«Cuando se abrió el séptimo sello hubo un silencio en el cielo por espacio como de media hora», leemos en el Apocalipsis, 8,1. Aquel silencio que precedió a la aparición de los siete ángeles con siete trompetas y a la llegada de otro ángel con un incensario de oro en el que se unieron muchos perfumes debió de ser muy parecido al que siguió al anuncio de la muerte más esperada de la historia de la España moderna. Fue un silencio de miedo y estupor. La izquierda española, la escasísima izquierda española, jamás consiguió recuperarse del gran trauma que le produjo que Franco hubiera muerto, viejo, en su cama y gobernando hasta el final. Aquella muerte, en aquellas circunstancias, demostró lo poco que la izquierda había podido hacer y lo poco que hizo.

Luego vinieron las explicaciones que tendrían mucho de patética justificación. Si a Franco tan sólo le apoyaban cuatro gatos y toda la población era reciamente antifranquista, entonces, ¿qué demonios pasaba aquí? Más bien, los que nos oponíamos al franquismo eran los cuatro gatos y el resto de la población era franquista, y a esta conclusión se llega por el sencillo procedimiento de admitir que dos más dos suman cuatro. O como decía Thomas Mann de Alemania: sólo hubo dos tipos de antinazis, los que pudieron huir y los que padecieron los campos de concentración. Los demás, por muy antinazis que fueran, se quedaron en sus casas sin querer enterarse de nada, como los vecinos de ese austriaco terrible a quien los periódicos califican de «monstruo».

No se trata de hacer reproches, aunque es evidente que hubo muchos desvergonzados que se apresuraron a cambiar de chaqueta y otros no menos desvergonzados que los admitieron. Mas lo cierto es que en los primeros días que siguieron a la muerte de Franco, no se movió nadie, ni siquiera para situarse en una buena posición de salida en el previsible cambio de rumbo. Se hizo un silencio como de media hora, y tal vez no sea exagerado calificar a aquéllos de primeros días apocalípticos.

En esta serie de artículos sobre la transición y las copas que inevitablemente se tomaron procuro dar una versión amable y en ningún caso exagerada, aunque otros que contemplan la historia de otro modo los califiquen de «frívolos», de unos hechos que seguramente tuvieron más importancia que la que le concedimos cuando los vivíamos, y al final de tantas vicisitudes, la Historia, una vez más, se mostró benévola con España y las cosas se encarrilaron por el único camino posible, de manera que cuando al fin sucedió lo que verdaderamente temíamos, la intentona conjunta del general Miláns del Bosch y del teniente coronel Tejero, no pasó de ser una astracanada.

Sin embargo, releyendo mis anotaciones de noviembre y diciembre de 1975, no me queda más remedio que ponerme serio, aunque no me guste. Aquellos días en los que no pasaba nada fueron verdaderamente cruciales, y España se jugaba a cara o cruz el próximo cuarto de siglo cuando menos. Los únicos que verdaderamente se movían eran grupos de extrema derecha, que exhibían su chulería con la mayor impunidad. Aquel otoño era frío y oscuro, y los bosques ofrecían todas las verdades de los verdes y los dorados sobre el fondo de las montañas cubiertas por una nevada temprana. Así estaba el Aramo, blanco detrás de la niebla entre retazos de cielo gris. Lo recuerdo porque el 21 de noviembre fuimos a comer a Casa Puyo, en Trubia, y después seguimos hasta Quirós con el propósito de regresar por Pola de Lena, pero en Bárzana nos dijeron que esa carretera de montaña estaba cubierta por la nieve. Los periódicos, las emisoras de radio y la televisión oficial (no había otra), no se ocupaban de otra cosa que de la muerte de Franco. «ABC» publicó la esquela del difunto en primera página, lo que materializaba el chiste, muy en boga por aquel tiempo, del individuo que todos los días esperaba encontrar una esquela en la primera página de los periódicos.

El día 22 de noviembre fue sábado, y parecía que estábamos en Semana Santa, las calles de Oviedo estaban vacías y sólo de cuando en cuando pasaba algún automóvil solitario, las emisoras de radio transmitían continuamente música sacra (lo que permitió decir a Vidal Peña que cuando menos se nos daba la oportunidad de escuchar buena música) y la TV ofrecía en sus pantallas el incesante desfile de gentes ante el catafalco que contenía al caudillo muerto.

