No intentaré, en estas apresuradas líneas, glosar las cualidades del teniente general del Ejército don Sabino Fernández Campo recientemente fallecido. Como lo conocí y traté, en especial durante mi infancia y juventud, sé bien que merece todos los elogios vertidos estos días. Mi intención es expresar públicamente lo que, tanto mi familia como yo mismo, sentimos por su fallecimiento. Nos invade un sentimiento de profunda tristeza y de pérdida irremediable.

Sabino era, para nosotros, desde la cercanía o la distancia, uno más de la familia. Sus padres eran amigos de mis abuelos, él pertenecía a la misma «quinta» (término de connotaciones militares para las personas que rebasen los 50 años y hoy en desuso) que mi tío Ignacio. A mi padre le llevaba 20 meses. Los tres fueron juntos al Instituto y entraron en guerra a la vez durante el asedio de Oviedo, como alféreces provisionales, con 18 y 17 años.

Acabada la guerra como tenientes provisionales, mi tío Ignacio abandonó las armas para dedicarse al derecho. Mi padre y Sabino continuaron en la carrera militar. Fueron amigos y compañeros de armas, oficiales con honor, estudiaron juntos y ambos alcanzaron el generalato.

En cierto modo, tuvieron vidas paralelas en el Ejército y siempre celebraron sus mutuos ascensos, destinos y premios.

Desde pequeño, una presencia y referencia habitual en mi casa, en el destino que fuera, era Sabino: «Sabino dice...», «a Sabino lo destinan a...», «tengo que hablar con Sabino de...». Siempre Sabino, amigo incondicional de mis padres, persona de juicio superior y medido al que consultar en un momento de duda o desfallecimiento... Siempre Sabino.

Cuando mi padre ascendía, la primera felicitación que llegaba era de Sabino. A veces llegaba antes incluso que la publicación en el diario del Ejército o en el BOE. Siempre Sabino. Sus felicitaciones no eran sólo sinceras... Es que ¡el ascenso, la medalla, etcétera, de mi padre las consideraba como propias...! Siempre Sabino.

Cuando mi padre fue destinado a la Dirección General de la Guardia Civil, como jefe de Estado Mayor, en 1970... Allí estaba Sabino, que nos acogió, nos introdujo en los círculos militares de la plaza? Siempre Sabino.

Siendo ambos generales, se recibía cada cierto tiempo un librito azul que se denominaba «La escalilla». En él se listaban por escalafón todos los oficiales generales en activo, con todos sus datos (destino, antigüedad, etcétera). Los periodistas de la transición manejaban este librito con soltura, pues permitía atisbar quién se jubilaba, dónde podía ir destinado cada general, etcétera. En aquella época era importante. En el librito que había en mi casa siempre había dos marcas, la página donde figuraba mi padre y la página de Sabino.

En la época (los mayores sabrán de que hablo) existía la costumbre generalizada de interceder por otras personas con distintas finalidades: obtener un buen destino en la mili para un familiar, para que un jugador de fútbol del Sporting, del Oviedo o de cualquier otro equipo hiciera una mili más cómoda, para conseguir un pase de pernocta, etcétera. Todos los jefes y generales recibían múltiples peticiones de compañeros que conocían a no sé quién que tenía un hijo que?

Mi padre y Sabino no eran la excepción y, a veces, llegaban notas de Sabino al despacho de mi padre. Sin embargo, estas notas no eran como las de los demás, traslucían su honestidad, su arraigada moral, su hombría de bien. En efecto, después de prolijas explicaciones (era muy buen escritor) acerca de los méritos del candidato, de la relación que Sabino mantenía con él o su familia, etcétera, llegaba, invariablemente, la frase final: «José Antonio, hazlo si lo crees de justicia. Firmado: Sabino».

Siempre me llamó la atención esta frase que impregnaba toda la carta de sus buenas cualidades. Sabino no podía negarse a pedir en nombre de los demás (era generoso en extremo), pero tampoco deseaba que en el mundo imperara la injusticia. Conservo alguna de aquellas notas encontradas, a su muerte, entre los papeles de mi padre. Me parecen, hoy más que nunca, un monumento al carácter generoso, justo y amable de Sabino.

El 23 de febrero de 1981 libraron juntos su última batalla y lo hicieron con victoria sobre los enemigos de España y de nuestra democracia.

Mi padre, desde la oficina montada en el hotel Palace, mandaba la Policía Nacional, que cercó el Congreso. Mantuvo toda la noche una línea directa y continua con el despacho de Sabino en el palacio de la Zarzuela. Sabino, esa noche, fue un gran jefe de Estado Mayor de Su Majestad el Rey. Sin duda, el mejor.

Dos generales asturianos indudablemente leales a la Corona. Se puede, hoy, decir muy alto, pues fueron escasos los generales colocados del lado de las libertades y del Rey desde el primer momento. Los cito por su nombre, porque me consta: generales Gabeiras Montero, Quintana Lacaci, Juste Fernández, Fernández Campo, Sáenz de Santa María y Aramburu Topete.

A las 8 de la noche, la cosa pintaba mal. De las ruedas telefónicas organizadas por Sabino y en las que también intervenía mi padre (se repartían las llamadas) se deducía mucha indecisión en la mayoría de los generales y jefes contactados, cuando no traición y deslealtad a secas.

Y ahí surgió Sabino. Siempre se cita su frase respecto al general Armada, pero eso no fue lo más importante. La labor de Sabino fue intensa, irrepetible, titánica. Con su conocimiento profundo de las entrañas del Ejército, del carácter de cada uno de sus compañeros en el generalato, de lo que yo calificaría como «psicología militar», con diplomacia y mano izquierda, a lo largo de aquellas horas fue moviendo voluntades, atrayendo personas al campo correcto y desactivando, en fin, la asonada.

Sin embargo, este esfuerzo no le resultó gratuito. Persona de bien como era, pagó un precio muy alto en sentimientos de decepción y frustración al observar, en numerosas personas a las que hasta entonces apreciaba, comportamientos caracterizados por la doblez, la desobediencia, la indisciplina y la deslealtad.

Cuando mi padre murió, y a pesar de su ya avanzada edad (tenía entonces 85 años), estuvo con nosotros. Había ido, creo recordar, a Santander y, al enterarse del suceso, dio la vuelta para asistir al funeral de mi padre. Atendió a mi madre con inmenso cariño, nos acompañó y participó junto a su mujer, María Teresa, en el funeral en los bancos de la familia, como nosotros consideramos que le correspondía.

Me dijo entonces, muy militar: «José Antonio... ¡Tiran a nuestras filas?!» (mi tío Ignacio, su compañero de clase, había muerto también hacía ocho meses). Yo le contesté: «Pues ya sabes, Sabino... ¡Hay que defender la posición!». Él, como buen militar, la defendió todavía otros seis largos años. Sólo un enemigo muy superior en número, dotado de mayor potencia de fuego y tras cortarle las líneas de abastecimiento ha podido batirle.

Ha muerto, en el campo de batalla de la vida, un militar de cualidades ejemplares. Sólo falta que los que quedamos hagamos lo que se merecen los generales caídos con honor y con valor... ¡honrarle!

¡Hasta siempre, Sabino!