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l A caballo por el Huerna. «Mi familia es asturiana por todos los costados, digamos que desde que apuntan a la gente que vive en Asturias. Fanjul y Argüelles son lugares próximos en el concejo de Siero, desde donde mis antepasados emigraron a finales del siglo XVI para establecerse en Lena y Piloña. Mi padre, Carlos, nació en Campomanes, y mi madre, Esmeralda, en Infiesto. Esos orígenes familiares me hicieron conocer el mundo rural, de modo que desde niño me son familiares las labores agrícolas y el manejo del ganado. También aprendí en la aldea a llamar a los seres vivos, animales o vegetales, por su nombre en bable, es decir, que para mí un murciélago es un esperteyu, y una nutria es un llondriu, y un mirlo puede ser un miruellu o un ñervatu. Eso es lo que me sale naturalmente y cuando tengo que poner algún ejemplo en clase todavía tengo que hacer un esfuerzo para decir esos nombres en castellano. Por parte paterna, mi familia ha sido de médicos, entre ellos mi abuelo Carlos, sus dos hijos, Carlos (mi padre) y Manuel, mi hermano Álvaro y mis dos primos, José Carlos y Fernando (los tres ejercen en Oviedo). Mi abuelo, que estudió Medicina en Madrid, inició el ejercicio profesional en Campomanes, desde donde salía en un cochecillo de una plaza tirado por un caballo. Iba hasta el alto de Pajares visitando enfermos y allí desenganchaba el coche y volvía a caballo por el valle del Huerna. La vez siguiente lo hacía al revés, yendo por el Huerna y bajando desde Pajares. Ese recorrido le llevaba tres o cuatro días. En 1915 se trasladó a Oviedo para incorporarse a la clínica de Celestino Álvarez, que más tarde fue el Sanatorio Getino. En aquella época no había otra cosa más que medicina general y todavía conservo los libros de mi abuelo, con dibujos suyos de cómo se pueden extraer los huesecillos del pie. Tenía también ciertas teorías sobre los trastornos gástricos que con el tiempo resultaron equivocadas, pero que en su tiempo tuvieron seguimiento. Decía un evolucionista inglés que todas las teorías empiezan como herejías y terminan siendo supersticiones».

l Tras la batalla del Marne. «Mi abuelo tuvo una primera estancia en París y después iba con frecuencia a unos sanatorios en los que tenía contactos y donde "hacía manos" en cirugía. Le encantaba Francia e incluso realizó un recorrido con sus hijos al acabar la I Guerra Mundial por los lugares de la batalla del Marne, donde recogieron balas, trozos de alambrada de espinos y otros recuerdos. Después, fundó junto a Pedro Miñor el Sanatorio Asturias, hasta que decidieron disolver la sociedad. Mi abuelo se quedó con el nombre y llevó el Sanatorio Asturias a un chalé en la calle Hermanos Pidal, que fue demolido en los primeros años setenta. El Sanatorio Miñor siguió en la antigua sede de la avenida de Galicia y allí nací yo precisamente, el 1 de noviembre de 1942. Fui el mayor de cinco hermanos, seguido de Rosa, Álvaro (dentista en Oviedo), Gonzalo (ingeniero de minas y recientemente jubilado como director de Repsol en Argentina), y Pablo, geólogo, que también reside en Oviedo, donde es director del grupo de hormigones de Masaveu Industrial. Mi abuelo fue también director del Hospital Provincial de Oviedo, y durante el cerco de la Guerra Civil tanto él como mi padre fueron médicos en el hospital situado en el convento de las Salesas. Mi abuelo falleció en 1953, cuando yo tenía apenas 10 años, pero conservo muy vivo el recuerdo de su cariño. Nuestra relación era muy estrecha, pues vivíamos en la misma casa de la calle Argüelles esquina con Mendizábal, al lado del teatro Filarmónica. Mi tía abuela Justa, viuda de otro médico, vivía en el primero, nosotros en el segundo y mis abuelos en el tercero».

