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El último viaje de los afortunados de América: los indianos del cementerio de Colombres

El gusto refinado y exquisito de los emigrantes triunfadores también se reflejó en sus moradas funerarias y decidieron elevarlas a la categoría de arte, convirtiéndolas en lugares donde la muerte se representa con belleza

Tumbas y panteones de indianos se convirtieron en una respuesta estética a nuestro miedo más antiguo y, al mismo tiempo, en un gesto de filantropía con el que, gracias a su fortuna, alejaban de sus convecinos otro temor recurrente, el de las epidemias

Panteones de Víctor Sánchez y los Ybañez Posada.

Panteones de Víctor Sánchez y los Ybañez Posada. / Alejandro Braña.

Virginia Casielles

Virginia Casielles

Virginia Casielles, historiadora del arte y especialista en el fenómeno migratorio de los indianos, firma esta serie de artículos sobre la huella en piedra que dejaron en Asturias los emigrantes que triunfaron en América. Esta especialista contará periódicamente para "Asturias Exterior" de LA NUEVA ESPAÑA, la historia constructiva y familiar que tienen algunas de las más señeras casas de indianos que hay en la región. Virginia Casielles es autora del libro “Una saga de maestros de obra”, sobre la familia Posada Noriega, que edificó numerosas casa de este tipo en el Oriente, y también de “El pequeño indiano”, la exitosa versión infantil del libro anterior.

Si el arte nace del rito, el enterramiento —presente desde el Paleolítico Medio— es un acto cargado de simbolismo que condensa las creencias sobre la muerte, el alma y el más allá. Desde los primeros ajuares —útiles de sílex o cornamentas de cérvido— hasta las joyas, las pinturas, las esculturas o las arquitecturas funerarias de carácter escenográfico, los elementos artísticos no son meros objetos: garantizan el tránsito, rinden homenaje y preservan la memoria. El arte surgió, así, como la forma más eficaz de hacer visible lo invisible, de transformar lo trágico en contemplativo y lo doloroso en simbólico.

El ser humano teme al olvido; por eso, tumbas, panteones, mausoleos, estelas o retratos son intentos de fijar la imagen de quien se va y de trascender la muerte, convirtiendo la pérdida en algo bello y duradero. Al mismo tiempo, representan una manera excepcional de prolongar el prestigio de la vida más allá de ella y de transformar los cementerios en espacios de arte, historia y jerarquía social.

El gusto de los indianos, refinado y exquisito —como se aprecia en sus palacetes y en el mobiliario que los decora, repleto de modernismo y art nouveau—, también se reflejó en sus moradas funerarias. Decidieron elevarlas a la categoría de arte, convirtiéndolas en lugares donde la muerte se representa con belleza: una respuesta estética a nuestro miedo más antiguo y, al mismo tiempo, un gesto de filantropía con el que, gracias a su fortuna, alejaban de sus convecinos otro temor recurrente, el de las epidemias.

Ángeles que conducen las almas. Panteón del Conde de Ribadedeva.

Ángeles que conducen las almas. Panteón del Conde de Ribadedeva. / Alejandro Braña

Durante siglos fue habitual enterrar a los difuntos en el interior de las iglesias o en pequeños camposantos situados en sus inmediaciones. Esta tradición se popularizó durante el Imperio romano, cuando Constantino, tras soñar con una cruz que le auguraba la victoria en batalla, instauró el cristianismo como religión oficial del Imperio. A partir de entonces proliferaron los martyria, edificios destinados a guardar la memoria de los mártires perseguidos y asesinados por su fe. Enterrarse cerca de ellos, en el interior de las criptas, era considerado un modo de alcanzar el cielo sin pasar por el juicio final.

Durante la Edad Media, los enterramientos continuaron realizándose dentro de los templos, no sólo por motivos espirituales —para evitar el juicio final—, sino también como símbolo de nobleza y poder. Sin embargo, los miasmas desprendidos por los cuerpos en descomposición se convirtieron en un foco de contagio y propagación de epidemias. Con las disposiciones ilustradas del siglo XVIII y, especialmente, a lo largo del XIX, los enterramientos intramuros fueron finalmente prohibidos, inaugurando la era de los cementerios situados en las afueras de las ciudades.

