Soy un privilegiado, porque Asturias siempre se ha mostrado generosa en sus premios y galardones para conmigo. No sólo me llenan de orgullo, sino que elevan a las más altas cotas la devoción que siento y siempre he sentido por nuestra querida tierra. Tanto que son varias las ocasiones en que he reflexionado y recordado lo que significa la condición de «asturiano».

Si se repasan algunos textos ilustrativos (Vital, Eugenio Salazar, Carvallo, De Salas y el mismo Cervantes), advertiremos que la acusación más frecuente y generalizada hecha a los asturianos es la de su violencia y belicosidad. Esa estimación data ya de las fuentes romanas, pero no deja de manifestarse algunas veces en nuestro tiempo, quizás porque todavía no se ha apagado del todo el eco de una estampa minera y revolucionaria mal comprendida. El cambio en el entendimiento de lo que significa ser asturiano puede situarse en los años entre los siglos XVIII y XIX. Todavía Jovellanos nos dice que la nuestra es una región «siniestramente juzgada» por el resto de España.

En contraste con esta imputación, encontramos más modernamente toda una serie de juicios sobre virtudes de los asturianos: su generosidad, su nobleza, su laboriosidad. A mí me parece, no obstante, que el dato más permanente durante los dos últimos siglos consiste en la afirmación del «asturiano» como persona dotada de «singular inteligencia» (Feijoo, De Luxan, De la Rada, Holinsky, el mismo P. Manjón y, por su mayor proximidad y relieve, Madariaga y Ortega). «El asturiano», dice Ortega, «va derecho a las cosas». «Son un pueblo de mente clara y lúcida». «En rigor», añadiría Ortega, «fue aquí, en Asturias, donde brotó originalmente la claridad política».

¿Somos un pueblo bruto o formamos un pueblo singularmente inteligente? No es fácil explicar esta paradoja. Son, me parece, juicios que corresponden a distintas épocas históricas. Creo, asimismo, que una de las claves principales del carácter asturiano descansa en una cierta «tensión vital entre la timidez y el grandonismo». Es como el paisaje asturiano. La íntima relación entre el carácter y el paisaje de un pueblo no tiene excepción en el caso de Asturias. Aquí también las altas cumbres y los valles hondos han dejado su huella en nuestro carácter, tal como lo han descrito no pocos escritores (Juan Antonio Cabezas, Carantoña y Pérez de Ayala, entre otros).

El denominado «grandonismo» explica alguna de las virtudes del asturiano: el sentido de la propia dignidad, la grandeza de alma, su proverbial generosidad y su hospitalidad. ¿Qué defectos pondríamos enfrente? Tal vez el apasionamiento, la locuacidad, el alto tono de voz y la notoria tendencia a la vanidad. Para el caso de una exageración de esos defectos el bable ha creado un término no traducible al castellano: ante un asturiano así, decimos, en efecto, que «ye un babayu».

Por lo que se refiere a la «timidez», se puede percibir algo semejante. Esa timidez proporciona, de una parte, un sentido de mesura y equilibrio moral, verdadero freno del «grandonismo» que se percibe en un buen número de asturianos. Pero me parece cierto, también, que esa timidez constituye, a menudo, un freno considerable a la posibilidad de desarrollo de la región. Así sucede, posiblemente, por estas dos notas más concretas en el modo de ser asturiano: su tremendo sentido crítico y su tendencia hacia una ironía paralizante.

Sin embargo, esos defectos se suavizan tanto fuera de Asturias que hemos llegado a ser considerados como «colonizados en nuestra tierra y colonizadores fuera de ella». Otra paradoja difícil de explicar. En este sentido, no deja de ser sorprendente la afirmación de Ortega de que Asturias «no es transitiva», «no sale de sí misma al resto de España; no eleva ni impone su clara visión sobre la totalidad de la Península».

No obstante, no creo que se pueda ignorar la presencia asturiana en la política española. Recuerdo como etapa mas significativa la de las últimas décadas del siglo XVIII y primeras del XIX, con nombres tan notables como Campomanes, Jovellanos, etcétera. Pero más modernamente quisiera recordar la etapa de la transición política de los años 1976 y 1977, porque, al fin, esa evolución política es difícil de entender sin los nombres de Torcuato Fernández-Miranda, Santiago Carrillo, Sabino Fernández Campo, el general Díez Alegría y, si se me permite la inmodestia, yo mismo. Algo tuvimos que ver en aquel tránsito político tan problemático. Es cierto también que lo que los asturianos hemos hecho fuera de Asturias, en España y fuera de ella, lo hemos hecho siempre con nostalgia. Porque -como dejó escrito Juan Antonio Cabezas-, «cuando el emigrante astur pierde por el mundo todas sus ilusiones, todavía conserva una: la de morir en el regazo de la tierra, de la Asturias soñada, con los ojos llenos de paisaje». Éste es, al fin, el resultado de nuestro universalismo.