l Esmeralda y Chopin. «Durante la Guerra Civil la familia paterna de Campomanes se fue a Oviedo porque tenían la experiencia de la Revolución del 34. No les había pasado nada, pero juzgaron que estarían mejor en otro lugar. En cambio, la familia de mi madre, que era de Infiesto, donde en el 34 no había sucedido gran cosa, prefirieron quedarse pensando que no merecía la pena irse a Oviedo. Pero les pasó todo lo contrario. Mi familia materna era de propietarios agrarios que habían desarrollado una intensa actividad política en los tiempos de la Monarquía constitucional hasta que se vino al traste con la dictadura de Primo de Rivera, que no recibieron con entusiasmo. Mi abuelo Álvaro Argüelles sólo desempeñó durante un corto período la Alcaldía de Piloña, pero fue asesinado en 1936, junto con su hijo Gonzalo, que acababa de finalizar en Suiza los estudios de ingeniero agrónomo y que había vuelto para casarse en agosto de ese año con una novia a la que más tarde yo conocí. Pero no llegó vivo a agosto. Mi abuela materna, Esmeralda Díaz, era cubana, hija de un indiano piloñés. Era mujer de carácter fuerte y se las compuso para sacar adelante a la familia. Con el tiempo, fue para mí una segunda madre. Tenía talante juvenil y no le arredraba su enfermedad asmática, así que nos ponía continuamente a todos en movimiento. Era también una buena pianista que tocaba un par de horas cada tarde. Supo transmitirme sus gustos musicales, en especial por las composiciones de Chopin, que me evocan su memoria cada vez que las escucho».

l Ópera en pantalón corto. «Mi padre había acabado la carrera de Medicina en Valladolid en 1931. Se había especializado en urología, primero como ayudante de Julián Clavería y luego en el Hospital Cochin-Necker de París. Ejerció en el Hospital Provincial de Oviedo y en el de la Seguridad Social, y también en el Sanatorio Asturias y en su consulta privada. Era un hombre culto, lector empedernido y discutidor impenitente en las tertulias del Café Peñalba y el Automóvil Club, sociedad de la que fue presidente a pesar de que ni conducía ni le interesaban los coches lo más mínimo. Fue primer teniente de alcalde en los primeros años cincuenta con Ignacio Alonso de Nora y Fernando Beltrán, hasta la etapa de Valentín Masip. En el Ayuntamiento intervino en la comisión de ópera y organizó dos temporadas, porque después tuvo un infarto tremendo y entonces bajó mucho su actividad en todos los sentidos. Tenía una gran afición a la música, que me trasmitió desde muy pronto. Recuerdo perfectamente, porque me llevaba a la ópera en pantalón corto (a general), la ocasión en la que tuvo que sondar en su camerino a la entonces muy joven soprano Mirella Freni, para que pudiera actuar en el Campoamor. Ella le mostró su agradecimiento con una fotografía dedicada al "mio caro dottore". De carácter fuerte, era muy exigente en la formación de sus hijos, sin que dejara por ello de demostrarnos su afecto. Desde muy niños nos permitía estar presentes, e incluso intervenir, en todas las reuniones de amigos y colegas que tenían lugar en nuestra casa. Mi madre, Esmeralda Argüelles, «Cuca», era esencialmente una mujer dulce que sólo manifestaba sus convicciones cuando las circunstancias lo hacían absolutamente necesario. En la vida diaria, mis padres se repartían los papeles, más severo él y más comprensiva ella. Mi madre falleció hace año y medio, con 98 años».

l Balas a la hoguera. «El Oviedo que yo conocí de niño era una ciudad marcada por las cicatrices de la Revolución de 1934 y la Guerra Civil. Recuerdo y me impresiona mucho el momento en el que se retiró el andamio que ocultaba totalmente la torre de la Catedral, en restauración. Yo sabía que allí había una torre por una fotografía que tenía mi abuelo en su despacho y le preguntaba a mi padre: "¿Detrás de esas lonas hay eso?". Creo que fue en 1953 cuando las retiraron y después abrieron el claustro restaurado de la Catedral, que para mí fue una sorpresa porque no sabía que existía. Esa fotografía de la torre que tenía mi abuelo estaba perforada por un balazo del 34, al igual que dos tomos de la enciclopedia Espasa. Durante la Revolución, los milicianos habían entrado en casa para disparar sobre el cuartel de Santa Clara, y los militares respondían. Por ello levantaron un parapeto, entre otras cosas, con la Espasa. La manzana en la que estaba el edificio se destruyó en una gran parte durante el 34, como relata en su libro Aurelio de Llano. Las ruinas de Oviedo se repetían en diversos lugares, entre ellos en el Hospital Provincial, que se extendía por encima del Campo San Francisco. Por allí pasaba yo de chaval camino del Sanatorio Asturias, que tenía una huerta y un prado. También pasaba a bordo del tranvía amarillo que iba hasta la Silla del Rey. Y también hubo ruinas durante muchos años en los alrededores del Colegio de Santo Domingo, de los Dominicos, donde los alumnos buscábamos restos de armamento para nuestras inocentes aventuras bélicas. El colegio estaba en plena reconstrucción cuando yo comencé a estudiar en él, hacia 1947, y el Campillín siempre lo recordé destruido por lo menos hasta que comencé la carrera. Jugábamos en las trincheras y recogíamos material que era mucho más interesante que los juguetes del bazar San Mateo, al comienzo de la calle Palacio Valdés. Una escopeta de corchos no era nada frente a las balas que arrojábamos a una hoguera con completa inconsciencia. Todavía conservo una bayoneta hallada entonces».

l Catedrales románicas inglesas. «Aprendí a leer y a escribir en el Colegio de la Milagrosa, de las Hijas de la Caridad, en la calle Gil de Jaz. Sólo guardo recuerdos borrosos, entre ellos las discusiones con mis compañeros sobre si los pizarrines llamados entonces "de manteca" eran mejores o peores que los "duros", asunto que considerábamos de importancia, puesto que todos usábamos la pizarra individual, de la que colgaba un trapo o esponja para borrar. Aprendí a leer pronto, y estaba tan orgulloso de ello que cogí un tremendo enfado a los 5 años cuando fui incapaz de entender un incomprensible periódico inglés que había traído a casa una prima de mi madre que vivía en Nueva York. Pensé que era una estafa: yo sabía leer, pero no podía entender aquel periódico. "¿Me están engañando?, me pregunté. A los 6 años pasé al Colegio de los Dominicos y allí continué hasta finalizar el Bachillerato a los 17, con el curso preuniversitario. En general, la enseñanza era esencialmente memorística, algo que considero necesario, pero no llevado a los extremos que mis compañeros y yo experimentamos en nuestras propias carnes. Los profesores se limitaban a tomar la lección sin añadir ni quitar nada de lo que figuraba en los libros de texto. Su licenciatura en Teología los habilitaba legalmente para la enseñanza, pero poco o ningún conocimiento les aportaba sobre la mayor parte de las asignaturas. Eso hacía que tuviéramos que aprender de memoria los nombres de las catedrales románicas inglesas, o de los enclaves coloniales franceses en la India, sin que nuestro texto mencionara que ya formaban parte de la nación independiente; o memorizar Estonia, Letonia y Lituania, que ya eran parte de la Unión Soviética, pero según el régimen español eso no había sucedido. Yo sacaba buenas notas y recuerdo que en un examen de Lengua y Literatura consideré que merecía un 10, pero sólo habían obtenido un 9. Tenía cierta confianza con el profesor, un médico que había sido compañero de carrera de mi padre y que, al enviudar, había tomado los hábitos. Le expuse mi queja y su respuesta fue tajante: mi examen reproducía el texto correspondiente a la perfección, pero no incluía los ejemplos y, por tanto, aunque meritorio, no podía calificarse con la máxima nota».

l Entusiasmo por las Matemáticas. «Las clases de Física y Química eran del mismo tenor y, a pesar de que tuve que aprobar más tarde muchas asignaturas de estas materias en la Escuela de Ingenieros Agrónomos, mi repulsión casi instintiva por ellas ha llegado hasta hoy. Me arreglé como pude, pero siempre a golpe de memoria y con una profunda repugnancia. Por el contrario, guardo un excelente y agradecido recuerdo de dos profesores de Matemáticas, los padres Venancio Ruiz y José María Ruiz, que infundieron en mí el gusto y hasta un cierto entusiasmo por esa materia. Y hasta el punto de que en casa le demostraba teoremas a mi madre, que, en un exceso de cariño, ella soportaba estoicamente. Y también debo buena parte de cuanto sé de Francés a don Luis Castañón, mientras que nada saqué en limpio de cuatro años de Latín. Suplía algunas carencias en Historia, Literatura o Arte con la ayuda de mi padre y de mi tío Juan Manuel Argüelles, que también me dejaban libros. Un día, mi padre, un poco harto, me dio "La rebelión de las masas" y vi que aquello no era lo mío. "Este libro no, pero quiero otro", le dije a mi padre. Tenía muchos libros a mi disposición y también en la biblioteca pública, que estaba en la Plaza de Riego, o en la biblioteca de Infiesto. Pude leer lo que me dio la gana y lo mismo me pasó cuando estudié en Edimburgo, ya que tenía la Biblioteca Nacional de Escocia enfrente de donde vivía. Estoy muy agradecido a las bibliotecas públicas. A pesar de los castigos físicos, que yo no sufrí con la abundancia que otros compañeros (aunque aún tengo bien presente la marca en el cuello que me produjo un correazo suministrado por un hermano lego), guardo un excelente recuerdo del colegio, donde pasaba la mayor parte del día, desde las ocho y media de la mañana, cuando comenzaba la misa, hasta las ocho de la tarde, que finalizaba el rosario, con una interrupción de una a tres para almorzar. Mis principales diversiones durante el curso eran jugar al fútbol en los recreos, participando con entusiasmo pero escasísima habilidad, o ir al cine sábados y domingos, y asistir a los conciertos de la Filarmónica, además de la lectura casi indiscriminada o charlar y callejear con los amigos. De estos tuve muchos y buenos, entre ellos el escritor Juan Cueto y el catedrático y magistrado Eduardo Serrano, que es un día más viejo que yo».

