Asturamérica: doce historias que retratan por qué Asturias se extiende al otro lado del mar (pese a los "hispanobobos")

El continente americano está sembrado y marcado por historias de asturianos que emigraron, las de quienes fracasaron en su intento de encontrar una vida mejor pero también las de aquellos que se convirtieron en figuras ejemplares de la empresa, del mundo universitario, político o cultural y también en el ámbito eclesial, con una buena representación de misioneros ejemplares

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Javier Junceda

Javier Junceda

La edición "Asturias Exterior" de La Nueva España inicia la publicación íntegra de las conferencias que formaron parte del II ciclo organizado por la Sociedad Ovetense de Festejos (SOF) al hilo de la celebración del Día de América en Asturias. El tema de este ciclo celebrado entre el 9 y el 16 de junio fue el crucial fenómeno migratorio que unió Asturias con los distintos países del otro lado del Atlántico entre el siglo XIX y hasta la primera mitad del XX, a donde se estima que emigraron más de 300.000 asturianos. El ciclo de conferencias llevó por título "Sueños y realidades de ultramar" y, a continuación, se reproduce la conferencia inaugural a cargo del jurista Javier Junceda Moreno, que lleva por título "Asturamérica".

En los vapores hacia América viajaban sueños. A los niños les despedía una "Lloca del Rinconín" que se había pasado llorando la noche anterior, recosiendo en el ojal de su abrigo monedas con los ahorros de una vida para que su criatura pudiera costearse el pasaje de vuelta. No pocas veces, en destino, el chaval ni usaría el gabán ni descosería nada para fin distinto a su supervivencia. Nos han contado demasiado las historias de los que plantaron palmeras en sus vistosas quintas o compraron el coche más grande que “haiga”, pero no las de los que no llegaron ni a la categoría de americanos del pote, al no haber podido retornar.

I. Los que jamás regresaron: los de la maleta al agua

 Algunos de los afortunados al cruzar el charco dedicaban la Navidad a visitar a esos protagonistas de la cara oculta de la luna indiana. Volvían a sus casas con los ojos empapados en lágrimas, tras comprobar un año más la fatalidad de aquellos que no tuvieron suerte. Muchos terminaron alcoholizados, encanallados o malviviendo en cuchitriles. Y la mayoría continuaban fantaseando por carta a sus familiares sobre hazañas imaginarias en el nuevo mundo.

Jamás regresaron. Porque no podían o porque no querían, por el qué dirán. Eran los del equipaje caído al agua, para justificar ante terceros anhelos truncados lejos de los suyos. Lo que se iba al mar era una ilusión perdida por mil circunstancias, imposibles de resumir aquí. La generosa red de solidaridad tendida por los asturianos en América ayudó a sobrellevar esos fracasos materiales, pero nunca a borrar el estigma del naufragio. A los que lograban retroceder sin éxito a la casilla de salida les imponían el sambenito de perdedores unos paisanos que no habían tenido lo que hay que tener para buscar un futuro decente. Conocí a algunos de estos retornados, a los que mediocres con mala baba no dejaron de atribuirles horrendos crímenes, truculentos líos de faldas o estafas inventadas. Ni honra sin barcos se les permitía a estos pobres desgraciados.

La crueldad en los pueblos de acogida en América también se cebó con estos asturianos de la maleta al agua. Sufrieron las vejaciones típicas de los reveses del azar, multiplicadas por cien al ser naturales de países acostumbrados a triunfar fuera de sus fronteras. Los “gallegos” desventurados sumaron a la adversidad personal su condición de extranjeros, lo que contribuiría aún más a su infortunio.

 La Iglesia fue, para legiones de estos desdichados compatriotas, un auténtico bálsamo. Más bien lo fueron los religiosos originarios de la piel de toro, estremecidos por estas calamidades en ultramar. Los que no acabaron de antro en antro, corrían a guarecerse en los templos para encontrar allí el consuelo de los curas españoles. No he encontrado a clérigo en América que no me haya relatado episodios desoladores protagonizados por estas gentes, asturianos incluidos.

Aunque continúen resonando los ecos de las gestas de los nuestros en la España del otro hemisferio, es de justicia rendir un emocionado tributo a los que solo se enriquecieron con la experiencia de salir de su terruño para seguir instalados en la misma miseria. Tantísimos que no tuvieron dónde caerse muertos, literalmente, y que merecen un reconocimiento por haber intentado hacer realidad sus esperanzas, pese a que no lo consiguieran. Por su conmovedora valentía al hacerse a la mar con una mano delante y otra detrás, y volver los que volvieron en igual condición, se han ganado un lugar destacado en el corazón de los asturianos. Sin duda, la gran aventura de las Américas es también obra de ellos, pese a que se haya eclipsado por la memoria rutilante de los que la superaron con buena nota.

El cartel del último Día de América en Asturias

El cartel del último Día de América en Asturias / .

II. El intenso pálpito de la hispanidad

Desde hace casi ochenta años, el segundo domingo de junio desfilan por la quinta avenida neoyorquina miles de nuyorincanso norteamericanos de origen puertorriqueño. En agosto es el turno de los dominicanos, reuniendo a cientos de compatriotas que festejan sus raíces latinas, que no dejan de crecer en tierras yanquis. Cuando uno asiste a estas paradas callejeras siente de inmediato el intenso pálpito de la hispanidad, tardando poco en embriagarse de esa formidable fusión de sones, colores, calores, sabores y olores que con el paso del tiempo han ido configurando a nuestra entrañable y pujante comunidad histórica.

 Cada diecinueve de septiembre, celebramos aquí algo por el estilo. Nuestro gran Día de América en Asturias se diferencia de todas formas en algunos matices, como el concurso de la mayor parte de las naciones hermanas y la ausencia de actividades participativas de esos colectivos, con comidas o alegres fiestones mientras recorren las calles, como hacen en la ciudad de los rascacielos. También es distinto el origen de la cabalgata, que aquí se centraba hace siete décadas en la emigración al nuevo continente y hoy se focaliza entorno a la inmigración hacia Europa. Pero con los años se han ido fundiendo ambas perspectivas, incluyendo en el cortejo actual carrozas o actuaciones locales junto a vistosos grupos musicales antillanos o brasileños que siempre invitan a bailar. 

Contarle a un asturiano lo que es América está de más. Dudo que exista familia que no guarde como oro en paño álbumes de fotos amarillentas de parientes que hicieron las Américas, tantos de ellos frustrados en sus sueños, como he indicado.

Contando con una trayectoria tan fecunda de interrelaciones, sorprende el desdén con que seguimos mirando a esa España del otro hemisferio, a la que se refería la Constitución gaditana de 1812. Por las recientes inversiones mexicanas en el fútbol asturiano conocemos algo del enorme potencial financiero americano, pero continúan inexplorados infinidad de sectores en los que resultaría vital ese aliento económico, al igual que la apuesta empresarial de aquí en aquellos lejanos y cercanos mercados.

Los centros asturianos diseminados por Iberoamérica nos pueden servir bastante en este ambicioso propósito de reforzar los lazos atlánticos. Aparte de enjuagar las lágrimas de la nostalgia del lejano terruño, tienen que ser empleados como auténticas plataformas para nuestros emprendedores, y de captación de recursos para hacer negocios en esta orilla. Las zamburiñas del norte peruano que se ofrecen a diario en nuestras sidrerías deberían cruzarse en el camino y en dirección contraria con nuestros quesos o mecanizados, encontrando en las casas de Asturias repartidas por América un aliado imprescindible por el conocimiento preciso que tienen del contexto socioeconómico de sus respectivos países, y los excelentes contactos que habitualmente mantienen con los asturamericanos con posibles a los que puede ofrecerse volver a cruzar el charco con sus iniciativas productivas.

Lo que no parece de recibo es desaprovechar esos estrechos vínculos, que para sí querrían multitud de pueblos. Lo asturamericano, más allá de ser argumento de las inolvidables obras de Tico Medina o Juan de Lillo, o de justificar el acertado nombre de un colegio en Cudillero, debiera convertirse por fin en un objetivo principal de la política del Principado, porque Asturias no encuentra explicación sin América, como cada final del verano comprobamos desde las aceras de la calle Uría de Oviedo.

El cartel de 2023 del Día de América en Asturias

El cartel de 2023 del Día de América en Asturias / .

III. El Perú asturiano, al Asturias andina

A pocas cuadras de la plaza de armas de Trujillo, centro neurálgico de la tercera ciudad peruana, sentaron sus reales hace décadas un puñado de asturianos. Como sucede en tantas otras localidades americanas, bautizaron de inmediato sus negocios con nuestros topónimos, tratando de mitigar la profunda nostalgia del lejano terruño. Desde entonces, sorprende al viajero que visita esta histórica capital que a nueve mil kilómetros de distancia del Principado existan establecimientos de hostelería rotulados como Asturias y Oviedo, además colindantes en la principal zona peatonal. Y que continúen año tras año sirviendo a sus comensales deliciosos menús entre cuadros de láminas de LA NUEVA ESPAÑA y escudos con la Cruz de la Victoria. O despachando ron de Cartavio, una hacienda adquirida a finales del dieciocho por un noble previsiblemente originario del pueblo coañés del mismo nombre. Quico Díaz es el último de aquellos pioneros ovetenses, llegado al Perú cuando apenas contaba cuatro años. Aunque las familias fundadoras de estos restaurantes o cafés hayan desaparecido, allí sigue viva la llama de lo asturiano como el primer día.

La cafetería restaurante Asturias en Trujillo, Perú.

La cafetería restaurante Asturias en Trujillo, Perú. / .

La huella de nuestros religiosos es igualmente intensa en los cuatro puntos cardinales de la que fuera tierra del Inca. Han entregado su vida en selvas impenetrables, aplicando el evangelio en su día a día, o en las populosas urbes, donde se hace tan necesaria esa tarea pastoral.

Esta intensa relación asturperuana no se acaba en aquí. El ovetense José Fernando de Abascal llegó a ser Virrey, y primer marqués de la Concordia Española del Perú por su contribución a la paz en su mandato. El cabraniego Gonzalo Díaz de Piñera exploró el país de la canela, como nos ha contado con todo lujo de detalles José María Fernández Diaz-Formentí. El jurista de Oviedo Juan Hevia Bolaños redactó en Lima, donde murió pobre y sin descendencia, la obra de derecho procesal y mercantil más reimpresa y estudiada hasta el diecinueve, su Curia Filipica, como estudió su biógrafo Pérez de Castro. Y Álvaro de Navia Bolaño y Moscoso, unas de las figuras judiciales de América, afianzó su prestigio en las Audiencias peruanas, al igual que Álvaro Bernaldo de Quirós y Benavides, de Olloniego, entre otros muchos. Hasta Ramón Pérez de Ayala emigró a Lima tras la guerra civil española.

Como se puede advertir, los lazos que unen al Principado con los Andes hunden sus raíces en la historia, pero se mantienen vivos con el paso del tiempo. Decenas de asturianos fueron atrapados allí el pasado siglo por la fiebre del caucho, o lo son hoy por sus inconmensurables reservas minerales, unas de las principales del planeta. Empresas asturianas de diversos sectores han trabajado o trabajan ahora en aquellas costas, como han empezado a hacer aquí capitales peruanos y llevan años haciendo numerosos marineros enrolados en nuestra flota pesquera.

Desde luego, por pasado, presente y futuro, la Asturias andina bien merece la mayor de nuestras consideraciones. Lo mismo que este elenco de paisanos de los que les quiero contar sus peripecias, que bien merecen ser conocidas.

IV. "Ponticiella", esa preciosa ranchera

 Joaquín García no se limitó a plantar una vistosa palmera delante de su quinta naviega. Hizo bastante más: unir a través de la música a su tierra asturiana con su solar de adopción mexicano. Le ayudó en ese peculiar empeño a finales de los setenta el famoso compositor guanajuatense Rubén Méndez, autor de numerosas melodías interpretadas entre otros por Pedro Infante. Méndez, que había colaborado con presidentes aztecas, aceptó el reto, escogiéndose al mostachudo tenor veracruzano Alberto Ángel, El Cuervo, para poner su monumental chorro de voz a “Ponticiella”, una preciosa ranchera única en su género al fusionar el potente sonido de los guitarrones, violines y trompetas del mariachi con los atiplados de la gaita y las castañuelas.