Panteón Víctor Sánchez.

Panteón Víctor Sánchez. / Alejandro Braña.

En España, una gravísima epidemia conocida como “la peste de Pasajes”, en 1781, que diezmó a la población, fue el detonante que llevó al monarca ilustrado Carlos III a intervenir en materia de salud pública. En consecuencia, expidió la Real Cédula de 3 de abril de 1787, prohibiendo el enterramiento en el interior y en los atrios de los templos parroquiales. A partir de entonces proliferaron los nuevos cementerios, la mayoría inspirados en el modelo de planta claustral del cementerio italiano de Pisa, levantado por Giovanni de Simone en 1277. El primero proyectado en España fue el del Real Sitio de San Ildefonso, en 1783.

Para su construcción, la Real Academia de San Fernando estableció que los cementerios debían ser levantados por maestros de obras o ingenieros; y, si la población superaba los dos mil habitantes, debía intervenir un arquitecto titulado. Además, las memorias de cada proyecto debían acompañarse de un informe sobre los vientos dominantes y de otro, firmado por dos médicos, que avalara las condiciones higiénicas del terreno.

Asturias hubo de esperar casi un siglo para ver proliferar los camposantos. Como en la mayoría de los casos las administraciones locales no podían sufragar su coste, fue necesario recurrir al capital privado.

En el caso de Colombres, los cadáveres pasaron de la parroquia de Santa María, al cementerio del barrio Lamadrid, que pronto se quedó pequeño. Las quejas de vecinos influyentes en el ayuntamiento reclamaban una solución. Tal fue el caso de Florencio Noriega, quien dejó constancia en acta del estado deplorable del recinto, donde llegaba a haber tres cadáveres por tumba y algunos cuerpos sin descomponer al abrirlas para introducir nuevos restos.

Ante esta situación, el ayuntamiento decidió recurrir a la mano amiga de los afortunados de América. Fue entonces cuando el conde de Ribadedeva, Manuel Ybáñez Posada, adquirió unos terrenos en El Peral. La distancia respecto al núcleo urbano respondía a la necesidad de contar con una amplia parcela, bien ventilada y orientada, tal como exigía la nueva legislación, que fijaba en 500 metros la distancia mínima entre cementerios y poblaciones.

Imago Clipeata de Carlos Pérez.

Imago Clipeata de Carlos Pérez. / Virginia Casielles

Una vez adquiridos los terrenos y adjudicados los trabajos a Manuel Posada Noriega, con un presupuesto de 4.395 pesetas, comenzaron las obras en 1885. El cementerio siguió el esquema de planta claustral, delimitado por un muro perimetral de piedra y un acceso con verja de hierro forjado. Se organiza en torno a una arteria principal, convertida en zona de privilegio, donde los solares de enterramiento eran más caros y quedaban reservados a unos pocos indianos notables. De este modo, el cementerio de El Peral se convirtió en un reflejo simbólico de la villa de Colombres. El conjunto se completa con una pequeña capilla de líneas clásicas, tumbas de suelo y nichos tradicionales que se superponen en altura y cuyo origen hay que buscarlo en las catacumbas paleocristianas y romanas.

En el año 1889, el conde cedió el cementerio al Ayuntamiento, y pasó a ser municipal. Será a partir de ese momento cuando los indianos empiecen a erigir suntuosos panteones que recortan su silueta desde la distancia. En la época en que se levantan triunfan los estilos históricos, como era el caso de la basílica de Covadonga, donde se eligió el neorrománico como estilo constructivo. En el Cementerio de Colombres se prefirieron los estilos neoclásico y neogótico, y algún ejemplo con detalles neo-orientales como el de la familia Gestera.

Capilla de Nuestra Señora de la Merced.

Capilla de Nuestra Señora de la Merced. / V. Casielles

La sencilla capilla que marca el eje de simetría de todo el recinto y el centro de la avenida principal es de pequeño tamaño, planta rectangular y cubierta a dos aguas, coronada con acróteras y rematada por frontón triangular y lápida conmemorativa. Su advocación es a la Virgen de la Merced, patrona de los cautivos y de los que sufren; símbolo de liberación, consuelo y misericordia. La devoción a ella arraigó profundamente en América, pues la Orden Mercedaria fue de las primeras en realizar misiones tras la llegada de los europeos al continente. No es de extrañar, entonces, que la familia Ybáñez trajera de México su devoción por la patrona de los cautivos.

