La huella en piedra de los emigrantes asturianos

La Quinta Guadalupe, la gran mansión de Íñigo Noriega, el indiano de indianos

Colombres, tierra de indianos, tiene en la Quinta Guadalupe el testimonio tangible del esplendor de una época que hoy, convertida en Museo y Archivo de Indianos custodia ese pasado y dignifica a sus protagonistas.

Acuarela de Adriana Asman. Arquitectura ilustrada

Acuarela de Adriana Asman. Arquitectura ilustrada / Adriana Asman

Virginia Casielles

Virginia Casielles

Virginia Casielles, historiadora del arte y especialista en el fenómeno migratorio de los indianos, firma esta serie de artículos sobre la huella en piedra que dejaron en Asturias los emigrantes que triunfaron en América. Esta especialista contará periódicamente para "Asturias Exterior" de LA NUEVA ESPAÑA, la historia constructiva y familiar que tienen algunas de las más señeras casas de indianos que hay en la región. Virginia Casielles es autora del libro “Una saga de maestros de obra”, sobre la familia Posada Noriega, que edificó numerosas casa de este tipo en el Oriente, y también de “El pequeño indiano”, la exitosa versión infantil del libro anterior.

En medio de un maravilloso jardín se alza, señorial, elegante, pintoresca, inspiradora, atrevida, extravagante, soñadora, ingeniosa, exuberante, audaz y burlona, pero también robusta, generosa e intemporal, esta impresionante casa de indianos. Los mismos adjetivos describen a quien la levantó: Don Iñigo Noriega Laso. Es un ejemplo más de cómo la arquitectura puede estar al servicio de la personalidad de su promotor.

Íñigo Noriega Laso.

Íñigo Noriega Laso. / Archivo de Indianos

Iñigo Noriega Laso nació en Colombres el 21 de mayo de 1853, era hijo de José Noriega Mendoza y María Laso, con estudios primarios cursados en Cóbreces parte a América desde el puerto de Cádiz a la edad de 15 años junto con sus hermanos Remigio y Benito. En México, país de acogida, los esperaba su tío Iñigo Noriega Mendoza, dueño de la empresa La Mariscala, en la cual iniciaron su vida laboral en tierras americanas. Aquí comienza una historia a medio camino entre la leyenda y la realidad: un apólogo sobre la retirada de puertas de la cantina El Borrego, balaceras en diligencias, su paso como ayudante de sheriff y la desecación de lagos para convertirlos en fértiles tierras proveedoras de alimento para la capital mexicana. Esto le valió el favor del porfiriato, pero también el respeto de los trabajadores a los que ayudó en sus múltiples empresas. No solo se dedicó a la agricultura, sino que también abrió negocios textiles, ingenios azucareros y minas de plata, entre otros muchos.Todas esas vivencias y experiencias lo catapultaron a la fama y la riqueza, convirtiéndolo en la persona más influyente de la República Mexicana a finales del siglo XIX, lo que le valió el calificativo de "Segundo Conquistador de México" y lo consagró en la historia como el "indiano de indianos". Toda esta componente cuasi mágica del paradigma del indiano triunfador, sus relaciones con las más altas esferas de la sociedad porfirista y la silueta imponente de su ingente casa en su pueblo natal hicieron que su leyenda creciera aún más, convirtiéndolo en un símbolo de éxito que parecía estar fuera del alcance del vecino de a pie. Pero la misma historia que engrandeció su leyenda, fue la que lo condenó a terminar sus días totalmente arruinado. Falleció en México, en casa de una de sus hermanas, el 4 de diciembre de 1920. 

Tarjeta postal editada por Samuel Álvarez del Valle.

Tarjeta postal editada por Samuel Álvarez del Valle. / .

Iñigo Noriega levantó esta residencia como lugar de descanso estival para su familia, y como era habitual en muchas residencias indianas, la bautizó con el nombre de su esposa, Guadalupe. Lamentablemente, su esposa, Guadalupe Castro, con la que se había casado en 1876 en México y habían tenido 11 hijos, fallecería en el año 1904 sin poder verla levantada, pues aunque ya estaba proyectada, no será hasta 1906 cuando se finalice. La obra se debe a los planos del arquitecto cántabro Valentín Ramón Lavín y Casalís, quien ya había trabajado en 1898 en la Casa Partarríu en Llanes, con la que el parecido es más que evidente. Podría decirse que tiene elementos casi idénticos, aunque en esta quinta de Colombres, en la zona sur, se incorpora otra torre de la que carece la quinta llanisca. Como maestro de obras trabajó Manuel Posada Noriega, quien dejó su impronta en la galería mirador que se abre en la fachada sur, pero por desavenencias con Iñigo Noriega abandonó los trabajos. 

