El odio al extranjero, sobre todo si se presenta en grupo, es parte de la condición humana. Las imágenes de negros sudafricanos, todavía casi ayer víctimas del Apartheid, practicando una brutal xenofobia con inmigrantes de Zimbabue (hasta quemarlos vivos) es ilustrativa. Lo que están haciendo en Italia con los gitanos rumanos no deja de ser lo mismo, en versión «civilizada». Los extranjeros siempre nos quitan algo (cosas, el trabajo, la mujer o el marido, la identidad), o amenazan con quitárnoslo. Aunque, a la vez, nos traigan cosas, nuestra tendencia es siempre a conservar. La capacidad de asimilar al extranjero requiere un cuerpo de doctrina cívica muy sólido, pero a la vez pide tiempo para que el cuerpo social vaya metabolizando la ingesta. La buena técnica de dosificación es hoy la prueba del algodón del gran arte de la política, para el que no valen ni los viscerales ni los moralistas.