Un legado en piedra
La Quinta Ybáñez: el descanso asturiano tras el sueño americano de Joaquín y Cándida
De un azul vibrante que contrasta con el verde de la Sierra del Cuera, la antigua residencia de Joaquín y Cándida Ybáñez domina el paisaje en Villanueva de Ribadedeva como testigo de otra época.
Construida con el dinero del éxito americano, esta mansión fue durante una década sinónimo de elegancia y testigo de una intensa vida social, propia de sus fiestas, cuya luz se atenuó cuando Joaquín fue asesinado.

La Quinta Ybáñez por Adriana Asman, arquitecta ilustradora. / Adriana Asman
Virginia Casielles, historiadora del arte y especialista en el fenómeno migratorio de los indianos, firma esta serie de artículos sobre la huella en piedra que dejaron en Asturias los emigrantes que triunfaron en América. Esta especialista contará periódicamente para "Asturias Exterior" de LA NUEVA ESPAÑA, la historia constructiva y familiar que tienen algunas de las más señeras casas de indianos que hay en la región. Virginia Casielles es autora del libro “Una saga de maestros de obra”, sobre la familia Posada Noriega, que edificó numerosas casa de este tipo en el Oriente, y también de “El pequeño indiano”, la exitosa versión infantil del libro anterior.
Joaquín Ybáñez nació en Villanueva en 1863 y falleció en México en 1918. Era hijo de Manuel Ybáñez Güemes e Ignacia Pría. Tuvo dos hermanas más: Micaela y Lucía. La primera se casó con Leandro Canal García con quien tuvo a Francisco Manuel y Enriqueta Canal Ybáñez, quienes viajaron a la República Argentina. Lucía con Alfredo González, y fueron padres de Joaquín y Covadonga González Ybáñez.
Siendo un niño, Joaquín parte reclamado para Chile, donde se dedicará al negocio tabaquero, trabajando para industriales españoles afincados, muy seguramente, en Valparaíso. Tras una estancia de varios años en el país, en 1901 figura en el padrón de Ribadedeva como ausente en México y como cabeza de familia, pues aparece ya casado con Cándida Ybáñez Sordo (1866-1953), nacida en La Prida, Noriega, hija de Francisco Ybáñez Posada y Juana Sordo Borbolla, y sobrina de Luis y Manuel Ybáñez (Conde de Ribadedeva).

La Quinta en su aspecto actual. / Virginia Casielles.
Juntos levantan su quinta unifamiliar de recreo en el pueblo de Villanueva para trasladarse en los periodos estivales y vivir en ella el final de sus vidas. Una vez más, este legado en piedra se debe al maestro de obras local: Manuel Posada Noriega.
La Quinta Ybáñez, en un solo vistazo, nos demuestra que Joaquín y Cándida “habían vuelto” para continuar su historia, pues el edificio impone por su altura y volumen. Se estructura en dos pisos de habitación, más buhardilla, y unas galerías articuladas en tres de sus fachadas, que rompen con la simetría sin renunciar al equilibrio clásico.

Interior de la Quinta de Villanueva. / V. Casielles
En la fachada principal vemos la firma del maestro de obras, con su amplia galería acristalada, sobre la que se proyecta un balcón para ver —y ser visto— y que permite gozar de unas espectaculares vistas del amanecer y de la inmensidad de la parte oriental del valle. La fachada de poniente, que cuenta con un mirador enrasado en el piso noble, regala unas impresionantes vistas al atardecer, y desde él se divisa, justo al frente, el palacio de La Prida, la casa natal de Cándida.
En la Quinta se combinan materiales tradicionales, como la piedra y la madera, que se unen a otros nuevos, propios de las áreas cosmopolitas, como el hierro forjado de las barandillas. Las molduras, los frontones, las buhardillas curvas y los espacios enmarcados son el compendio perfecto de todo lo hecho hasta ahora por el maestro de obras. Lo une todo, y lo une bien; consigue un equilibrio contenido, más sobrio que exuberante, que no cae en la ostentación desmedida.

Escalera noble de acceso a los pisos superiores. / V. Casielles.
En su origen, la casa contaba con el símbolo indiano por excelencia: la palmera. Hoy en día ya no están. Se colocaban a ambos lados de la fachada, flanqueando todo el conjunto. Tan solo una fotografía da testimonio de su presencia.
Una vez al pie de la escalinata —que nos recuerda, en su visión lateral, por su disposición de pirámide escalonada, a un templo maya— accedemos a un pequeño pórtico, que surge como producto de las cuatro columnas que sustentan la galería rematada por balcón. En la puerta de entrada, sobre el dintel que remata el acceso, se pueden ver entrelazadas las letras J y C, de Joaquín y Cándida.

