Alles (Peñamellera Alta), Marcos PALICIO

-Tú te has equivocado, aquí no hay sitio para un pueblo.

El coche de Angelín, el único taxista que había en Panes en 1959, trepaba hacia Alles con el doctor Gregorio Gil Álvarez asombrado en el asiento de atrás. El joven médico vallisoletano de 33 años, que venía de Madrid a aprender medicina rural en Peñamellera Alta, no se convenció hasta que vio la torre de la iglesia, lo primero que aún se descubre ahora cuando se acerca Alles. Luego fueron apareciendo «Villa Mier», «Villa Amparo», «La Quintana» y todas esas casas de indianos. La belleza del entorno amortiguó la colisión entre aquel Madrid tímidamente emergente de finales de los cincuenta y este pueblo de la montaña asturiana que sobrevivía sin luz por una avería en la central eléctrica de Niserias. Ni agua ni teléfono. Don Gregorio, premio extraordinario al terminar Medicina y recién doctorado al lado de Gregorio Marañón, se quedaría un año, dijo al llegar. Desde aquel día han pasado más de cincuenta, él tiene 84 y ha pasado 25 ejerciendo en Alles y otros tantos en Panes.

La electricidad no volvió en todo el primer año de don Gregorio en Alles, pero sí María Jesús Vaquero, «Tatús», su esposa, para casarse, quedarse y darse, ella también, aquel golpe del cambio de vida. Desde su casa en Panes retroceden medio siglo y ven familias con muchos hijos, la escuela a pleno rendimiento y la iglesia llena. «Mucha más gente que ahora», «gente que trabajaba» y vivía «de la matanza o de la leche y que atravesaba el Cuera para vender dos quesos en Llanes», rememora don Gregorio. Gente que en la mesa «tenía carne más o menos dos veces al año, sobre todo cuando se despeñaba alguna vaca».

El doctor Gil había escogido este destino «para aprender lo único que me faltaba» y por mediación de una amiga que resultó ser la hija de Virgilio de Paz, «médico de este valle hasta que se murió». Y él, que «nunca había querido aprender ginecología», terminó ayudando a nacer a todo el pueblo desde que Amparo, su primera parturienta, le quitó el miedo de entrada: «No te preocupes, hijo, que lo que hay que hacer lo tengo que hacer yo». En aquel Alles de mediados del siglo pasado había «mucha necesidad, sí, pero todo el mundo se ayudaba. Cuando alguien tenía que ir al hospital, se dejaba una bandeja en la puerta de cada casa y la gente iba dejando allí dinero. Era gente distinta de la de ahora, muy solidaria». Fue esa precariedad la que empujó hacia fuera a los indianos, desde Alles sobre todo a México, rememora Gregorio Gil. Él se acuerda, entre otros, de varios que se dejaban ver por el pueblo en los veranos, de «don Senén González, que en Navidad repartía entre todo el pueblo un número de lotería que nunca tocó», precisa su esposa, o de «don Pablo Caso, que era el banquero del pueblo» y prestaba dinero tan a fondo perdido que ni siquiera quería dejar constancia de la deuda por escrito: «"Si me firmas algo, no te lo doy", solía decir». Y de la familia de siete hermanos, todos solteros, que tuvo «Villa Mier», la primera quinta de indianos que se atisba al llegar a Alles, con su fachada amarilla delante y su finca inmensa detrás.

Gregorio Gil, su esposa y los cuatro hijos que fueron naciendo en Alles vivieron en lo que hoy es consultorio médico, en el barrio de El Pedrosu, en terrenos de lo que fue palacio de la familia Mier. Durante mucho tiempo, por este y otros siete pueblos del valle alto de Peñamellera pasaba el doctor pilotando su Lambretta en esa época en la que todavía por aquí vivía «mucha gente» y él curaba con poco más que «mis manos y un fonendoscopio», recuerda. Y triunfaba. Algún médico del Hospital de Valdecilla de Santander, aseguran todavía en el pueblo, se asombró a la vista de los resultados tan exactos y atinados del informe que le llevó en cierta ocasión un vecino de Alles después de ser reconocido sólo por las manos y el fonendo de don Gregorio. «¿Cómo es que tienen tantos medios para hacer pruebas médicas en un pueblo tan pequeño?», dicen que preguntó.

La luz, el teléfono, el butano, la carretera, la primera televisión en la casa del médico, que cuando faltaba la electricidad sacaba el cable por la ventana y la enchufaba a la batería del coche... Con el tiempo, la cara de Alles fue cambiando «gracias en parte a los indianos». Y a medida que eso sucedía, don Gregorio se iba dando cuenta de que este lado del mundo al que le trajo el destino tenía sus ventajas para el cultivo de su otra pasión, la espeleología. El doctor exhibe orgulloso su título de «prehistoriador no profesional» y el premio «Francisco Jordá» que le concedieron en 1995 por todos los tesoros que descubrió buceando por debajo de los valles de Peñamellera.

Aunque le queda la pequeña espina de «no haber encontrado nunca una cueva con pinturas», presume satisfecho de sus hallazgos, de la cueva de Traúno o de «muchas otras con grabados», como la de Las Brujas, muy cerca de Alles, que tiene un bisonte de tamaño natural grabado en una roca. «Fue por casualidad», relata. «Daba vueltas por la cueva y vi una fuerte bajada hacia el centro. Puse la mano para apoyarme y noté una línea de grabado muy profunda. Alumbramos, porque iban conmigo dos chavales de Alles aficionados a la espeleología, y allí estaba aquel bicho enorme» que ahora, lamenta, «algún zángano» ha estropeado.

Lo que no se estropea, mirando hacia atrás, es el recuerdo «muy bueno, a pesar de todo», que don Gregorio y su esposa guardan de este pueblo «precioso» hacia el que les empujó la vida. Tan a gusto llegaron a estar protegidos por estas montañas que él rechazó una plaza mucho más plácida que podía haberle llevado a ejercer en Llanes. