Johannesburgo,

M. MARTÍNEZ

Los sentimientos se agolpan nada más cruzar la puerta. Dolor, rabia, miedo, terror... Las paredes del Museo del Apartheid, en Johannesburgo, son un grito a la libertad, al destierro de la opresión. El corazón se encoge nada más entrar al encontrar una enorme jaula con fotografías de los que lucharon y televisiones que emiten en circuito cerrado la terrible experiencia de los que, sin que siquiera ellos sepan cómo, han logrado sobrevivir.

El guía local, joven, siempre va mucho más deprisa que los visitantes. Él, de unos veintitantos años, conoce bien la historia de su pueblo. Se la han contado en casa. Porque en todas las casas han sufrido el apartheid.

Dicen los blancos que en Sudáfrica nunca se le puede hacer a un negro una pregunta cuya respuesta pueda ser sí o no. Siempre será sí, aunque la realidad sea que no. «Quizá sea porque durante 350 años la respuesta siempre ha sido "yes, boss" (sí, jefe) y no saben decir que no», intentan razonar.

Las fotografías de los que lucharon contra el apartheid cuelgan de las paredes con miradas que parecen seguir al que las mira. Son miradas de miedo, pero con una fuerza y una profundidad que se clavan en la mente de uno. La mayoría son negros, pero también los hay blancos. «Es que hubo muchos blancos que murieron por estar en contra del apartheid. Eran torturados y asesinados igual que los negros», relata el guía.

Un gran cuadro muestra una vista aérea de las chabolas construidas en Soweto, donde, como a otros muchos sitios, los negros fueron trasladados cuando los blancos decidieron expulsarlos de la ciudad, a la que sólo podían ir a trabajar para ellos y con un pase especial. En cada una de esas pequeñas chabolas se hacinaban tres familias, que vivían entre barro, suciedad y enfermedades.

En el Museo del Apartheid se avanza entre imágenes de manifestaciones, de policías cargando contra personas indefensas, hasta que se llega junto a uno de los camiones que en la época, a mediados del siglo XX, se utilizaban a modo de tanques contra ellos. De allí se pasa a un cuarto de cuyo techo penden 134 sogas. Tantas como personas a las que colgaron, aunque la versión oficial era que se habían suicidado. Sus nombres figuran junto al año de su muerte en un gran panel.

Y de ahí se pasa a otra habitación, de unos diez metros cuadrados, en los que se han habilitado tres minúsculas celdas de aislamiento, donde encerraban a los presos políticos durante 90 días con sólo dos barreños: uno para tirarles la comida en ellos y el otro para hacer sus necesidades.

Durante ese tiempo sólo salían de la celda unos pasos, los necesarios para las sesiones de tortura.

«Nosotros no queremos revanchas, queremos la reconciliación. Nelson Mandela es el milagro de Sudáfrica», afirma John Keni, presidente de la Fundación Nelson Mandela. Uno piensa que el milagro en Sudáfrica fue sobrevivir.