 “Ojalá que mi estrella vuelva mis pasos a la tierruca clara que yo dejara por aventurar”, escribe Méndez al dictado de su mecenas. La letra recorre al detalle su geografía natal y sus cosas, desde el orujo que anima a festejar a “unos poblados casi encantados, pero sin enredos”, hasta “las casitas y lomas como palomas en campo esmeralda”, donde al eco del tambor es posible reír junto a una guapina. Ni la capilla de Las Virtudes se olvida en este pentagrama, auténtico himno del indiano astur. Como tampoco de los manzanos, avellanos, pinos, fuentes, o los “sembradíos y frutales a dar y prestar de esta tierra bendita”.

Los protagonistas de esta iniciativa que trasciende lo cultural cruzaron el charco para presentarla aquí. Y luego comenzó a difundirse por la comarca occidental. Escuché esta entrañable canción siendo niño, y desde entonces me ha acompañado en mis incursiones hacia esa fascinante Asturias del interior, tan marginada. Incluso subí tarareándola a Aristébano a lomos de "Tempra", una inquieta yegua que no paraba de cocear. Ahora que el disco está disponible en la red para el gran público, haríamos bien al divulgarlo entre la asturianía de la diáspora y la que tiene la fortuna de vivir aquí, porque de “Pénjamo a Ponticiella” merece un lugar privilegiado entre nuestros valiosos tesoros artísticos.

   Este hermoso y singular mariachi vaqueiro, además, puede que comparta origen con los acordes oficiales asturianos, sobre los que se especula su procedencia del otro lado del Atlántico, en concreto de la emigración a la Isla de Cuba. Con ello se confirmarían una vez más nuestros indelebles lazos con América, porque resulta inimaginable entendernos sin esa otra España que de su capa hizo un poncho y de su guitarra un charango, como recordaba Mocedades.

Que dos folclores tan diferentes como el mexicano y el vaqueiro se den la mano es consecuencia del amor incondicional a unas raíces, el que solo es capaz de ingeniar ideas así de sorprendentes. El profundo cariño que tantísimos asturianos sintieron y aún sienten hacia su terruño, pensando en esto cuando están allá y en aquello cuando están acá, continúa guiando a generaciones enteras. Hablamos de una terca realidad que se resigna a desaparecer, como se comprueba cada diecinueve de septiembre por las calles de Oviedo, al renovarse unos vínculos que debieran hoy cristalizar en propuestas audaces para el progreso económico del Principado y de las familias que hace tiempo se echaron a la mar, pero siempre con el eterno anhelo de retornar algún día a triunfar en su casa.

Yo me quiero tomar una que otra botella, y cantar y cantar, cuando esté en Ponticiella” repite una y otra vez El Cuervo en el estribillo de este excepcional tema con su imponente vozarrón y su agradable deje mexicano. Así lo siguen experimentando infinidad de asturamericanos, porque donde manda el corazón nada suele cambiar, por muchos años que pasen.

V. La conquista americana de Paco Moreno

A caballo entre los siglos XIX y XX, la bella joven francesa Marie Joubert Viaud viaja desde la localidad alavesa de Alegría a Buenos Aires en busca de porvenir. Allí enseñará piano. Pronto se le cruza en el camino Alfredo Vendrell, un catalán oriundo de La Seo de Urgel, con quien se casa. Concibe allí a dos hijos antes de enviudar prematuramente.

Por esas mismas fechas, Francisco Moreno Franco se embarca desde La Guardia pontevedresa hacia la Argentina. El destino le obsequia enseguida con María, con la que contrae nupcias y recorre diversos países detrás de un mañana más halagüeño.

 El primogénito del matrimonio, Francisco –Paco Moreno-, ve la luz en la París de América poco tiempo después. Sus hermanos Honorio y Avelino, también. Con los años, los Moreno Joubert se desplazarán a Brasil en búsqueda de un mejor acomodo, y allí nacerá el cuarto hermano, Hernán. En Galicia, de vuelta a España, llega la última hija, llamada Josefina.

Paco Moreno con su hija Maribe, en el río Navia

Paco Moreno con su hija Maribe, en el río Navia / .

 Mientras eso sucede en Europa, el niño Paco Moreno permanece en América valorando un nuevo salto vital: la conquista de Puerto Rico. A las Antillas arriba tras navegar desde Río de Janeiro cuando apenas cuenta con once años. Lo hace en la bodega de un envejecido mercante entre ratones del tamaño de tigres que le impiden pegar ojo. En su destino, tendrá que barrer almacenes hasta la extenuación y dormir siempre en sombríos catres. Meses después, empieza a colaborar en la mecánica del automóvil bajo el abrasador sol caribeño y a estudiar por las noches para poder salir adelante, lo que le permite traer consigo a sus hermanos mayores.

Esa epopeya de la adolescencia boricua se ve pronto recompensada con la inmensa fortuna de poder conocer y tratar a unos cántabros que le aparecen súbita y providencialmente en escena: Emma y Diego Agüeros, de Quintanilla, una pequeña y maravillosa aldea del valle del Nansa, en las Asturias de Santillana. En una esquina de su gasolinera, taller y establecimiento de neumáticos en San Juan, los Agüeros permiten que Paco Moreno sitúe su minúscula oficina y emprenda su incipiente profesión como corredor de seguros. Haciendo de todo, Paco logra con enorme fuerza de voluntad y perseverancia el sueño del sustento necesario para mantenerse y servir además de sólido soporte a sus hermanos y su madre, que había vuelto a enviudar y viajado a Puerto Rico para vivir con los suyos hasta alcanzar el descanso eterno en el precioso cementerio sanjuanero de Isla Verde, a la ribera misma del mar.

Paco se encuentra a la que sería su mujer naviega en un viaje a Asturias, con ocasión de la jira de Porcía, acompañado de amigos puertorriqueños originarios de España y de algunos miembros de la familia Agüeros. Ya contaba con una economía saneada, pero le faltaba poder formar su propia familia, que era su principal empresa. Tras dos años de amor epistolar, océano de por medio, la pareja consigue por fin poner rumbo a la Isla del Encanto, donde el matrimonio tendría tres descendientes.

Moreno sigue desde entonces yendo y viniendo desde Europa a América. Su próspero negocio de Insurance Broker, rotulado con su propio nombre y apellidos, le facilita el acomodo tanto a su familia como a algunos de sus hermanos y compatriotas. Sus dineros tienen igualmente como finalidad diversas iniciativas filantrópicas en España, por entonces tan necesitada. El muro exterior del campo de fútbol de Navia, que aún se mantiene en pie, es una de esas generosas iniciativas suyas.

