Por fin se publica, y pongo «por fin» porque se trata de una obra en verdad importante, el «Arte general de grangerías», obra del dominico fray Toribio de Santo Tomás y Pumarada, natural de la Riera de Colunga y gran entendido en las cosas del campo en los primeros años del siglo XVIII (compuso su obra entre los años 1711 y 1714).

Pumarada pertenece a la noble e ilustrada estirpe de los clérigos agrícolas asturianos, como don José Antonio Caunedo y Cuenllas y su sobrino don José Caunedo, experto el primero en manzanos y la fabricación de la sidra y el segundo en los medios de aumentar y mejorar las castas de ganado vacuno, lanar y de cerdo, o el apicultor don José Sampil Labiades, autor del «Nuevo plan de colmenas o tratado histórico-natural, físico y económico», que merece ser leído siquiera sea por la limpieza de su prosa, y hombre valeroso y leal, amigo de Jovellanos, y a quien Alberto Montero Prieto dedicó una biografía notable; Lope Bernardo de Miranda y Quirós, cura de San Esteban de Leces, que estudió diversas maneras de mejorar el cultivo de la tierra y autor de una «Noticia de la agricultura y economía de Asturias», y el propio Bruno Fernández Cepeda, (que sabía mucho de las cosas del campo y las poetizó en un bable colorista y adecuado, ya que los asuntos rústicos son los que mejor se acomodan a esa lengua, por mucho que lo deploren y se obstinen en ocultarlo los actuales bablistas urbanos, que pretenden sustituir abejas por aviones) hasta alcanzar más allá del XVIII al pasado siglo, en el que el benemérito presbítero don Carlos Flórez escribió unas claras y sintéticas «Nociones de apicultura». Pumarada es posible que sea, sin exageración, el más importante de todos ellos, ahora que su «Arte de grangerías» se publica en su totalidad, revelando que su autor sabía tanto de lo divino como de lo humano, y mucho de ambos. Razón por la que su editor, Juaco López Álvarez. divide el «Arte general de grangerías», magníficamente publicado por la editorial San Esteban de Salamanca y el Museo del Pueblo de Asturias de Gijón en 2006, en dos tomos, titulándose el primero «De la grangería espiritual» y el segundo «De las grangerías temporales»; en éstas demuestra fray Toribio mayor conocimiento y familiaridad. Aunque no pueden regateársele saberes teológicos e imposición en materias espirituales a este grangero por nacimiento, procedencia y vocación. Para fray Toribio el mundo y el cielo son como una granja, razón por la que antes de las cosas mundanas se ocupa de las divinas, y comienza la obra con la «Grangería espiritual, que es la salvación del alma», disponiendo el material de acuerdo con los diez mandamientos de la ley de Dios, que explica al pormenor, siguiéndose las diligencias que ha de seguir el cristiano para guardar la ley y concluyendo con las disposiciones que un católico padre de familia debe observar antes de morir, cuando aún se encuentra en salud, y lo primero de todo es hacer testamento, y dentro de él, «mirar su alma lo primero». Y una vez que se han tomado las disposiciones pertinentes sobre el entierro, misas, misas de aniversarios, etcétera, se pasa a la parte principal. Si lo primero es el alma, lo segundo es elegir con cuidado a los curadores o albaceas para hijos menores y que no han de ser ni madres mozas, ni tíos, primos y parientes, sean los que fueren, que son ordinariamente los peores para ejercer esa función «y mil veces peor en esa Riera». Se conoce que Pumarada conocía el percal y el sitio donde había nacido, y no manifiesta el menor aprecio por la familia ni por el rincón natal. No le faltaría razón.

Especial importancia tienen, por sus aplicaciones prácticas al reducido ámbito al que va dirigida la doctrina, sus explicaciones de los mandamientos cuarto, sexto y séptimo. Como fray Luis de León, Pumarada determina las obligaciones de la mujer casada, que «ha de portarse con su marido, en todo y por todo, como lo están los hijos con sus padres». En el pecado de hurto, contra el séptimo mandamiento, incurren quienes no entregan los diezmos y primicias a la Iglesia, ya que Dios es un terrateniente que «todas sus tierras tiene entregadas a los hombres, para que las labren, planten y cultiven, y dediquen para lo que a ellos más útil tenga», por lo que es natural que hayan de pagarle una renta. En compensación, Dios no sólo arrienda la tierra a los hombres, sino que el cielo no es lugar de retiro sólo para frailes, monjas y anacoretas, sino también para los seglares, porque, en confianza, nos dice fray Toribio: «¡Ay frailes, monjas, anacoretas! ¡Quítamelos allá, que me hieden!». La obra está salpicada de anotaciones pintorescas y de juicios muy personales. Pumarada, a pesar de su nombre tan rústico, era hombre cultivado y lector del Quijote, que cita repetidamente, sobre todo en partes referidas a Sancho Panza. La segunda parte es más técnica, ya que se trata de un repaso de las cosas del campo, desde las labranzas a los aperos y a los cultivos. Todas estas cosas tan formidables escribió fray Toribio a comienzos del siglo XVIII para ilustración de un sobrino, que pretendía establecerse como labrador en la Riera de Colunga.