La huelga minera del 62 en Asturias constituyó un acontecimiento muy importante en la historia de España. Huelgas había habido muchas, pero ninguna que significara lo que ésta: un pulso a la dictadura. Podrá decirse que el pulso quedó en tablas, aunque lo de «quedar en tablas» en este caso fue a corto plazo, porque si quien tiene la sartén por el mango no gana claramente es que ha perdido.

Asturias tenía un prestigio épico en el movimiento sindical europeo, avalado por los sucesos revolucionarios de Octubre de 1934. Aquella revolución que nadie hubiera querido tener en su territorio era celebrada treinta años más tarde como épica y heroica. Cierta vez que Arcadio (Cayo) García fue a Inglaterra, por algún motivo sindical, regresó sorprendido de que en algunos locales de las Trade Unions colgaran de las paredes mapas de Asturias e incluso fotografías de Manuel Llaneza. Gracias a Llaneza el sindicalismo minero asturiano se hizo respetable y prestigioso en el resto de España, y, como bien había visto Cayo, de Europa.

Llaneza era un sindicalista con un gran sentido pragmático: luchaba por lo posible, con lo que a los pocos años de su muerte vinieron a contradecirle los sucesos revolucionarios de Octubre de 1934, que pretendían conquistar lo imposible. A este respecto, Hugh Thomas recuerda el discurso incendiario lanzado por el sindicalista Manuel Grossi desde un balcón del Ayuntamiento de Grado en el que proponía la conquista del cielo, la sociedad sin clases, el comunismo perfecto.

Y a partir de 1934, aunque los revolucionarios fueron derrotados, los mineros merecieron muchísimo respeto, en primer lugar, a las fuerzas del orden. Vagamente se temía que pudieran repetir la intentona de 1934. Por eso, cuando en 1962 se inició una huelga de mineros en Asturias de proporciones desconocidas hasta entonces, la medrosa burguesía asturiana se echó a temblar. Los caminos de las dos grandes cuencas mineras, la del Nalón y la del Caudal, confluyen en Oviedo siguiendo las aguas del río Nalón que casi a las puertas de la ciudad recibe las aguas del otro río entonces también negro, el Caudal.

Muchos años más tarde, cuando la situación ya no era la misma que la de los primeros años de la década de los sesenta, cuando se corrió la voz de que los mineros vendrían a Oviedo a apoyar una manifestación de Coordinación Democrática, las fuerzas del orden patrullaban como si se temiera una invasión en toda regla, e incluso pusieron a sobrevolar un helicóptero, lo que en aquella época era un lujo. Todavía no había descubierto Juan Luis Rodríguez-Vigil las grandes posibilidades de todo tipo que ofrece el aire, y de las que se percató alquilando un avión-taxi para no perderse un «rendez-vous» con Alfonso Guerra.

El helicóptero sobrevolando Oviedo no sé si resultaría muy efectivo como fuerza disuasoria o represiva, pero demostraba que las autoridades estaban dispuestas a hacer un gasto extra de gasolina a cambio de demostrar sus poderes. Del mismo modo que el cardenal Cisneros abrió las ventanas y mostró el patio lleno de cañones a los levantiscos, el gobernador civil de aquel tiempo puso el helicóptero a volar y dijo también: «Éstos son mis poderes». En cualquier caso, aquel día no acudieron los mineros, y la manifestación fue más bien insípida, salvo por el helicóptero.

Esta manifestación del helicóptero, en cualquier caso, no hubiera sido posible sin la gran huelga minera del 62. Tal vez no sea exagerado afirmar, o siquiera insinuar, que con la huelga del 62 empieza la transición. Lo cierto es que durante aquella «década prodigiosa» de los sesenta, muchas cosas cambiaron en Asturias, en España y en el mundo, y es evidente que la gran huelga contribuyó a ese cambio.

Los mineros que veintiséis años antes habían tomado Oviedo «con la dinamita en la mano» resistían ahora en sus valles una huelga de proporciones considerables. Los sucesos de Mieres o Langreo resonaban en el mundo entero, salvo en España, y mucho menos en Oviedo. Como decía Juan Benito Argüelles, había que enterarse por «Le Monde» de que había huelga a veinte kilómetros de Oviedo.