Haber padecido una niñez y juventud sacrificadas hace que Paco no se detenga en su afán permanente por el bienestar de su prole. A las frecuentes estancias en España siguen viajes a Nueva York en noches de Reyes Magos para que sus críos puedan ver y tocar la nieve por vez primera. Interpreta tangos con su mandolina e inundado en lágrimas nostálgicas junto al piano de Maribel, su segunda hija, que es la niña de sus ojos. Acude a los actos culturales y festivos de la Casa de España, en el viejo San Juan. Ayuda con discreción a paisanos de esa otra cara fracasada de la emigración. Cultiva plátanos para la venta en su hacienda de la montaña de Jagüeyes, donde aprovecha para distraerse en los días de fiesta. Todo lo invierte en los suyos, implicándose especialmente en su educación y felicidad, con plena responsabilidad.

La muerte sorprende a Moreno en la orilla europea, sin dejar nunca de olvidar al nuevo mundo. En España, añora a Puerto Rico, y en Puerto Rico, a España, como le sucede a cualquier emigrante. Su madre descansa hoy en América y él lo hace en Europa, un signo que ha marcado a tantísimas generaciones durante los últimos siglos.

España, Francia, Argentina, Brasil, Estados Unidos…. La aventura vital de Paco Moreno constituye el ejemplo más hermoso de lo que las migraciones han supuesto: la importancia de las personas y la intrascendencia de lo demás. El cúmulo de circunstancias extraordinarias que han coincidido en la trayectoria de Paco revela que la existencia humana no es sino un apasionante viaje migratorio. Su sangre francesa y española, su nacimiento argentino, su experiencia brasileña, su matrimonio asturiano, su nacionalidad norteamericana y su intensa crónica personal, familiar y profesional en Puerto Rico hasta su final en la Madre Patria convierten a Moreno en un testimonio vivo de que las tierras –todas ellas- son un mero sostén para que podamos desarrollarnos en plenitud, recorriendo ese camino a través del duro trabajo y la honestidad.

No existe lugar del planeta que no haya recibido a gentes de otras procedencias. Estados Unidos es un paradigma de este rico mosaico de razas y culturas, invariablemente unido por el cariño a un país que ha sabido acoger a quien ha llegado a invertir sus energías en biografías limpias, alegres y honradas. España también lo ha sido y lo sigue siendo, porque el español ha sido y sigue siendo un migrante.

VI. Tomás Sordo Corces y su gesta en Colombia en el 1800

La audacia empresarial se nos da de cine fuera de nuestras fronteras. La relación de asturianos que han cosechado éxitos mercantiles lejos del Principado -y sin darse pisto-, daría para una enciclopedia de varios tomos. Esa emigración económica ha redundado en valiosos recursos que aún están bien visibles en los setenta y ocho concejos, con palmeras identificando el origen de los cuartos que los hicieron posibles y numerosas iniciativas benéficas. La inmensa mayoría de esas riquezas se forjaron en América, adonde llegaron miles de paisanos persiguiendo ese Dorado capaz de conjurar tantas penurias personales y familiares.

Entre esa imponente nómina de insignes emprendedores, merece figurar por derecho propio Tomás Sordo Corcés, hasta ahora un perfecto desconocido. Natural de Panes, a los quince años pisa la actual Colombia, en la que protagonizaría una gesta verdaderamente excepcional. Junto a un burgalés, Juan Barrio Huidobro, funda allí en 1796 una de las corporaciones más colosales que conoció el mundo colonial español: la compañía Barrio y Sordo, que extendería durante un cuarto de siglo su imperio comercial y financiero en el Nuevo Reino de Granada, incluyendo también a Venezuela.

Gracias al concienzudo trabajo de Daniel Gutiérrez Ardila y James Vladimir Torres, conocemos en profundidad las peripecias de este singular peñamellero. Las fuentes que les sirvieron de base son seiscientas veintiséis cartas que se intercambiaron Barrio y Sordo, así como otras muchas con proveedores o colaboradores, que permiten perfilar la enorme dimensión de su sociedad, equiparable a la más pujante de las multinacionales actuales. Ese epistolario está escrito en los cuatro puntos cardinales del virreinato y el resto de América, Inglaterra y España entre 1800 y 1810, justo cuando comenzaba el proceso de independencia colombiano.

Tomás Sordo era un tipo incorregiblemente hiperactivo, como reconoce en esa correspondencia a su socio. Viajó a Cádiz siendo un niño a vivir con un pariente, y desde ahí sería enviado a Cartagena de Indias y luego a Santa Fe, recomendado a uno de los principales comerciantes locales. Sus inicios estuvieron centrados en modestos negocios, hasta que contrae matrimonio con la hija criolla de un cántabro con posibles, un braguetazo que había consumado también su colega castellano con otra acaudalada dama.

Barrio y Sordo destinaron sus primeros años a abastecer de bienes a la próspera localidad de Antioquia, antes de expandirse por el norte de Suramérica. Sordo era el encargado de los asuntos monetarios, del intercambio de oro y las compras al por mayor. Mientras que Barrio era conservador al invertir, Sordo era amante del riesgo, viajando sin cesar por motivos comerciales a Puerto Rico, Cuba, Jamaica, México o España en su propio bergantín. Quiso adquirir tierras aquí para retornar, el sueño de todo indiano, pero la muerte le sorprendería en Maracaibo entre finales del 1819 y comienzos de 1820. 

Este emporio participado por uno de los nuestros monopolizó en buena medida el mercado mayorista -metales preciosos, ropas y telas, cacao, harinas-, y de banca, durante sus veinticuatro años de hegemónico funcionamiento en Nueva Granada. Llegaron a ser bastante más que un descomunal grupo empresarial, influyendo poderosamente en la dinámica del virreinato, y generando una tupida red de intereses en su tejido institucional, social y económico -no siempre por medios ortodoxos-, hasta su desaparición por la irrupción de los nuevos aires que traería la independencia colombiana y venezolana.

Como les sucedió a tantísimos otros asturianos en cualquier época, Tomás Sordo triunfó a lo grande…, pero a ocho mil kilómetros de su hogar. Su vida y milagros confirman, una vez más, que aquí siempre hemos sabido emprender a las mil maravillas, especialmente cuando estamos bien alejados de Asturias.

Conoce a otros asturianos como tú

VII. Los asturianos en Estados Unidos

Está pendiente de escribirse la historia de los asturianos en Estados Unidos. Tico Medina nos habló de algunos célebres contemporáneos, desde el actor Andy García al gobernador Bob Martínez, pasando por la tenista Mary-Joe Fernández. Hay otros destacados oriundos de aquí, como Gloria Estefan, Manolo Díaz o Eva Longoria, en el ámbito del espectáculo; el controvertido Bob Menéndez en la política; o Severo Ochoa, Grande Covián y los salenses Álvarez, en el de la ciencia. Desde luego, la nómina es bastante amplia. Aparte de los que allí sentaron sus reales, están los que marcharon a estudiar, cuando esa gran nación no era ni por asomo lo que hoy es. Los vapores que unían la península con Norteamérica llevaron a un puñado de pioneros astures a viajar en búsqueda del saber o de experiencias. Como las que contaba mi querido padre de su llegada a la Isla Ellis en la bahía neoyorquina. En la ciudad que nunca duerme él hizo sus primeros pinitos en la oftalmología. Nunca lo olvidaría.

Hubo también juristas entre los que “hicieron las Américas” en el norte del nuevo continente. Compaginaron sus tareas jurídicas con otros quehaceres intelectuales, principalmente el periodismo o la literatura. No fueron demasiados, pero sí de cierta relevancia. A diferencia de la mayoría, que eligieron Europa como destino, los que daremos cuenta quisieron embarcarse hacia Norteamérica fundamentalmente para formarse.

Es el caso de Constantino Fernández-Vallín. Tras cursar leyes y filosofía en Cuba y Madrid, decidió completar estudios jurídicos en los Estados Unidos. Considerado el árbitro de la política asturiana del último tercio del diecinueve, el periplo del Marqués de Muros por las tierras de Lincoln le influiría como diplomático y hombre de Estado. Otro paisano suyo, Gonzalo Castañón, jurista, periodista, funcionario y político, encontraría la muerte en Florida, tras batirse en trágico duelo con un independentista cubano.  El lenense José González, a su vez, enseñó derecho canónico y sirvió como sacerdote en los Estados Unidos, antes de hacerlo en Filipinas y Roma. Ramón Pérez de Ayala, que estudió derecho en tiempos del grupo de Oviedo, sale en 1913 hacia los Estados Unidos para contraer matrimonio con una norteamericana especialista en bel canto que había conocido en Italia. Volvería al país de su mujer años después.

El recordado Alfredo Mendizábal se exilió en la ciudad de los rascacielos, donde ejercería como profesor y traduciendo para la ONU. Sabino Fernández Campo, que se había licenciado en derecho en la calle san Francisco, iría luego a Washington a diplomarse en la Eisenhower, la Escuela encargada de seleccionar a los altos cargos en seguridad nacional.

En fin, el diplomático avilesino Ramón Fernández de Soignie, que igualmente hizo derecho en Oviedo, amplió estudios en los Estados Unidos, lo mismo que el parragués Luis Ricardo Alonso Fernández, que viviría enseñando español y ejerciendo el periodismo en medios norteamericanos. Fernando Álvarez-Cascos se doctoró en leyes con una extraordinaria memoria sobre el gobierno local en la Unión Americana.

Este rápido recorrido debe necesariamente cerrarse con Ángel González, que aparte de memorable escritor merece incluirse entre los juristas "asturunidenses". En 1972 renunció al sueldo funcionarial español para enseñar literatura en la Universidad de Nuevo México. Desde entonces residió allí, aunque regresaba de vez en cuando. Hasta su jubilación ejerció la docencia, además, en Utah, Maryland y California.

Nuestra creciente presencia en el medio jurídico norteamericano tiene en estos nombres a algunos de sus precursores, lo que desmiente en parte esa intransitividad que Ortega nos achacaba a los asturianos. En ellos hemos de saber encontrar esas pilastras del puente atlántico que la benemérita Asociación de Licenciados y Doctores Españoles en los Estados Unidos lleva cuatro décadas robusteciendo, y que sin duda merecen el mayor de nuestros reconocimientos.

VIII. Ricardo Balbín, un mito en Argentina

Cipriano Balbín tenía apenas trece años cuando partió desde la pequeña parroquia de Lué, en Colunga, hacia Buenos Aires. Quién le iba a decir que, con el tiempo, entraría en la historia como padre de uno de los mayores mitos políticos argentinos, Ricardo Balbín, eterno candidato a la presidencia, azote infatigable del peronismo y último caudillo del radicalismo. Cipriano contaba en la otra orilla con familiares y amigos que le ayudarían a forjar su biografía. Un hermano regentaba allí un almacén, en el que Cipriano trabajaría hasta encontrar su destino como encargado del vagón restaurante del ferrocarril del Sud, una compañía de trenes de capital británico que recorría el país.

Perón, derecha, con Cipriano Balbín

Perón, derecha, con Ricardo Balbín / .

 De un lado para otro viajaba Cipriano con su mujer andaluza cuando nació su hijo Ricardo. Regentaría luego una confitería bonaerense, en la que de vez en cuando proyectaba películas. De esa época data una anécdota reveladora del recio carácter paterno que tanto impactaría al futuro líder de la Unión Cívica Radical. Un buen día decidió Cipriano comprar lotería con dinero del negocio y con la idea de beneficiarlo, a lo que su socio se opuso recriminándole que la pagara de su bolsillo. Cuando tocó el décimo, le entregó la mitad a su colega y puso encima otra cantidad para romper con él, porque “el mayor premio ha sido para mí, de poder liberarme de ti”, le espetó.

 Ese temperamento que Ricardo Balbín consideraba tan típicamente asturiano influiría de forma poderosa en su personalidad. Le persiguieron y estuvo entre rejas en diversas oportunidades por su implacable oposición y a lo largo de su vida sería un ardoroso defensor de esa causa democrática que se fragua en la discrepancia, ya que “las unanimidades son caminos del totalitarismo”, dirá. Balbín sostenía que las crisis de los partidos tenían siempre carácter creador, al contraponer planteamientos para luego poder seducir a los votantes y hacer avanzar a la sociedad.

