Profesor de Historia de la Ciencia de la Facultad de Medicina

Esta "especie morbosa" que conocemos como pelagra fue diagnosticada por primera vez por Gaspar Casal (1680-1759) en 1735, médico gerundense que trabajaba para el cabildo y el Ayuntamiento de Oviedo, y que la entendía como lepra escorbútica, una de tantas afecciones endémicas de esta región. En su opinión, imbuido por el espíritu de Hipócrates, la achacaba a las alteraciones del clima y a una dieta anómala. Aspecto que dejó reflejado en la monografía titulada "Historia natural y médica del Principado de Asturias". La gente popular la conocía como "mal de la rosa".

La pelagra, denominada así en 1771 por el médico italiano Francesco Frapolli por "pelle" (piel) y "agra" (áspera), apareció en Europa tras la llegada del maíz de América, ya que a partir de 1630 las crisis mantenidas de subsistencia favorecieron la expansión de este cereal. En concreto, en Asturias la boroña o pan de maíz se generalizó en la dieta de la gente pobre y al ser alimentación monótona e insuficiente ocasionó el brote de esta nueva patología. También se encontró en Italia y Francia bajo la denominación de "lepra de Lombardía", "pellagra" o "scorbuto alpino" y "pellagre des Landes".

Según Casal, se hallaba ubicada con especial predilección en los concejos de Las Regueras, Llanera, Corvera y Carreño. Sin embargo, el médico poleso Higinio del Campo también la diagnosticó en Siero, Gijón, Oviedo, Avilés y Luarca. A su vez, Faustino García Roel afirmaba que estaba extendida a toda la provincia.

En palabras de Casal, no hay otra que la gane a horrible y contumaz, porque a la observación clínica se presentaba con demencia (trastornos sensoriales), diarrea y dermatitis. A nivel de piel, provocaba una espantosa costra de color negruzco que, penetrando hasta la carne viva, producía gran dolor, quemazón y molestia, localizada en metacarpos, metatarsos y alrededor del cuello. Además, refería que aparecía hacia el equinoccio de primavera y desaparecía durante el verano.

En 1760 pasó a conocerse como "lepra asturiensis" en la "Nosología methodica" de Sauvages. Denominación totalmente errónea, pero en aquella época el concepto de lepra encubría diversas dermatosis y por supuesto la más temerosa de todas ellas, la auténtica lepra, causada por el bacilo de Hansen.

Una vez reconocida quedó un tanto olvidada hasta que a mediados del siglo XIX su estudio fue impulsado por los médicos franceses. El más importante de todos resultó ser Jean-Baptiste-Victor-Théophile Roussell (1816-1903). De una publicación, "Lepra asturiensis. La contribución asturiana en la historia de la pelagra (siglos XVIII-XIX)", efectuada desde la Cátedra de Historia de la Medicina de la Universidad de Oviedo por García Guerra y Álvarez Antuña, extraigo las palabras que Roussell mencionaba en relación a esta enfermedad. Decía así: "La pelagra es, pues, una enfermedad nueva en Europa, su origen no desciende más allá del siglo XVIII, aun en los países primitivamente afectados: en todas partes ha seguido sus progresos e influencia en relación con el régimen alimenticio de los pueblos occidentales con una cultura de origen americano, la cultura del maíz".

Poco tiempo después, se interesó por ella Francisco Méndez Álvaro (1806-1883), y tras el envío de una serie de preguntas dirigidas a la Academia de Medicina de París algunos médicos asturianos comenzaron a publicar sus observaciones, los más importantes fueron: Antonio del Valle, Higinio del Campo, José Rodríguez Villagoitia, Ildefonso Martínez y Faustino García Roel.

Antonio del Valle, médico de Gijón, indicaba que se extendía a todos los concejos y, según sus cálculos, apreciaba un enfermo cada 300 o 400 habitantes. Dicho de otra manera, entre 800 y 1.000 casos en toda Asturias, pues en aquel momento la provincia tenía entre 400.000 y 500.000 habitantes. Jesús V. Limeses, médico del concejo de Llanera, considera prácticamente el doble de afectados. A su vez, refería que estas gentes comían: "Sopas de pan de maíz por la mañana y la noche, y papilla de pan de maíz con o sin leche al mediodía; algunas veces sopa de habas; agua común para beber".

La sospecha inicial ya la había dejado referenciada el propio Casal al indicar que se trataba de una enfermedad que se desarrollaba entre la gente de clase baja, donde imperaba una dieta monótona a base de maíz.

Más adelante, el ya citado Roussell, junto con G. B. Marzari, puso en boga la doctrina carencial del maíz ("zea mays"), llamada zeísmo. En opinión de Ludovico Ballardini, el maíz resultaba nocivo solamente si sufría alteraciones en la maduración o por una conservación defectuosa y que a largo plazo se contaminaba con el "cardenillo"; defendía por tanto una teoría fitoparasitaria.

Para otros, la causa residía en las alteraciones climáticas y meteorológicas (humedad, insolación y demás). También se pensó en la posibilidad de contagio o de que fuese hereditaria. Algunos apuntaban la contingencia de una transformación, pues pensaban que se trataba de una degeneración de la propia lepra; sus seguidores fueron Widemar, S. Titius o Faustino García Roel. Concretamente este último autor, tras un arduo trabajo de campo, publicó en 1880 una excelente monografía titulada "Etiología de la pellagra", donde evaluó de manera personal 4.382 casos de todos los municipios de Asturias, cifra que representa el 1 por ciento de la población asturiana.

La demostración carencial corrió de parte del médico Joseph Goldberger, 1914, momento en el que apuntó un déficit de niacina, denominada también vitamina B3, ácido nicotínico o vitamina antipelagrosa de Conrad A. Elvehjem.

Gracias a las investigaciones del bioquímico asturiano Grande Covián se sabe que la dieta exclusiva a base de maíz provoca la enfermedad, porque la niacina de este grano se encuentra combinada y no puede utilizarse en el aparato digestivo. Además, casi la mitad de las proteínas del maíz corresponde a la zeína, sustancia pobre en triptófano. El mal se puede revertir si aportamos a la dieta el aminoácido carencial juntamente con una cantidad suficiente de vitamina B3, porque con esta combinación el organismo puede sintetizar ácido nicotínico, tal como expone Francisco Grande en "El maíz y la pelagra".

La afectación era casi idéntica entre hombres y mujeres, y el punto máximo de enfermedad se hallaba entre los 30 y 40 años.

Un punto clave para resolver el enigma planteado estuvo en el análisis de las culturas mexicanas, donde estaba extendido el uso del maíz sin que hubiera enfermedad. La razón para ello residía en el modo de preparación del grano, pues los aztecas y los mayas ablandaban el maíz con una solución alcalina, el agua de cal, para hacerlo comestible. De esta manera se liberaba niacina y triptófano, que se absorbían en el tubo digestivo.

A día de hoy, la clasificaríamos dentro del capítulo de enfermedad social. Además, sabemos que la pelagra puede aparecer también cuando se mantiene en el tiempo una dieta inadecuada por carencia de proteínas, tal como ocurrió en Madrid durante la Guerra Civil (1936-1939). Para su prevención, se recomienda la administración de niacina junto con otras vitaminas del grupo B, con recomendación simultánea de ingesta diaria de cantidades adecuadas de carne, pescado, cereales de grano entero, vegetales frescos y leche.