l Grupo Vízcares. «Los veranos los pasé en La Isla (Colunga), en Campomanes o en Infiesto, donde pasaba a ocupar el puesto efectivo de hijo menor de mi abuela, con todas las ventajas que ello suponía. Desde los 9 años hasta que terminé la carrera, mis veranos transcurrieron íntegramente en Infiesto, donde fui feliz. Formaba parte de un grupo numeroso de amigos entrañables, entre dos o tres docenas, en su gran mayoría locales, estudiantes en la misma villa, o en Oviedo y Gijón. Hacía excursiones al monte, me bañaba en los ríos, que entonces eran cristalinos, o jugaba a los bolos, aunque mis habilidades para el deporte eran limitadas. También vagabundeaba en bicicleta o acudía a numerosas romerías. El entonces cura de Llames de Parres, Víctor Ortiz, organizaba campamentos en el lago Enol, donde pasábamos una semana. Y el grupo montañero Vízcares, que sigue existiendo, organizaba salidas a Valdeón que también duraban varios días, entrando por Soto de Sajambre y retornando por el desfiladero del Cares. Al final de la temporada veraniega acompañaba a mis tíos a cazar en Piloña o Caso. Aunque la lista de amigos piloñeses es demasiado larga, no puedo dejar de mencionar a mis primos Argüelles, además de Quico y Fernando Guisasola, Jesús Bermejo, Chucho Peruyero y muchos Rodríguez-Noriega».

l Aversión a la Física. «Aunque había cursado el Bachillerato de Ciencias, no tenía vocación decidida. Mi padre tenía interés en que los hijos fuéramos ingenieros, por el motivo de poder conseguir trabajo al poco tiempo. Pero a mí la Ingeniería pura me parecía demasiado técnica y no quería abandonar la Biología y otras materias. Tenía la opción de ingeniero de montes o ingeniero agrónomo, y pensé que los agrónomos no venían a Asturias para nada, pero sí los de montes, con lo que me decidí por la agronomía con la intención de ejercer en mi tierra. El plan de estudios comenzaba por el curso selectivo de Ciencias, que podía cursarse en cualquier Universidad y yo seguí en la Facultad de Química de Oviedo. El paso del colegio a la Universidad no me pareció que introdujera cambios importantes, ni en la forma ni en el fondo. El nivel de exigencia era semejante y el de las exposiciones de los profesores, muy variable, desde la retahíla de incoherencias de Antonio Espurz, catedrático muy conocido y popular en Oviedo, pero un desastre que acentuó mi aversión por la física, hasta las excelentes exposiciones del profesor de Matemáticas Luciano Ron, que consolidó mi afición, reforzada en las clases particulares que recibía de Socorro Martínez, tía del médico Jaime Martínez».

l Carrera de obstáculos. «Cuando comencé la carrera, sólo habían transcurrido tres años desde que las escuelas de ingenieros, tradicionalmente dependientes de los correspondientes ministerios, habían pasado a formar parte de la Universidad Politécnica de Madrid como escuelas técnicas superiores. El peso de una tradición centenaria, basada en un examen de ingreso que generalmente sólo se superaba al cabo de varios años de preparación (cinco de promedio en la Escuela de Agrónomos), pero que aseguraba la condición de funcionario, seguía dominando en las nuevas escuelas. El número de alumnos que lograba superar anualmente el curso llamado de iniciación era menor de un centenar en cada escuela y esto raramente se conseguía en menos de dos años. Puesto que el número de convocatorias estaba limitado a seis, esto quería decir que alrededor de una cuarta parte de los alumnos que inicialmente se presentaban lograban pasar la barrera y continuar sus estudios, y los tres cuartos restantes los abandonaban o probaban suerte en otro centro. En mi caso, en el año de iniciación éramos 500; en junio sólo pasó uno, y diez o doce en septiembre, y los restantes, hasta unos 70, pasamos al año siguiente. Los demás se marcharon a otro sitio. Al curso de iniciación seguían otros cinco, con un promedio de diez asignaturas por año, pero para ser aprobado en las de cualquiera de ellos había que superar previamente todas las del anterior, lo cual aumentaba las dificultades. En otras palabras, para la obtención del título de ingeniero era preciso superar una larga carrera de obstáculos y, en muchas ocasiones, el profesorado se limitaba a fijar unos niveles de aceptación muy altos sin preocuparse demasiado de la calidad de sus enseñanzas, que el alumno debía suplir con su celo. Como contrapartida, el número de titulados por escuela no llegaba a un centenar al año, para toda España, y la obtención de un puesto de trabajo bien remunerado desde el principio era relativamente sencilla».