“Este viejo adversario despide a un amigo”, proclamó con solemnidad Balbín en su conmovedor discurso frente al féretro de Juan Domingo Perón en el Congreso de la Nación. Tres veces le había derrotado el general en las urnas, de las cuatro en las que el de sangre colunguesa aspiró a la presidencia. Su llamada a la concordia fue una constante en ese momento y en otros muchos, porque su ideología nunca rehusó encontrar fundamento en los superiores intereses de la República.

Mentor de los presidentes Raúl Alfonsín y Fernando de la Rúa, el enorme duelo popular por la muerte de Ricardo Balbín ha quedado grabado en la memoria colectiva de los argentinos. Infinidad de calles del país fueron desde entonces rebautizadas con el nombre del “chino” Balbín, incluida una importante avenida en la capital y la autopista que une a esta con la ciudad de La Plata, donde falleció.

Fumador empedernido de cajetilla y media diaria de rubio sin filtro, austero y nada petimetre -le apodaron precisamente los suyos con el título de este artículo-, Balbín no solo fue un fino jurista o un parlamentario gigante, sino ante todo un verdadero hombre de Estado, como demostraría en su dilatada trayectoria. Volvió por la tierra de sus viejos en algunas ocasiones, aprovechando en una de ellas para participar en un programa de La Clave de otro grande con su mismo apellido, José Luis, sobre Hispanoamérica.

Cuatro décadas después de su adiós, el centrismo argentino continúa manteniendo a Ricardo Balbín en el altar de sus devociones. Y aquí debiéramos considerarlo también, con sano orgullo, un legítimo heredero de aquellos legendarios paisanos que cruzaron el charco para contribuir con generosidad a hacer más grandes a los pueblos en los que tuvieron la fortuna de arribar.

IX. Fernández Juncos: el asturiano que aseguró el futuro del español en Puerto Rico

Si hoy se sigue hablando castellano en Puerto Rico y a los Franciscos se les llama allí Pancho y no Frank, es gracias al egregio riosellano Manuel Fernández Juncos. Periodista, educador y escritor, su defensa de la causa española le llevó a ocupar una cartera en el gobierno de la Isla, antes de caer en manos yanquis. Su cimera trayectoria prosiguió bajo la nueva soberanía, hasta el punto de ser despedido con honores de Estado cuando falleció, en 1928. Años antes, Fernández Juncos viajó por Asturias al reencuentro de su anciano padre y de sus recuerdos familiares en Tresmonte, vivencias que plasmaría luego en su libro “De Puerto Rico a Madrid”, facsímil reeditado por iniciativa de la Asociación de Amigos de Ribadesella, presidida por el magistrado Alejandro Criado, descendiente de Juncos. En esta obra, con extraordinario prólogo del recordado José Ignacio Gracia Noriega, sorprende la actualidad de muchas de sus reflexiones sobre el Principado, pese al largo tiempo transcurrido.

Una imagen de Fernández Juncos sobre la bandera de España.

Una imagen de Fernández Juncos sobre la bandera de España. / ,

Juncos se tropieza en 1885 con unos paisanos a los que define como “de carácter alegre, franco, expansivo, muy hospitalario, bastante impresionables y algo aventureros y soñadores”. Añade que “gustan de la broma y el chiste, son comunicativos, decidores y galantes, se entusiasman con facilidad y son por lo general valientes y animosos, mostrándose siempre muy afectos a las glorias y tradiciones de su país”.

Sobre el bable, pese a ponderar las creaciones de Teodoro Cuesta y sostener que se trata de un dialecto más fiel al latín que al español, advierte que solo lo ha escuchado en un par de localidades y un poco en las principales ciudades, pero en este caso “en son de broma entre personas ilustradas, o como alarde o demostración de un provincianismo que tiende a conservar ciertos elementos estáticos o manifestaciones de la individualidad de un pueblo”.

En lo referido a la agricultura, observa con asombro la insistencia en el monocultivo del maíz -siembra que juzga insegura y pocas veces provechosa-, en lugar de experimentar con otras producciones que con las condiciones del suelo asturiano podrían dar excelentes frutos. Detecta, así, una “falta casi absoluta de ciencia agronómica entre los campesinos”, que mantienen un tanto abandonadas sus tierras. Eso lo achaca Fernández Juncos al exceso de rutina en los procedimientos de labranza, incapaces de salir del bucle consistente en hacer cada estación siempre lo mismo y basado en las mismas cosechas.

Pero no se quedan aquí los asuntos que le preocupan tras su visita a Asturias. Aparte del “rutinarismo agrícola”, pone el énfasis en el déficit en comunicaciones para poder desarrollar una razonable actividad comercial, así como lo exagerado de las cargas fiscales, además de una “emigración que aún lleva a los mejores brazos a perderse o a extenuarse en las abrasadas regiones de América”. Aunque parezca que estas letras fueron escritas ayer, datan de hace ciento cuarenta años.

Por si fuera poco, Manuel Fernández Juncos repara en el mediocre desarrollo de la educación en las urbes, que también “está muy desatendida en las aldeas y caseríos rurales”. Asunto este en el que para él tiene el clero parte de culpa, al dedicarse “más a fanatizar que a educar a esas sencillas gentes con buen ejemplo”, si bien quien eso escribe reconoce en este libro que ha perdido su fe.

Lo que más extrañeza le causa a Manuel Fernández Juncos, sin embargo, sigue coleando un siglo después. No le cabe en la cabeza, y a mí tampoco, que “un país tan bello, tan sano, tan rico en minerales y tierras productivas, habitado por una raza de héroes que después de haber sido invencibles en la guerra siguen siendo invencibles en el trabajo”, pueda continuar sin poder dejar atrás, de una maldita vez, su dichoso atraso. Por lo que se ve, parece que sí hay males que cien años duran. Y los que hagan falta.          

X. El asturiano que se convirtio en el "Apaktone"en el Amazonas

La codicia de los caucheros desató en los territorios amazónicos auténticas escabechinas entre los siglos diecinueve y veinte. La fiebre del látex del árbol de la fortuna, al calor del auge de la industria internacional del neumático, desencadenó verdaderas masacres en la población indígena, sometida a permanentes sevicias y tratos degradantes como mano de obra. En "El Sueño del Celta", Vargas Llosa recrea este oprobio que aún debiera avergonzar a la humanidad y que alcanzó a las prácticas más abyectas que uno se pueda imaginar, desde torturas a mutilaciones, pasando por violaciones o pedofilias. Los colonos que perpetraron esta ignominia procedían de las metrópolis de las naciones que la padecieron, pero también de las potencias mundiales del momento. Solo recordar esa lóbrega época provoca escalofríos y una amarga sensación de injusticia, porque aún hay quien se enorgullece de esa “gesta” que tanto contribuyó a un mercado automovilístico calzado entonces sobre ruedas de sangre.

