El pasado día 9 de noviembre LA NUEVA ESPAÑA publicaba una información relativa a la primera muerte de un oso en Asturias por envenenamiento desde 1998, y la penalización que conlleva, de cuatro meses a dos años de prisión y la prohibición de caza entre uno y tres años. Sin punto de comparación con la permisividad de la Administración en tiempos pretéritos.

En la década de los cuarenta del pasado siglo, de la que disponemos de datos documentales, era frecuente que los municipios asturianos reclamaran a los organismos centrales en Oviedo la autorización de empleo de estricnina para el exterminio de las alimañas -osos, lobos, zorros y jabalíes-, que causaban grandes destrozos en la cabaña ganadera y los sembrados. El Gobierno Civil, recién terminada la guerra, y posteriormente los servicios de Caza, otorgaba los permisos a las alcaldías y éstas habitualmente delegaban en los alimañeros oficiales el uso adecuado del veneno. En otros casos se encargaba -de no disponer de alimañero- de cazadores expertos de la zona. A esta fórmula de envenenamiento se añadían las tradicionales de cepos, lazos o garduñas. En 1935 aún se organizaban monterías libremente. A esta cacería indiscriminada se incorporarían los lugareños en los años cuarenta organizando batidas -previa autorización oficial-, cansados y decepcionados de la inoperancia de la Administración en el insuficiente pago de los daños y la demora de los mismos, como reconocía el propio presidente de la Federación de Caza, Agustín de Foxá.

En 1952 el Gobierno dio un tímido paso en la protección del oso con una orden ministerial de escaso cumplimiento y de resultados más bien estériles. Como ejemplo, basta citar una sentencia de 1965 de un juez de una villa de tradición osera en Asturias en la que absolvía a un cazador que había dado muerte a un oso en un maizal de su propiedad en estos términos: «Primero el hombre y su hacienda. Luego el oso».

La pérdida sostenida e implacable de nuestra población osera arranca desde mediados del siglo XVIII. En 1818 la Junta del Principado indemniza a los cazadores asturianos con 75.912 reales por la muerte de 73 osos, 575 lobos y 2.128 zorros. Hay que añadir a estas cifras las correspondientes a los hidalgos y señores, que no percibían prima por considerarlo como un desdoro.

Jesús Evaristo Casariego, gran aficionado a la caza e ilustre historiador, estima que en el período de 1780-1820 probablemente se habían duplicado las cifras citadas, situándolas en un promedio de 150 ejemplares abatidos por año.

A partir de 1840 disminuyen sensiblemente las muertes del oso casi coincidiendo con la irrupción de la industrialización en nuestra región, la llegada del ferrocarril o las explotaciones mineras de montaña con el uso de la dinamita. No hay que olvidar que en Valgrande, considerado por el Rey Alfonso X como «real monte de osos», pasó a ser testimonial su población de plantígrados. En 1879 se capturaron 19 ejemplares, una cantidad elevada si se compara con los 26 del vasto territorio del Imperio austro-húngaro en 1883. Probablemente a la vista de estos datos, Asturias era la mayor región osera de Europa de aquella época.

De la actuación exterminadora de alimañas en nuestra región la más perjudicada, sin duda alguna, fue el oso, no sólo por su menor número en relación al lobo o zorro, sino por otros factores que aniquilaban su hábitat, como las sequías o la tala de montes, dadas sus peculiares formas de alimentación, pero el uso de veneno y otras trampas mortales, monterías, etcétera, durante décadas tendrá unos efectos devastadores en el más emblemático representante de nuestra fauna.

Pedro Rodríguez Cortés es investigador de temática asturiana.