Doña Cándida rodeada de su personal de servicio en la chocolatada en honor a los comulgantes. / Memoria Digital de Asturias.
Una vez en el interior, muy fielmente rehabilitado, encontramos un despliegue de suelos hidráulicos y mobiliario de la época, de estilo isabelino, donde los dragones, como símbolos de poder y protección, son una constante en sillas, sillones y trincheros de comedor, cuya función era mostrar al visitante el éxito, el orden doméstico y, por supuesto, el buen gusto refinado e internacionalizado de sus dueños.
La Quinta Ybáñez fue durante años el centro neurálgico de las fiestas de la alta sociedad del valle de Ribadedeva, convirtiéndose así esas “Veladas de la Quinta” en un auténtico faro de elegancia. La llegada de carruajes anunciaba el descenso de indianos vestidos con trajes oscuros y grandes bigotes muy cuidados, y de damas luciendo el más puro estilo parisino, siempre acompañadas de abanicos —a buen seguro llegados de Manila—. En el gran salón de baile, el piano, que aún se conserva en su entrada, hacía sonar, bajo alguna mano experta —y con toda probabilidad femenina—, piezas de Albéniz o algún vals típico vienés.

La Quinta Ybáñez con palmeras. / Archivo familiar Díaz Murias.
En el comedor, las vajillas de loza inglesa y las copas y licoreras de cristal tallado hacían las delicias de cuantos estaban allí presentes. Y, en ese ambiente tan sofisticado, los temas que se trataban eran siempre de negocios: el precio del tabaco o del azúcar, las nuevas tendencias de moda imperantes en Europa, los internados en los que estudiaban los hijos, las sociedades en comandita y hacer balance de un éxito conseguido a fuerza de océanos cruzados.
Joaquín y Cándida tenían fijada su residencia habitual en México donde, también, se codeaban con la más selecta sociedad de industriales. Su amistad con los Noriega Laso está perfectamente documentada, pues Joaquín y Cándida, como señala El Eco de lo Valles de 30 de enero de 1904, están presentes en la boda de Gláfira Noriega, hija de Iñigo Noriega, con Celestino Pérez, siendo los padrinos de velación —garantes del compromiso religioso de la pareja, consejeros en momentos difíciles y unos segundos padres o protectores—, un papel muy importante que era símbolo de una amistad profunda entre las familias. Pues Iñigo y Guadalupe Castro habían sido los padrinos de manos en la ceremonia.

Jóvenes de Villanueva el dia de las Angustias en las escaleras de la Quinta. / Archivo familiar Díaz Murias.
Lamentablemente, Gláfira murió tan solo cuatro años más tarde, y su fallecimiento fue muy sentido por ambas familias y por todo el concejo de Ribadedeva, donde se celebró un multitudinario funeral en su memoria. En las puertas de la Quinta Guadalupe fueron colocados grandes crespones negros en señal de duelo
En cuanto a su vida empresarial, Joaquín siempre estuvo vinculado a los negocios de los tíos de su esposa y, durante muchos años, fue apoderado de la Casa de Banca Basagoiti, propiedad de Antonio Basagoiti, uno de los banqueros privados e industriales más destacados de México a fines del siglo XIX, que además era cuñado y amigo de Luis Ybáñez. En 1903, cuando Basagoiti decide volver definitivamente a España e instalarse en Madrid para dedicarse por entero al Banco Hispanoamericano, pasa la propiedad de la casa de banca a Adolfo Prieto y Álvarez de las Vallinas y a Joaquín Ybáñez, siendo desde entonces la Sociedad en Comandita Ybáñez y Prieto, activa hasta 1914. Estos nuevos socios, consiguieron también manejar el cincuenta por ciento del capital de la empresa Fundidora de Hierro y Acero de Monterrey, la cual pasará a dirigir, en 1917, íntegramente, Adolfo Prieto. Los derroteros industriales de Joaquín Ybáñez se encaminaron hacia negocios petroleros, y, ahí, su suerte empezó a cambiar: acabó siendo víctima de un fraude y fue asesinado en México en 1918, generando un gran pesar entre los vecinos de Ribadedeva cuando conocieron la noticia, como se recoge en El Oriente de Asturias de 2 de marzo de ese mismo año.