El misionero dominico en el Amazonas José Álvarez Fernández.

El misionero dominico en el Amazonas José Álvarez Fernández. / .

Poco después del declive de esta infame depredación cauchera, llega al Perú el dominico español José Álvarez Fernández. Tiene veintiséis años y se acaba de ordenar sacerdote. No fue su objetivo quedarse en Lima o en cualquier otra ciudad peruana con comodidades, sino precisamente adentrarse en las zonas donde más estragos habían protagonizado los extractores sin escrúpulos del caucho. Junto a otros religiosos, comienza el viernes santo de 1917 su misión en la selva de Madre de Dios, viajando los años siguientes de río en río al encuentro de los pueblos masacrados por la voracidad humana, desafiando cualquier temor a represalias, que se ceban sin embargo con algunos de sus compañeros de expedición. Traba contacto con innumerables tribus, algunas muy violentas, con cuyos caciques mantiene amistad, aunque sufra en ocasiones ataques imprevistos. Su gran tarea evangelizadora llevará la paz a docenas de etnias que lo tendrán desde que lo conocen como el único interlocutor fiable de raza blanca, mezclándose con ellas, como pudo apreciar la fundación del magnate sueco de los aspiradores, la Wenner-Green, con motivo de la expedición antropológica que giró al río Colorado acompañado por este inolvidable fraile de origen asturiano.

Frisando los sesenta, una de las tribus amazónicas con las que vivía, los amarakaeris, rebautizaron al padre Álvarez como Apaktone, traducido en su lengua vernácula como “papá grande” o “papá viejo”. Bajo ese nombre reposa en la recoleta cripta del santuario de Santa Rosa, en el cercado de Lima. Sus últimos años los dedicó Fray José a estudiar el vocabulario nativo originario, a rezar, a escribir sus legendarias andanzas selváticas o a organizar las misiones que había fundado con una mano delante y otra detrás, jugándose cada día el pellejo entre enfermedades, accidentes o amenazas.

El medio siglo de generosa entrega de Apaktone a la causa de los más olvidados sin duda merece que su proceso de canonización avance en el Vaticano y que incluso se lleve al cine, porque extraordinarios ejemplos así siempre son indispensables y mucho más en estos sombríos tiempos que corren.

 XI. Madre Covadonga en Ayacucho

“No dejo tras de mí ninguna propiedad de la que sea necesario tomar disposiciones. Por lo que se refiere a las cosas de uso cotidiano que me servían, pido que se distribuyan como se considere oportuno”. Estas frases pertenecen al testamento de Juan Pablo II, un documento cuya lectura continúa conmoviendo por su completo desapego hacia las ataduras mundanas y el ejemplar compromiso vital con la causa cristiana. La impresionante sacudida que produjo su agonía y muerte en los corazones de los cinco continentes constata la enorme dimensión de este formidable pontífice, maestro en hechos más que en palabras, y desde luego incapaz de generar la más mínima perplejidad en su mensaje petrino. Wojtyla hablaba lo justo y sobre lo que debía hacerlo, que era lo espiritual, algo que tendría que ser norma en los obispos de Roma, a quienes se les presta atención precisamente por su autoridad religiosa, no por lo que manifiesten en el terreno político, económico o medioambiental.

Esa íntima coherencia entre lo que se hace y lo que se predica la he constatado siempre en aquellos misioneros con los que me he topado o de los que he tenido noticia, especialmente en mis viajes a América. De esas conversaciones a miles de kilómetros de sus hogares he podido comprobar su absoluto desprendimiento terrenal, tal vez para lograr así llevar mejor su anuncio a los que más lo necesitan, que no son necesariamente los más pobres, porque en los países desarrollados es donde se precisa hoy con mayor urgencia escuchar el lenguaje inmaterial de la vida.

Entre esas miles de personalidades impares, generosas hasta límites insospechados, figuraba sor María Estrella Valcárcel Muñiz, dominica rebautizada en Ayacucho como Madre Covadonga, en homenaje entrañable a la Santina de su tierra natal. Covita, como también la llamaban cariñosamente, falleció semanas atrás frisando el siglo y dejando atrás setenta y dos años de entrega incondicional a los más olvidados, desde los presos hacinados en las cárceles andinas hasta las familias serranas sumergidas en la profunda indigencia e ignorancia. En los tiempos de plomo que padeció su lugar de acogida como consecuencia del sanguinario terrorismo maoísta, la Madre Covita trabajó con ahínco por la paz, al lado de las víctimas inocentes de esa masacre sin sentido y sin inmiscuirse en cuestiones que no fueran de estricta naturaleza humanitaria.

La nómina de santos, beatos, venerables y siervos de Dios que acumula la Orden de Predicadores - ¡nada menos que medio millar en sus ocho centurias de historia!- confirma que los hijos de Domingo de Guzmán están cortados por el mismo patrón que la Madre Covita, que no tardará demasiado en sumarse a ese catálogo de seres únicos subidos a los altares. La labor abnegada y persistente que los dominicos han desplegado en Hispanoamérica es desde luego para quitarse el sombrero, al igual que sucede con otras beneméritas comunidades católicas. Su tarea discreta y eficaz en condiciones tantas veces extremas es reconocida por generaciones de creyentes y no creyentes en las naciones que han tenido la fortuna de recibirles.

XII. Fermín Rodríguez Campoamor, en la selva amazónica peruana

Cada vez que lo visitaba en Lima le dejaba algo de dinero para la gasolina de la “Julita”, la lancha que usaba de pequeño en Navia. A miles de kilómetros de su Asturias del alma, el jesuita Fermín Rodríguez Campoamor recordaba a infinidad de personas y anécdotas de su terruño. Y no dejaba de rememorar sus prolongados años en la selva amazónica peruana, donde desarrolló una deslumbrante tarea apostólica y social. Si se hubiera ido a la Argentina, sería sin duda un cura villero, que es como allí denominan a los curas rojos, incapaces de obviar la mísera realidad en la que malviven sus parroquianos. Fermín se implicó hasta las cejas en la defensa de los aguarunas y wampis, pueblos radicados en la zona donde ejerció su pastoral. Y lo hizo hasta el punto de ser amenazado por ello. Su amparo a estas comunidades recuerda a fotogramas de La Misión, protagonizada también por seguidores de san Ignacio. 