Puede admitirse que algunos se hubieran sumado a aquella procesión que no parecía tener fin para cerciorarse de que el enemigo efectivamente había muerto. Pero no creo que abunden individuos capaces de regodearse hasta ese extremo con la muerte de otro, por mucho que hubieran brindado con champagne al ser comunicada la noticia (y algunos hacía más de un mes que habían puesto la botella a enfriar en la nevera). Pero la mayoría de aquel pueblo, que efectivamente era el pueblo español, iba a despedir a su caudillo, aunque a los antifranquistas no nos gustara.

Una de aquellas despedidas resulta patética: un obrero con mozo azul saluda militarmente al difunto hasta que los ujieres han de retirarle sin que el obrero se mueva, como si fuera un bloque de piedra. Había algo de verdad en la actitud de aquel hombre, a pesar de la aparatosidad teatral del mono: pero se veía que no era el mismo mono que algún tiempo más tarde, en campaña electoral, vestirían dos obreros que flanqueaban a uno de los mayores «camelos» de la transición, al Viejo Profesor.

Aquel mismo día, a las doce y media, el Príncipe Juan Carlos juraba ante las Cortes como rey de España. Empezaba el reinado de Juan Carlos I: no nos fue con él mal del todo, sino al contrario. Aunque uno de los calificativos más amables que recibía por entonces de la izquierda era el de «bobón», encaminó hábil y prudentemente la transición y consiguió que la Corona fuera y continúe siendo la institución más respetada y de mayor dignidad de España, muy por encima en prestigio y eficacia que los poderes legislativo y judicial.

Unos días más tarde se nombra presidente del Consejo de Regencia y del Consejo del Reino a Torcuato Fernández Miranda, una de las piezas verdaderamente claves del gran cambio que ya se estaba produciendo. Torcuato Fernández Miranda era un hombre inteligente y un político sutil, jurista y pragmático, aunque muy distante del burdo pragmatismo de un Adolfo Suárez o un Felipe González, dos políticos, tan avispados como incultos, y tan audaces como poco escrupulosos. Fernández Miranda nunca se hubiera permitido otras audacias que la de cambiarle la camisa al falangismo, cuyo azul proletario joseantoniano ya estaba demasiado sobado por el uso.

Por aquel tiempo y el que seguiría, se le concedía mucha importancia a la indumentaria: la Falange se ponía de camisa blanca y Felipe González no tardaría en vestir carísimos jerséis de cuello de cisne de «play boy» por no ponerse la burguesa corbata. Con camisa blanca y corbata negra (por la muerte del jefe del Estado), Fernández Miranda daba la talla, ante los que ya tomaban posiciones de salida, de un dignatario vaticano.

Fue el hombre necesario en el momento preciso. Y aunque anteriormente, a la muerte del almirante Carrero Blanco, había sido relegado por el nombramiento como jefe de Gobierno de Carlos Arias Navarro, finalmente fue él y no Arias Navarro quien dio el golpe de timón que había que dar de manera inevitable e ineludible.

Y cuando las campanas seguían doblando a muerto, el 25 de noviembre fue asesinado el alcalde de Oyarzun. A la incertidumbre producida por la muerte de Franco se añadía la tensión producida por este asesinato. Yo suponía que dada la nueva situación que parecía previsible, ETA dejaría de matar. Estaba aviado y vaya clarividencia la mía: más o menos como la de la mayoría de los demócratas de aquel tiempo.

Por su parte, los matones de las bandas fascistas salían a la calle a dar palos con impunidad y nocturnidad. Por lo menos, le dieron una paliza a un cartero hasta hacerle sangrar, según me contó un malnacido que luego se distinguiría por dan grandes palizas a su mujer e hijos, hasta que le abandonaron. Un pariente de otro de los implicados en esa paliza recientemente hizo campaña en favor de Zapatero. Así es la vida.

Y la izquierda empezaba a moverse. La amnistía del Rey abrió las cárceles, y salieron al mismo tiempo Camacho y Vila Reyes; pero Camacho volvió a pasar a disposición del Tribunal de Orden Público el 10 de diciembre, para ser puesto en libertad sin causas poco después.

El 11 de diciembre hubo una manifestación de estudiantes en la calle de San Bernabé. Y el día 20 de diciembre, una manifestación convocada por el PSOE reunió a cien personas desde la calle Palacio Valdés a Uría. Se desplegaron banderas rojas, se arrojaron pasquines y la Policía no intervino. Era la presentación en sociedad del Partido Socialista y uno de sus actos más meritorios: porque movilizar a un centenar de personas sin apenas organización, cuando todavía estaba la pelota en el tejado y moverlas sólo por el sonido de unas siglas, es un rasgo de audacia que todavía me maravilla, a estas alturas.

José ignacio gracia noriega