Vista aérea del Archivo de Indianos

Vista aérea del Archivo de Indianos / .

Toda la decoración escultórica, basada en relieves geométricos y florales, incluye referencias al promotor y a distintos personajes relacionados con América, así como alegorías a la fortuna, el comercio y la industria. Se atribuye al escultor colombrino Alfredo García, muy activo en esa época y conocido por trabajar en residencias indianas, como la de los marqueses de Argüelles en Ribadesella, cuya iconografía es muy similar. A pesar de que la casa nunca llegó a ser disfrutada por toda la familia, contaba con gran número de trabajadores que cuidaban de ella durante todo el año para que estuviera siempre lista y a disposición de sus dueños y posibles visitantes.

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91220036 116c 470d a218 99b270b644e5 / Virginia Casielles

Otro episodio legendario, casi digno de trovadores, es el de Porfirio Díaz, quien, en su camino al exilio, recibió de Noriega la oferta de refugiarse en esta quinta. Sin embargo, la rechazó, prefiriendo asentarse en París y dedicarse más al trabajo que al ocio, como él mismo aseguró en una entrevista a un diario asturiano de la época. Allí murió en 1915. Pero el hecho de que esto ocurriera en 1911 y la casa se terminara en 1906 refuerza la teoría de que no fue construida ex profeso para el siete veces presidente de México, sino como residencia estival familiar.

Aquella gran mansión, de la que siempre se ha dicho que era un cuarto de la Quinta Covadonga que poseía en México, era conocida como el "elefante blanco" por sus dimensiones y el color de sus paramentos. En su interior, estaba ostentosamente decorada con referencias al mundo griego y la mitología, utilizadas con el único propósito de conferirle una pátina de intelectualidad y proyectarlo como alguien que trascendía lo cotidiano. Al mismo tiempo, incorporaba elementos árabes que evocaban el exotismo y reforzaban su estatus social, evidenciando su capacidad para viajar a lugares lejanos. La unión de lo clásico y lo exótico tenía una misión: crear una atmósfera de lujo y sofisticación. Sin embargo, no todos compartían ese gusto, y algunas plumas incisivas, de tendencia realista, lo tachaban de hortera y ostentoso.

Esta quinta es especial por las muchas vidas y usos que tuvo. Como residencia familiar, se documenta que fue habitada por Manuel Posada (hijo del maestro de obras Manuel Posada Noriega) y su esposa, Ermelina Caso. Posteriormente, en 1928, pasó a convertirse en un hospital neuropsiquiátrico.

Desde su origen, este gigante de 600 metros cuadrados contaba con dependencias modernas e inusuales en la región, como un baño turco. Durante su etapa como hospital, se documenta que todas las habitaciones eran exteriores y que el edificio se articulaba en torno a un gran hall con comedores y salas lujosamente decoradas. Para contribuir a los tratamientos y el ocio de los pacientes, se ofrecían diversas opciones, como sala de billar, radiotelegrafía, música y cinematógrafo, además de una grandiosa biblioteca. En el exterior, el jardín—que en aquella época llamaban parque—se utilizaba para juegos de tenis y baloncesto. También contaba con una huerta, árboles frutales, una granja avícola y un establo. Por supuesto, disponía de una capilla, donde se custodiaba la imagen de la Virgen de Guadalupe.

Niñas del Hogar en la Quinta Guadalupe

Niñas del Hogar en la Quinta Guadalupe / Virginia Casielles

Al finalizar la Guerra Civil, concretamente en octubre de 1941, el hospital dio paso a un constante ir y venir de cientos de niñas vestidas con uniforme, camisa blanca y zapatos negros, que provenían de las zonas de Asturias más castigadas por la contienda o de hogares infantiles como el de Pravia. Había guardadoras, que desempeñaban el papel de madres, vigilaban a las niñas, servían las comidas y se encargaban del costurero; enfermeras, que ocupaban la enfermería en el último piso y, junto con el médico que las visitaba dos veces a la semana, velaban por la salud; maestras, en concreto tres, que, con cierto aire uniformado de la Sección Femenina del régimen, se encargaban de la preparación intelectual de las alumnas; y personal de servicio y cocineras, que se ocupaban de que todo funcionara correctamente.

En una época de convulsión política y social, se arremolinaron vivencias de todo tipo: las de la dura disciplina, pero también los más agradables, como las lecciones en el edificio del jardín, conocido como La Quintuca; las clases de gimnasia dos días a la semana, antes de ir al colegio, en la cancha que hoy ocupa una carpa; y las noches en las habitaciones de los pisos superiores, a partir de las nueve y media, con muchas camas. Había habitaciones con veintidós, dieciséis o siete camas, dispuestas en hilera con sábanas blancas, donde las niñas huérfanas o sin recursos encontraron un hogar.

Guardadoras y trabajadoras del Hogar, año 1953.

Guardadoras y trabajadoras del Hogar, año 1953. / Virginia Casielles

Probablemente, entre las paredes y en el imaginario de cuantas pasaron por allí, se mezclan recuerdos buenos y malos de esos años tan duros de infancia. Recuerdos de clases de costura en el mirador de la fachada sur, donde aprendían nociones de corte y confección, realizando labores para ellas mismas, para el hogar o para enviar a sus familias. Recuerdos de la asistencia a la misa de nueve en la iglesia de Santa María, donde ocupaban los primeros bancos frente al altar. Recuerdos de los juegos tradicionales y las vueltas en bicicletas, donadas a la institución, alrededor de la casa. Recuerdos de quien cuidaba el ganado y las cuadras, y se encargaba de la siega. Recuerdos de cuidar las parcelas del jardín, sembrando dalias u otras flores de su preferencia. 

Recuerdos de un horario marcado en el comedor de la planta baja, que organizaba la rutina: 8:30 desayuno, 13:00 comida, 17:00 merienda y 21:00 cena. Recuerdos de los sótanos, donde se encontraban las cocinas, los lavaderos y la piscina cubierta vacía y sin uso, que alguna vez debió hacer las delicias de los baños turcos. Recuerdos de escritos en las paredes del piso alto, testimonio firmado de los enfermos mentales del hospital neuropsiquiátrico. Recuerdos de la Señorita Cristina y Papá Manolo, encargados de la Sección Femenina, que una vez al mes visitaban el hogar. Recuerdos de duchas en hilera en cada uno de los pisos. Recuerdos de interminables tardes de lluvia cosiendo. Y recuerdos de risas de complicidad y momentos felices de diversión entre las niñas.

Recuerdos, en definitiva, de una de las etapas de la vida que más marca el futuro personal. Algunas de aquellas niñas volvieron a sus lugares de origen, otras regresaron al hogar de Colloto para trabajar en Oviedo, y algunas más, tanto personal como internas, siguieron vinculadas a Colombres, pues hay quienes allí se casaron y formaron una familia. Encontraron un verdadero hogar en el pueblo que acogió el “Hogar de Niñas Virgen de Guadalupe”, que estuvo activo hasta los años 80.

El 22 de mayo de 1987 se creó la Fundación Archivo de Indianos, de la mano del Gobierno del Principado, la Caja de Ahorros de Asturias y la Universidad de Oviedo. Desde entonces, su labor continúa, manteniendo viva esta gran muestra del legado en piedra de los indianos. La Quinta Guadalupe debió haberse llamado “el gato blanco”, pues, al igual que los felinos, parece tener siete vidas. Ha sido reinventada, ha resistido y ha mutado al servicio de sus diferentes funciones: residencia familiar, hospital, hogar de niñas y, por el momento, y esperamos que para siempre, el Museo de la Emigración y Archivo de Indianos. Se ha convertido en el refugio de nuestra memoria, donde podemos, en silencio, rememorar el pasado, que sigue vivo en los documentos y objetos que custodia. De esta forma, ha alcanzado el objetivo de esa inmortalidad y eternidad que, a buen seguro, se planteó su dueño.

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