l Máximo, un aprobado. «Entre mis peores recuerdos están los exámenes finales de las asignaturas de Matemáticas y Física del curso de iniciación, donde uno se jugaba la permanencia en la escuela. Cada uno de ellos estaba compuesto por dos exámenes escritos de seis problemas cada uno, ambos eliminatorios, seguidos por uno oral de teoría que duraba al menos un par de horas, durante las cuales el alumno exponía la formulación de los temas que le habían correspondido por sorteo en un par de pizarras dobles ante un tribunal que no abandonaba la mesa ni para comer. Esta presión continuaba en muchas de las asignaturas de la carrera. Una de las más temidas era la de Motores y Máquinas Agrícolas, de segundo curso, con exámenes teórico y práctico que suspendí tres veces, lo cual anulaba los aprobados que había obtenido en las asignaturas de tercero y cuarto cursos, de las que tenía que volver a examinarme. El profesor, Eladio Aranda, era un hombre muy pagado de sí mismo, pero de escasos conocimientos que suplía con unas exageradas exigencias. Recuerdo que en una ocasión fui a verle, convencido de que había hecho un examen decente. Me contestó que, efectivamente, mi calificación era de 6,3, pero que percibía claramente que yo no había dedicado a la asignatura las mil horas que consideraba indispensables para la buena comprensión de la materia. Argumenté que esto era difícilmente compatible con la nota obtenida, pero no conseguí el aprobado. Esta manera de proceder no estaba ni mucho menos reservada a los malos profesores. El catedrático de Genética Enrique Sánchez-Monge era un científico de categoría e impartía unas clases excelentes, pero compartía con buena parte del profesorado el exagerado nivel de exigencia. Así, examinaba quincenalmente de la asignatura, devolvía puntualmente los exámenes corregidos y anotados y, a los que sacaban más de cinco en todos ellos les otorgaba un aprobado por curso, aunque la nota media fuera mayor. Si uno pretendía más que ese aprobado debía volver a examinarse».

l Pastilla de tinta en la ducha. «En Madrid residí durante tres años en el Colegio Mayor Aquinas, de los Dominicos. Allí comenzó mi amistad íntima y continuada hasta hoy con otros dos ovetenses: el médico Jaime Martínez y el arquitecto urbanista Ramón Fernández-Rañada. El director del colegio trataba de imponer un espíritu corporativo que chocaba con los intereses de un adolescente y, en consecuencia, acabó expulsándome, aunque esta medida, lejos de ser única, afectó igualmente a más de un tercio de mis compañeros. Es decir, nos expulsaron a unos setenta, porque la costumbre también era echar a mucha gente. Muchos éramos chavales traviesos que urdíamos con frecuencia todo tipo de bromas y novatadas, más o menos pesadas. Por ejemplo, meter una pastilla de tinta china en la cebolleta de la ducha de los nuevos, pero cubierta con un poco de barniz para que no saliera la tinta al principio. La víctima se metía confiada en la ducha y de repente empezaba a salir la tinta, con lo que había que esperar a que se acabase la pastilla, que duraba más de una hora. Otra broma consistía en llenar con agua una gran bolsa de plástico que soltábamos desde la barandilla de la terraza del piso séptimo cuando se oía el golpe de la puerta principal al abrirse. Una de esas veces la víctima fue un obispo, y aunque el director nunca pudo identificar a los responsables, no dejaba de albergar fundadas sospechas. Algo que pudo influir en mi expulsión fue mi participación en la adquisición de libros para la biblioteca, entre ellos la novela de Balzac "Eugenia Grandet". Mi sorpresa fue mayúscula cuando el subdirector se indignó por la compra de lo que calificaba de indecentes "novelas amatorias". Ofendido, completé las adquisiciones con el "Índice de libros prohibidos", que, para mi sorpresa, estaba a la venta en las librerías. Llegué a Espasa Calpe, pregunté por él y me dijeron: "¿Lo quiere en rústica o en tapa dura?"».

Segunda entrega, mañana, lunes: Genética en Edimburgo