero también reconoce que en el monolito han aparecido pintadas aludiendo a los crímenes cometidos por los republicanos durante la Guerra Civil. Pintadas como «No os acordáis de Paracuellos». Cosas así. El caso es que el Ayuntamiento repuso por segunda vez la placa, pero no lo hizo por tercera vez. Ahora allí sólo hay una piedra muda que nada dice sobre el horror que miles y miles de hombre, mujeres y niños sufrieron allí.