Oviedo, L. Á. VEGA

El crimen de La Peñona está grabado en la memoria colectiva asturiana. Lo confesaba en las Memorias publicadas por LA NUEVA ESPAÑA el magistrado que tuvo que instruir aquel caso, Julio García Lagares, quien, 18 años después, aún muestra sus dudas de que aquella mujer, María Jesús Jiménez, estuviese en sus cabales cuando el 26 de noviembre de 1991 arrojó al mar, uno tras otro, a sus cuatro hijos, de 11 meses y de 8, 7 y 5 años. Los cuatro churumbeles -Jesús, Joaquín, Azucena y María Elena- fueron víctimas de una madre que, diez años después, cuando fue excarcelada contra su voluntad, fue incapacitada, debido a su evidente retraso mental. Pero también fueron víctimas de unas condiciones de vida terroríficas, en las que no faltaban los malos tratos y la miseria más absoluta, una circunstancia que el tribunal que la juzgó no dejó de hacer notar.

¿Debió ser condenada a los 24 años de prisión que le impuso el tribunal? ¿O su lugar era otro, una institución psiquiátrica o un centro para discapacitados psíquicos? María Jesús Jiménez vive ahora protegida, ante el riesgo cierto de que sufra alguna agresión por parte de su ex marido o su propia familia, de etnia gitana, ante la que ha cometido un crimen que sólo se paga con la muerte. Lejos de la chabola y de la cárcel, María Jesús ha encontrado, según aseguran quienes la tratan ahora, su hueco en la vida.

María Jesús Jiménez, que tenía 29 años cuando ocurrió todo, nunca ha reconocido el crimen por el que fue condenada. En la noche del 26 de noviembre de 1991, se dirigió con sus cuatro hijos hasta los acantilados de La Peñona desde su cercana chabola en Salinas. Llevaba a María Elena, la pequeña, en los brazos. La primera versión que dio ante la Guardia Civil fue que los niños se habían caído al mar jugando. La más pequeña se le escurrió de los brazos cuando trataba de agarrar a los otros, dijo. Hacía una noche de perros, y el mal tiempo prosiguió durante las largas jornadas de búsqueda de los cadáveres. El mar los fue devolviendo poco a poco, no quería desprenderse de aquellos ángeles.

Años después, desde la cárcel, María Jesús cambió su versión. Envió una carta en la que acusaba a su marido de haber provocado la muerte de los pequeños al ir detrás de ellos lanzándoles piedras. Quizá sólo deseaba devolver un poco del mucho mal que, según decía, había recibido de aquel hombre, José Antonio Leiva, jienense, al que se le conocía por el ilustrativo apodo de «El Rata». En el juicio, la gitana confesó que estar casada con un payo le provocaba una gran tensión. Terminaron divorciándose y él reapareció luego en los medios, reluciente y vestido de Lacoste.

Ninguna de sus versiones se sostuvo nunca. La tesis del suicidio diferido se abrió paso pronto, sobre todo cuando la propia mujer aseguró que había intentado quitarse la vida arrojándose a las vías del tren. El juez García Lagares siempre fue de la opinión de que aquella mujer no estaba bien. Le tomó declaración durante cuatro o cinco horas, y ella se empecinó en asegurar que no recordaba nada. «Yo la creí, pero los informes psiquiátricos decían que no, que estaba fingiendo, que estaba cuerda», rememora el veterano magistrado. También a aquel fiscal amante de la poesía que fue Rafael Valero Oltra -fallecido el pasado mes de mayo y en aquella época recién llegado a Asturias- le pareció que algo no cuadraba en la declaración. Pero la instrucción siguió adelante. Un año después, cuando el tribunal emitió su sentencia, Valero se quejó amargamente de la dureza de la condena.

Tanto el juez como el fiscal tuvieron que luchar contra la rumorología, que culpaba también al padre de los niños del crimen y que atribuía la muerte de los menores a una oscura trama de tráfico de órganos. Como siempre, se trataba de construir castillos en el aire con tal de no ver la palmaria realidad, que aquella mujer, desesperada por su situación, había decidido tomar el camino más fácil y a la vez más terrible.

Era otra mujer la que se sentó en el banquillo de la Audiencia Provincial el 26 de octubre de 1992 para ser juzgada por cuatro delitos de parricidio, eso sí, con la atenuante de enajenación mental transitoria. María Jesús estaba más delgada y su rostro se había tornado más humano, lejos de la máscara de locura que exhibía cuando fue detenida. Seguía con tendencia a mirar al suelo, un signo inequívoco de su autismo, o quizá de la vergüenza que sentía ante las miradas entre horrorizadas e indignadas de periodistas y curiosos. Y también llamó la atención que no guardase luto por sus cuatro vástagos y que exhibiese una camisa blanca de flores. Quizá no haya símbolo más evidente de la liberación que experimentó aquella mujer.

Guillermo Fernández, el abogado que la defendió en el juicio, no tiene dudas de las circunstancias de María Jesús. «Era, como se dice vulgarmente, una border-line, una mujer con un ligero retraso mental; no hablaba mucho y nunca te aclarabas de lo que decía», opinó. «Es casi seguro que ella haya matado a los críos, pero la pena me pareció excesiva. Me ofendió mucho todo aquello, porque se trataba de una persona enferma que no debería haber entrado en la cárcel», añadió el letrado gijonés. Afortunadamente, «no cumplió mucho».

Diez años exactamente. El juez Lagares asegura que, durante aquel tiempo, mantuvo algún contacto con ella. «Esta mujer, todas las Navidades, o por mi santo, me mandaba una tarjeta dibujada por ella, con unas flores y "con cariño". Pasaron los años y perdí el contacto con ella, pero cuando fui presidente del TSJA iba regularmente a la cárcel a ver cómo estaba aquello y a hablar un poco con los presos. Y allí estaba ella. No quería salir de la cárcel y los funcionarios me contaron que desde siempre había estado ida», señala el magistrado retirado.

Efectivamente, en octubre de 2001, cuando le concedieron la libertad condicional, María Jesús se opuso a que la excarcelaran. Era más fuerte el miedo a morir a manos de su familia o su ex marido que el deseo de intentar rehacer su vida. Fueron una monjas y una organización no gubernamental las que la acogieron a su salida de la cárcel. Un programa de reinserción para ex reclusos lo hizo posible. El mismo año de su excarcelación se inició el proceso para incapacitarla en un Juzgado de Oviedo. ¿El motivo? Tiene un nivel de inteligencia de 63, con lo que entraría en la clasificación, ciertamente poco afortunada, de los «débiles mentales», muy por debajo del 90 de los normales/medios.

Eso no le ha impedido que destacase, por ejemplo, en manualidades, que siempre le ha encantado hacer. Tras pasar un año en un centro especial, pasó a un piso tutelado. Desde entonces, este tipo de refugios han sido su hogar. «No se puede olvidar que es una mujer amenazada por su marido y por su familia», aseguró una de las personas que la tratan actualmente. Esa circunstancia hace que sea cambiada de piso cada cierto tiempo, para no tentar al demonio. «Está muy integrada e incluso se relaciona socialmente», dice la misma fuente. La verdad de aquella noche terrible en La Peñona sigue en la cabeza de la mujer que hoy tiene que vivir oculta de sus familiares y ex marido.