Fiesta de las Angustias. Tras el muro Joaquín y Cándida presiden el festejo. La imagen es un auténtico estudio de la sociedad de la época. / Archivo familiar Díaz Murias.
El matrimonio Ybáñez siempre fue muy querido en el pueblo de Villanueva, y su labor filantrópica fue también muy activa. En el año 1903, aparece en El Eco de los Valles, del 28 de febrero, cómo el alcalde de Ribadedeva, Lorenzo de Noriega, se desplaza a Oviedo para intentar conseguir la propiedad de la escuela de Villanueva. Para ello se aportan 625 pesetas por parte del consistorio, mientras que las 250 necesarias para el sueldo del maestro, Segundo Velasco, correrían siempre a cargo de Joaquín Ybáñez.
Un año más tarde, en 1904, financiaron la fuente, el lavadero y el abrevadero de la zona conocida como Robaley, sin duda alguna un espacio muy importante en la sociedad de la época, pues eran los lavaderos lugares en los que las mujeres podían hablar libre y distendidamente, y se convirtieron en zonas de tertulia y transmisión cultural.
Además de preocuparse por la educación de sus jóvenes vecinos, por la salubridad e higiene y por el acceso al agua, también se sabe que el matrimonio costeó el pasaje a América al primogénito de muchas familias no pudientes.

Quinta Ybáñez en 1908. / Archivo Familiar Paco Posada.
Capítulo aparte se merecen las fiestas del pueblo, tanto las de Las Angustias como las de San Juan Bautista, que durante muchos años fueron sufragadas íntegramente por el matrimonio. Esta costumbre la había adoptado Joaquín de su padre, Manuel Ybáñez, pues sufragaba en su totalidad las fiestas de Andinas. Por ello, en el año 1904, cuando Joaquín se encontraba enfermo, las fiestas fueron pospuestas hasta su recuperación. La importancia de los Ybáñez en las fiestas locales continuó tras la muerte de Joaquín, pues en el año 1934 todavía era tradición que la procesión se detuviera en la entrada de la Quinta Ybáñez durante las fiestas del Corpus Christi, como señala el diario La Región de 5 de junio.
El matrimonio Ybáñez llegó a organizar la fiesta de Las Angustias en México, uno de los años que no pudieron trasladarse a Villanueva, y obsequiaron a 300 comensales con un copioso banquete y con todas las tradiciones propias de la fiesta local: misa solemne, bolos, bailes, gaitas… Siempre fueron unos perfectos anfitriones que, si no podían venir a su tierra, hacían que siempre estuviera presente en ultramar.
Tras el fallecimiento de Joaquín, aquella algarabía de fiestas apagó sus luces y Cándida pasó a instalarse en la Quinta, tan solo acompañada por su personal de servicio, aunque bien es cierto que se documentan largas estancias en Madrid, donde parte de su familia estaba asentada durante el invierno. Cándida, que nunca tuvo hijos, siempre sintió una especial predilección hacia los niños; de ahí que, cuando llegaba la época de las comuniones, ella fuera la encargada de obsequiarles con una celebración especial, primero junto a la iglesia y posteriormente en su casa, a base de dulces y chocolates, que hacían las delicias de aquellos pequeños comulgantes.
La Quinta Ybáñez de Cándida siempre formó parte de la vida de las gentes de Villanueva. Las procesiones paraban en su pórtico como si fuera una estación más del recorrido; las asturianas que tocaban el ramo y los niños y niñas el día de su comunión tenían la quinta como fondo de sus retratos, y en su interior nunca faltó el auxilio. En definitiva, estuvo siempre presente en la vida social y festiva de Villanueva, y su labor benefactora y benéfica nunca cesó a lo largo de su vida.
Entrar en la Quinta Ybáñez es sentirse en casa. A pesar de la grandeza que la rodea, es un hogar cálido y sereno. Tal vez eso fue lo que su dueña quiso crear desde el principio: un verdadero hogar. Aunque el destino le reservó una vida en soledad —en el segundo piso de la vivienda, donde pasaba los días en la galería de su dormitorio, acompañada únicamente por el personal de servicio, que acabó siendo también su única familia—, quizá por ello, nunca dejó de tener presentes a sus vecinos, a quienes ayudó con generosidad y afecto.
Doña Cándida, como era conocida en el pueblo, se convirtió en una auténtica institución, y su muerte fue muy sentida por todos cuando falleció en su querida quinta, en 1953.
A día de hoy, la Quinta Ybáñez es el Hotel Quinta de Villanueva, en el que, al cruzar su puerta, el ambiente cambia. La madera tallada y el hierro forjado de su puerta nos reciben con una elegante sobriedad: sentimos que la casa lleva años esperándonos. Impresiona sin estridencias. Somos conscientes del paso del tiempo frente a nosotros e imaginamos cómo su escalera nos conduce hacia muchos años atrás.
Parados en el zaguán de acceso, nos convertimos en testigos de una época en la que el regreso era tan importante como el viaje de ida.
Y es, precisamente, en ese retorno en el que Cristina Bastián y Valentina Battistoni hacen de anfitrionas y cómplices, pues saben cómo dejar que la casa nos hable por sí sola, mientras ellas nos guían a través de su historia.
La Quinta de Villanueva no es solo un lugar bonito para dormir, es entrar en una historia viva. Una historia hecha de idas, venidas y memorias compartidas. Es caminar, paso a paso, al más puro sueño indiano.
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