En el interior de la capilla se encuentra la tumba del párroco José Nespral, el sacerdote indiano por excelencia, pues fue párroco de la iglesia de Santa María de Colombres en los años de mayor esplendor de los indianos. Participó en bodas, bautizos, ofició funerales e incluso dio el discurso inaugural de la estatua del conde de Ribadedeva. Era eminente en su palabra y muy querido por toda la comunidad creyente de la época.

Fue precisamente Víctor Sánchez Escalante uno de sus mayores apoyos, y a él se debe un magnífico panteón en estilo neoclásico que nos recibe a la entrada del cementerio. El proyecto del panteón lo firma el arquitecto modernista Mauricio Jalvo Millán. Este historicismo mostraba orden, razón y autoridad. Sigue el esquema de un templo clásico con frontis tetrástilo, es decir, cuatro columnas de orden toscano (dórico con basa) que simbolizan fuerza, estabilidad y sobriedad, y que, al igual que el dórico, se reservaba en Grecia y Roma para templos masculinos. Sobre ellas descansa un entablamento decorado con triglifos y metopas, y sobre él un frontón triangular en cuyo tímpano se recoge la inscripción con el nombre del finado y la fecha de la construcción. Todo el conjunto queda rematado por una cruz floreada o celta, con una estructura muy trabajada que simboliza la eternidad. El panteón está formado por una cripta donde se sitúan los enterramientos, a la que se accede a través de un artístico acceso donde se leen las letras RIP (Requiescat in pace, “descanse en paz”) y aparece la letra omega como símbolo del fin de la vida, y un piso superior dedicado a capilla al que se accede por una escalinata de doble tramo.

Panteón Manuel Posada Noriega.

Panteón Manuel Posada Noriega. / Virginia Casielles

A su izquierda nos encontramos con el panteón de la familia Vitorero que responde a otra tipología y que se verá en otras dos ocasiones, en la familia Caso y en el de Francisco Sánchez Escalante. Es el panteón subterráneo, es decir, que solo cuenta con cripta y una cubierta artística en la superficie. En estos casos aparece la iconografía de la muerte — las tibias y la calavera— que actúan como memento mori, recordatorio de que tú también morirás y de que debes vivir con rectitud. Además, indican que es un lugar sagrado y de descanso para los muertos, también, simbolizan el poder igualitario de la muerte. En los panteones de la familia Caso y de Francisco Sánchez están presentes también las cadenas, símbolo de fuerza y protección, pero también de dolor y duelo, que atan a los vivos con los muertos. En el panteón de Francisco Sánchez nos encontramos, además, con una cruz sobre la que se apoya una Magdalena penitente.

Otro estilo de panteón será el neogótico, que simbolizan más la espiritualidad, la fe y la moralidad. Quizás la preferencia por este historicismo se deba a su semejanza con los templos religiosos, lo que lo hacía el más apropiado para quienes querían reposar con la solemnidad y el boato que evoca un templo.

Feretro del Maestro de obras Manuel Posada.

Feretro del Maestro de obras Manuel Posada. / V. Casielles

Fue el elegido por Carlos Pérez, Florencio Noriega y Manuel Posada, así como por los hermanos Ybáñez, Manuel y Luis, que se decantaron por la influencia francesa, incorporando una cubierta en mansarda. Destaca, además, su estilo gótico en los vitrales de colores coronados por arcos apuntados y la puerta de acceso, rematada por un arco conopial en cuyo interior aparecen dos ángeles que simbolizan el paso al más allá, protegen la tumba y guían el alma; es decir, actúan como psicopompos, acompañando, pero no juzgando.

