Gran parte de la cubierta vegetal de la franja costera y los valles bajos de Asturias, hasta unos 400 metros de altitud, está constituida por monocultivos de eucalipto. La plantación de este árbol australiano ha sido uno de los principales factores de transformación paisajística y alteración ecológica de la naturaleza regional en el siglo XX. Hoy es la tercera especie arbórea más extendida en Asturias, según el IV Inventario Forestal Nacional, publicado en 2012, que le otorga 60.311 hectáreas, frente a las 68.287 que ocupa el haya y las 80.560 que sitúan al castaño en primer lugar. Esa amplia difusión, cuyo punto de partida se sitúa en la política desarrollista de mediados del siglo pasado y cuya continuidad se explica por su rentabilidad, principalmente para la producción de celulosa (por razones ambientales, el único lugar de Europa donde el eucalipto crece a gusto es la península Ibérica, de modo que la demanda europea se nutre de la producción nacional), ha tenido profundas consecuencias en la diversidad biológica de los territorios afectados, de los que ha desaparecido gran parte de las especies de flora y de fauna. Las que han quedado -o las que han sido capaces de colonizar los eucaliptales al cabo de décadas de cultivo intensivo- son las más generalistas, las menos exigentes. Se ha estimado que en el sotobosque de los eucaliptales asturianos crece una cuarta parte de las plantas vasculares presentes en los bosques naturales a los que sustituyen, y las investigaciones desarrolladas en otras regiones sobre las comunidades de aves revelan que su abundancia disminuye hasta ocho veces en verano y 18 en invierno con respecto a la propia de los bosques de su entorno, mientras que la riqueza (el número medio de especies) decrece entre siete y 13 veces, respectivamente. Además, pocas aves residen de forma permanente o anidan en estas plantaciones; su aprovechamiento suele reducirse a la búsqueda de alimento, y con muchas limitaciones.

Los eucaliptales asturianos son cultivos, no bosques. No funcionan como ecosistemas. Todo lo contrario: el eucalipto tiene una interación problemática con su medio y con los organismos de su entorno. El mayor problema que plantea es que empobrece y acidifica los suelos, favorece su erosión y toma gran cantidad de agua, como ha reconocido el Departamento de Montes de la FAO. También arde con facilidad, de modo que potencia los incendios forestales (que, a su vez, agravan los procesos erosivos). Por otro lado, la disposición de sus hojas hace que su suelo esté muy iluminado, lo que, sumado al sustrato ácido y pobre en nutrientes, propicia un sotobosque homogéneo y de escaso valor, formado por matorrales típicos de suelos degradados, como el tojo o cotolla. Estas especies aportan parcos recursos a la fauna, y la estructura de los árboles tampoco es atractiva para que las aves aniden en ellos.