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uere Jules Dassin a la semana escasa de la muerte de Richard Widmark, haciendo, una vez más, cierta esa lúgubre coincidencia que parece afectar al mundo cinematográfico, en el que sus personalidades relevantes casi nunca se van solas. Podríamos aportar multitud de ejemplos. Yo utilicé por primera vez el título de «Nunca se van solos» en 1984, con motivo de las muertes, con diez días de diferencia, de dos actores ingleses, complejos y shakespearianos: James Mason y Richard Burton. Pero unos años antes, en 1981, ya había reparado en esa extraña coincidencia en un artículo sobre las muertes simultáneas de Melvyn Douglas y William Wyler, que en los años treinta habían intervenido juntos en una película de éxito, como todo lo que hacían ambos por aquella época, titulada «El abogado», interpretada por Douglas y dirigida por Wyler. Y no mucho más tarde mueren, también por las mismas fechas, Romy Schneider e Ingrid Bergman. Y resultaría largo enumerar las demás tenebrosas coincidencias que se fueron produciendo a lo largo de un cuarto de siglo.

Ahora mueren Richard Widmark a los 93 años y Jules Dassin a los 96. A mediados del pasado siglo, las grandes estrellas solían morir sobre los cincuenta o sesenta años. Ahora, los supervivientes mueren viejísimos. La vida del Hollywood dorado debía de ser dura: mucho alcohol, mucho tabaco, mucha vida nocturna, mucho desenfreno salvo en horas de rodaje. ¿Se han fijado ustedes cómo fumaban y cómo bebían las estrellas de entonces? Ahora, ni fuman ni beben, pero hacen mucho ejercicio de atletismo sexual, que entonces se daba por sobreentendido, como debe ser. Porque todas las escenas de cama son iguales en tanto que nadie enciende un cigarrillo de la misma manera. Y además, como afirmaba Orson Welles, es improcedente mostrar a un actor en acciones tan íntimas como rezar o quebrantando el sexto, y John Wayne, por su parte, decía que en una película en la que él interviniera jamás habría una escena que pudiera herir el sentido moral de su caballo. Pero los tiempos han cambiado mucho. Entonces, el detective descendía al infierno de los bajos fondos en busca del asesino; ahora le basta pulsar el botón de algo misterioso que llaman internet o así.

Richard Widmark y Jules Dassin, el primero como intérprete y el segundo como director, hicieron juntos una película clásica del cine negro, «Noche de la ciudad» (1950), en la que Widmark interpreta a un delincuente de poca monta acosado. Widmark se había dado a conocer de una manera espectacular en «El beso de la muerte» (1947), de Henry Hathaway, interpretando a un asesino de sonrisa helada que arroja escaleras abajo a una anciana en silla de ruedas. Con esta carta de presentación, se la abrieron las puertas para dar mayor realce a gánsteres de ínfima categoría del tipo del que interpreta Elisha Cook Jr. en «El halcón maltés» de Huston. Pocos años más tarde, precisamente en 1950, aparece por primera vez en la pantalla Walter Jack Palance, interpretando en «Pánico en las calles», de Kazan, película protagonizada por Widmark, a un asesino apestado. Durante algunos años, Palance y Widmark compitieron como los más despiadados malvados del cine, aunque Widmark, con su flequillo rubio, derivó a papeles de raterillo («Manos peligrosas», de Sam Fuller), tahúr con sentido del honor («El jardín del diablo», de Henry Hathaway), buen chico («El hombre de las pistolas de oro», de Edward Dmytryk) y militar honorable a las órdenes de John Ford en «Dos cabalgan juntos» y «El otoño cheyenne». Como los buenos vinos, Richard Widmark fue mejorando conforme envejecía, quiero decir en el sentido de la moralidad e incluso bondad de los personajes que interpretaba, ya que como intérprete siempre se distinguió por su eficacia y sobriedad, sin brillantez, excesos ni tremendismos: en una palabra, fue el perfecto actor cinematográfico; y en esa línea moral, en la citada «Dos cabalgan juntos», de Ford, o en «Álvarez Kelly», de Dmytryk, representaba al hombre de principios enfrentado a los cínicos James Stewart y William Holden.

Jules Dassin, nacido en Middletown, en 1912, estudió teatro en Europa y se inició en el cine como documentalista para la RKO y la MGM antes de dirigir su primer largometraje: «Nazi agent» (1941). Se le deben algunas de las mejores muestras del cine negro: «Fuerza bruta» (1947), «La ciudad desnuda» (1948), «Mercado de ladrones» (1949) y «Noche en la ciudad» (1950), realizada en Inglaterra, donde se había refugiado después de haber sido inculpado por el Tribunal de Actividades Antinorteamericanas. En 1954 obtiene el gran éxito de «Rififi», premiada en Cannes, y tras dirigir una pretenciosa adaptación de «El que debe morir», sobre la novela de Nikos Kazantzakis, consolida su prestigio de director internacional en «Nunca en domingo», «Fedra» y «Topkapi». Casado con la actriz y luego ministra griega Melina Mercouri, lució hasta la muerte de ella como «progre» consorte y después como mantenedor de su memoria. No obstante, su mejor época como director fue la norteamericana. «Noche en la ciudad» es un filme tan agobiante como «La furia del mal», de Abraham Polonski: un retrato implacable de los bajos fondos, un mundo sin salida, o sin otra salida que el amanecer lívido, los vertederos de la gran ciudad o la delación, ese gran tema de los «blacklisted» de Kazan en «La ley del silencio», de Dmytryk en «El motín del Caine», incluso en Polonski en «La fuerza del mal".

Nota. Escrito este artículo, muere Charlton Heston. Nunca se van solos.