En el panteón de Carlos Pérez, colombrino de nacimiento y emigrante a México, que falleció en 1907 en Pamplona tras no superar una operación, se ha de resaltar que no estaba construido en el momento de su fallecimiento. Por ello, su cuerpo fue alojado temporalmente en el panteón de la familia Caso, mientras su hijo Ángel Pérez Varela se encargaba de que se erigiera uno propio. Esta práctica de enterramiento temporal no fue un episodio aislado en aquel momento. De este panteón se ha de destacar que no cuenta con cripta; solo tiene un cuerpo en superficie. Destacan también el gablete que corona el acceso, sobre el que, a modo de imago clipeata inmersa en un tondo, aparece la imagen del finado. Imagen que, a todas luces, podría deberse a Alfredo García, escultor colombrino que trabajaba junto al equipo del maestro de obras Posada Noriega. Remata todo el conjunto una cúpula cónica-piramidal, muy del gusto neogótico con tintes románticos, decorada con pináculos. La esbeltez de sus formas impresiona y enaltece al difunto.

Panteón Florencio Noriega.

Panteón Florencio Noriega. / V. Casielles

El panteón de Florencio Noriega, eminente empresario, político y activo contribuyente de la villa de Colombres, opta por un estilo que está a medio camino, pues cuenta con elementos neoclásicos y neogóticos, y, al no tener tanto elemento decorativo, nos indica una personalidad más solemne y austera. Se orienta más a la idea de eternidad y nobleza que a la exaltación personal.

De unas dimensiones más mesuradas, pero siguiendo el historicismo medievalista, se levanta el panteón de Manuel Posada Noriega, que también cuenta con cripta subterránea y cuerpo superior al que se accede por una doble escalinata. El espacio que habría de ser ocupado por una capilla lo llenan dos enormes ataúdes de alabastro tan impresionantes que, para su traslado, fue necesaria la fuerza de diez hombres, allí reposan los restos del maestro de obras y de su esposa, Vicenta Noriega. La cripta está reservada para sus herederos.

En la zona norte del cementerio existe un grupo de nichos familiares al aire libre, en algunos casos delimitados por un murete, que son propiedad de Íñigo Noriega Mendoza, Francisco Pérez Sánchez o Eduardo Sánchez Escalante. En una tumba de suelo y enterrado junto a su madre se conservan los restos de Ulpiano Cuervo Solá.

Vista de la cúpula cónica piramidal . Panteón Carlos Pérez. Foto V. Casielles

Vista de la cúpula cónica piramidal . Panteón Carlos Pérez. / V. Casielles

En la zona este, en un pequeño espacio que pasa muy desapercibido y que está fuera del muro perimetral, se encuentra uno de los secretos mejor guardados de este camposanto: el cementerio civil. Con una pequeña planta cuadrada, tenía como único elemento un árbol (hoy talado), símbolo de vida y esperanza. Este espacio, fuera de la zona católica consagrada, estaba reservado para suicidas (por ser ellos quienes ponían fin a su vida, cuando eso debía ser obra de Dios), niños sin bautizar, delincuentes, fieles de otros credos y cualquier persona considerada hereje. Era conocido como “El Rincón de los Condenados”.

El ritual de la muerte indiana no solo consistía en erigirse un suntuoso panteón, sino que cuando los indianos fallecían lejos de su tierra, se organizaban solemnes cortejos fúnebres que acompañaban sus cuerpos desde la estación de Colombres —era habitual que llegaran en tren— hasta el cementerio. El féretro viajaba en un carruaje lujoso, tirado por cuatro caballos negros, y reposaba sobre un catafalco adornado con flores y terciopelos. Si la muerte les sorprendía en sus casas de la villa, el cortejo se realizaba a pie, desde la iglesia parroquial hasta el camposanto, entre el silencio solemne y el respeto de todo el pueblo.

Foto familia Gestera.

Panteón de la familia Gestera. / V. Casielles

El Cementerio de Colombres es, en cierto modo, el último viaje de los indianos, el lugar donde termina su travesía. Entre sus panteones, el de quien materializó sus sueños en piedra, y el de su guía religioso y espiritual, descansa la historia de quienes un día partieron hacia América y regresaron convertidos en benefactores de su tierra. Sus panteones hablan de fe, de orgullo y de la necesidad humana de permanecer más allá del tiempo. Aquí concluye el relato de su legado: desde las grandes casas que levantaron en la villa hasta este camposanto que los acoge en su descanso final. Un cementerio histórico-artístico que no solo guarda memoria, sino que completa el círculo de todo lo que los indianos dieron a Ribadedeva.

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