Fermín Rodríguez con Javier Junceda.

Fermín Rodríguez con Javier Junceda. / .

Sus últimos años en Lima fueron de una permanente evocación a su cuarto de siglo como párroco en el Alto Marañón. Echaba mucho de menos el sol selvático. Y su clima. Y sus gentes. Se sabía en el tramo final de su vida, y esa memoria de sus mejores días y los numerosos contactos que mantenía con multitud de naviegos por teléfono o internet, le ayudaba a seguir adelante, pese a sus achaques.

Aunque no participara de sus ideas y le repitiera siempre que la iglesia no es de ningún partido político sino de todos y de ninguno a la vez, Fermín respetaba la opinión ajena y consideraba que las diferencias en la forma de ver las cosas no debían ser ningún obstáculo para poder conservar una amistad. Hay todo un mundo más allá de las ideologías o las creencias, decía.

Polemista y ágil conversador, bienhumorado, escritor incisivo, te miraba a los ojos cuando te hablaba. Soñaba con volver por las fiestas de La Barca a Navia, pero barruntaba que era ya imposible. Cuando retornaba era muy feliz entre los suyos. Y deja una huella imborrable en su concejo natal, donde fue profesor y cura.

Fermín pasa a engrosar la larga nómina de santos asturianos en el Perú, ya estén en curso oficial de serlo o no. El cielo se está llenando de venerables asturianos que seguro que ayudarán allá arriba a interceder por su bendita tierra natal.

XIII. Los hispanobobos

Los hispanobobos son ciudadanos del mundo hispánico a los que les repatea el esplendor que ha tenido su comunidad histórica. Y por eso no descansan hasta borrarla del mapa. Este feliz neologismo, acuñado por Alberto Gil Ibáñez, retrata con fidelidad a aquellos sujetos que –por ignorancia, esnobismo o retorcimiento–, han terminado tragándose la hispanofobia creada en época quinientista por nuestros seculares adversarios, creyéndose todavía que lo de aquí es siempre peor, por vía de principio. En ultramar, esta figura la encarna el típico «cojudo» o corto de entendederas al que una cultura común, un formidable idioma de seiscientos millones de hablantes, un glorioso pasado compartido, un mismo credo, un intenso mestizaje o un mercado superior al diez por ciento del PIB universal no le parecen motivos suficientes para respaldar una verdadera unión institucionalizada, social y económicamente pujante en el contexto internacional.

Los miles de pasajeros que a diario llenan los aviones que hacen las rutas de ida y vuelta entre Barajas y las distintas capitales de la hispanidad, tienen bastante poco de hispanobobos. Como tampoco lo son los productores de queso asturiano que se cargan en sus bodegas para venderlos a la mañana siguiente en los abarrotes de Quito. O los recolectores de mangos piuranos que se distribuyen a las tiendas santanderinas en cuestión de horas. Ni lo son, por descontado, los universitarios colombianos o mexicanos que cada curso se sientan en las aulas de Salamanca o Sevilla, o los docentes de una u otra orilla que no se cansan de organizar seminarios científicos conjuntos.

Esta hispanobobia se concentra hoy, sobre todo, en las demagógicas élites gobernantes y en la predecible intelectualidad española y americana, henchidas de ademanes prefabricados y pretenciosos, ajenos por completo a los infinitos lazos de sangre, mercantiles, laborales o académicos que tejemos con discreción los hispanoamericanos sin pedir permiso a nadie, inundando de madrileños Buenos Aires o de ecuatorianos Barcelona.

Esas criollas castas dirigentes, a diferencia de sus anónimos compatriotas, siguen emperradas en desatar con artificios lo que lleva más de cinco siglos bien atado. Y, como no tienen a mano mejor argumentario, continúan sirviéndose de lugares comunes no solo rancios, sino lisa y llanamente falsos, como pintar a los «pueblos originarios» de santos varones, cuando es sabido que algunos celebraban banquetes con carne humana antes cocinada o la mayoría esclavizaban con crueldad extrema a sus desgraciados súbditos, entre otras prácticas nada edificantes. Sin la decisiva ayuda dispensada por esas pobres gentes a quienes les liberaron de tan inhumanas sevicias, jamás hubiera cristalizado la primera globalización, protagonizada por la hispanidad. De ese holocausto caníbal, por cierto, nadie ha pedido aún perdón. Ni tan siquiera lo han intentado quienes se reivindican ahora como sus legítimos herederos.

A estos hispanobobos, tan fascinados por la modernidad de las naciones que consideran extrañamente superiores, les pone de los nervios que la koiné hispánica ronde los sesenta millones de hispanoparlantes en su particular meca, los Estados Unidos. O que en Miami la utilice el setenta por ciento de su población y en Los Ángeles cerca de la mitad. Y que Nueva York sea ya «Nueva Llorca», debido a la generalización en sus avenidas de la lengua de Calderón o Andrés Bello, custodiada con celo por la Academia Norteamericana de la Lengua Española, benemérita institución que ha cumplido su primer medio siglo de fecundos servicios a la causa hispánica.

Los datos económicos de lo que tanto desdeñan suelen también provocar sarpullidos a estos zoquetes empeñados en tirar piedras contra su propio tejado. El poder de compra de los hispanounidenses roza los dos billones de dólares, elevados a la friolera de cincuenta si lo calculamos a escala planetaria. Pero mientras esto sucede, ese colosal patrimonio colectivo debe vérselas con sorprendentes adversarios en su patio trasero que anteponen cualquier cosa a lo que es suyo, arrinconándolo acomplejadamente como si tuviera escaso valor.

Al margen de las fórmulas que existan para aprovechar este inconmensurable tesoro, se me ocurre que las Cumbres Iberoamericanas dejen de ser un mero encuentro de líderes en guayabera, avanzando hacia una auténtica alianza hispánica al estilo de la Unión Europea que canalice esa imparable realidad capaz de reeditar la grandeza de otros tiempos, acabando de una vez con tanto pelma hispanobobo que nos rodea.

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