Voy recorriendo uno a uno los pueblecitos de la zona minera de Asturias. Al borde de la carretera me paro a charlar con los mozos, que, mano sobre mano, miran recelosos el ir y venir de los convoyes militares y las camionetas cargadas de guardias. Entro en las casas cuartel de la Guardia Civil de cada pueblo, y las mujeres y chicos de los guardias me cuentan el episodio dramático de que fue protagonista cada uno. Donde me dejan, procuro hablar con los prisioneros. Donde no me dejan, interrogo a sus madres y a sus mujeres, que invariablemente gimotean y maldicen desesperadas alrededor de los cuartelillos. Al pie de los altares, humeantes todavía, los párrocos me cuentan llorando cómo ardieron las imágenes, y junto a las ruinas de sus casas devastadas aprietan los puños y rechinan los dientes los propietarios desposeídos, al referirme cómo fue el despojo.