«Le Monde» informaba mucho mejor que «Le Figaro», los dos periódicos franceses que se recibían en el salón del limpiabotas de Olegario, en la calle de las Milicias Nacionales. También se recibían en la Alianza Francesa, con algún retraso, pero al menos había la garantía de que los periódicos no serían retirados por la Policía, cosa que podía suceder en los quioscos.

Muchas personas se habían hecho socios de la Alianza Francesa para enterarse de lo que estaba ocurriendo al lado de Oviedo. En la Oficina de Información del Arzobispado, en el edificio de la Caja de Ahorros, dirigida por un joven, culto, inquieto y prometedor sacerdote de elegante sotana sin brillos llamado Víctor de la Concha, también se recibían periódicos franceses, pero sobre todo revistas: «Temps Modernes», «Cahiers du Cinema», «Positif»...

Aunque se habla de la huelga del 62, tal vez sea más apropiado referirse a «las huelgas de 1962», que es como se titula un volumen coordinado por Rubén Vega y publicado por Trea con la Fundación Juan Muñiz Zapico: «Las huelgas de 1962 en Asturias». En febrero de 1962 el Gobierno de Franco solicita la apertura de relaciones con la Comunidad Económica Europea; poco después se inicia el Concilio Vaticano II en Roma y en junio, sectores de la oposición antifranquista, del interior y del exilio, desde monárquicos juanistas a socialistas prietistas, se reúnen en Múnich, dando lugar a la indignación -más bien pataleta- del régimen, que puso en circulación el término denigratorio de «contubernio» para señalar que algunas personas «de derechas de toda la vida», eso era lo que más dolía, habían entablado conversaciones con «rojos» malos, masónicos y ateos.

Entre los que acudieron al «contubernio de Múnich» se encontraba el democristiano Alfonso Prieto, catedrático de Derecho Canónico de la Universidad de Oviedo, quien al regreso fue retenido por la Policía en la frontera, y enviado al destierro de algún apartado lugar de la geografía peninsular durante una temporada. A su regreso, el catedrático refería los detalles de su detención con acento no exento de dramatismo: «Primero me ordenaron que me quitara la corbata, después los cordones de los zapatos...». En este contexto, «aquellas huelgas representaron mucho más que un vasto movimiento reivindicativo laboral, adquiriendo una extraordinaria significación tanto en el orden interno como en el internacional», escribe Rubén Vega.

La dictadura reaccionó frente a la huelga de la única manera que es capaz de hacerlo: con represiones y a palos. De lo contrario no sería dictadura. Particularmente siniestra fue la actuación de un capitán Caro, que adquirió triste fama por los procedimientos que empleaba para interrogar, que fueron frívolamente minimizados por un jerarca del régimen, posteriormente reconvertido en demócrata, que consideraba que rapar la cabeza a las mujeres y hacerlas tragar aceite de ricino y pegarle cuatro palos al contumaz que se resistía a responder a sus preguntas eran cosas de poca monta.

Con este motivo se elaboró un documento de «intelectuales», que copiaba el manifiesto de los intelectuales franceses contra la guerra de Argelia, y mucho antes, la famosa protesta encabezada por Zola que también firmó Marcel Proust. El documento de los «intelectuales españoles», en el que figuraban muchos que posteriormente serían «profesionales de la firma», estaba encabezado por una personalidad incontestable en todos los órdenes, tanto como filólogo y crítico literario, como liberal, aunque apartado siempre de la política, don Ramón Menéndez Pidal, el casi centenario director de la Academia de la Lengua. Quienes fueron a pedirle la firma dudaban de que se la diera. Pero como me contó su sobrino, Álvaro Galmés de Fuentes, al saber de qué se trataba, pidió el pliego, sacó la estilográfica y firmó el primero: «Contra el cabrón de Franco, lo firmo todo». En segundo lugar firmó Ramón Pérez de Ayala.

Un «Homenaje a las mujeres de las huelgas del 62», editado por CC OO, recuerda aquellos sucesos. La obra incluye el documental «A golpe de tacón», de Amanda Castro. Una breve película bien hecha en la que Cristina Marcos otorga veracidad y dignidad al valeroso personaje que interpreta, en tiempos que la palabra «solidaridad» era algo más que un simple lema publicitario a cargo del demagogo de turno.