Ignacio PULIDO

El último tercio del siglo XIX y los albores del siglo XX fueron una época vivida con especial intensidad en el bajo Nalón. Sus bondades paisajísticas, aún vírgenes, propiciaron el asentamiento de una escuela pictórica en la que figuraron algunos de los pinceles más destacados en la España de aquel entonces. Años más tarde, a consecuencia de esta experiencia embrionaria, Sorolla y Rubén Darío visitarían la comarca y dejarían su impronta grabada en unos vecinos aún ajenos al envite industrial que cambiaría para siempre sus vidas.

Las riberas del Nalón supieron enamorar a Casto Plasencia, socio fundador y profesor del Círculo de Bellas Artes. En 1884, este alcarreño cambió el mundanal ruido de Madrid por los afables paisajes de Muros, pueblo donde vivía su amigo, el también artista Tomás García Sampedro. Alojado en la quinta murense de Gumersindo Rodríguez, Plasencia comenzó a impulsar, junto a José Robles, la creación de una colonia de pintores inspirada en la academia de Barbizon.

El proyecto suponía un abandono del academicismo y una búsqueda de la inspiración en la naturaleza y el mundo rural. Durante varios estíos, pintores como Agustín Lhardy, Cecilio Pla o Alfredo Perea plasmaron sobre lienzo la realidad del bajo Nalón y de sus gentes. El influjo de los artistas plásticos trajo consigo a otros grandes creadores como los escritores Cañete y Vital Aza o el músico Emilio Arrieta.

En 1890, la colonia gozaba de pleno apogeo. El Ayuntamiento de Muros llegó a aprobar la construcción de unas instalaciones para artistas en la desembocadura del Nalón, en la zona actualmente conocida como La Tronca. No obstante, la muerte repentina de Plasencia, acaecida el 18 de mayo de aquel mismo año, precipitaría la desaparición de la comunidad de pintores, que poco a poco se fue disolviendo.

No obstante, el destino aún deparaba al bajo Nalón una segunda oportunidad. Apenas cuatro años después del Desastre del noventa y ocho, Sorolla recalaba en La Arena animado por Agustín Lhardy. Lo que en principio iba a ser una visita de dos o tres meses se tradujo en un idilio con el Cantábrico que se repetiría durante tres veranos más. Pertrechado con sus útiles y protegido por una boina, el maestro del luminismo se mimetizó entre los lugareños y recorrió la desembocadura del Nalón y sus aledaños reflejando con pinceladas sueltas y repletas de color la imprevisible luz asturiana, tan diferente de la de sus escenas levantinas.

La Arena era por aquel entonces un pequeño pueblo encalado donde se vivía de la pesca y de la agricultura. Sus calles eran un catálogo de escenas costumbristas que Sorolla inmortalizó con trazos de maestro. La vida del valenciano transcurría junto a Sampedro entre paseos en barca por la ría, tardes de dominó en el casino de Muros y pitanzas en el Espíritu Santo.

En 1905, con su despedida, Sorolla cedió el testigo a otra figura cumbre de los últimos siglos: el nicaragüense Rubén Darío, que puso pie en San Esteban, junto a su esposa Paca, recomendado por su amigo Pérez de Ayala. La fonda El Brillante fue su primer hogar. Con posterioridad, el poeta trasladaría su domicilio a La Arena. Su estancia en el pueblo marinero dejó honda huella entre los vecinos, tal como Juan Antonio Cabezas recoge en su biografía sobre el autor: «En la Arena hace cosas un poco extrañas que pronto lo rodean de una leyenda lugareña. Cada día hace traer de Oviedo una barra de hielo para preparar su cóctel con media docena de vinos, jarabes y otros licores exóticos. Enseñaba versos y regalaba pesetas a los rapaces de La Arena, y por la noche se bañaba totalmente desnudo a la luz de la Luna. Solos y desnudos los dos entre las salobres espumas con estrellas», comenta.

Tanto Ayala como Azorín visitarían al nicaragüense en el bajo Nalón, el cual, tras mudarse a Riberas por motivos de salud de su esposa, abandonaría un buen día de 1909 la comarca a la que, con su puño y letra, vanaglorió durante sus noches de bohemia a orillas del Cantábrico.

La corriente del Nalón diluiría poco a poco esta explosión cultural que, mezclada con el polvo del carbón, se desvanecería ría abajo perdiéndose en las aguas del progreso. En los años noventa, el malogrado proyecto «Puerto Norte» trató en vano de recuperar parte de esa esencia, ese sueño que en su día fue bautizado como la Arcadia.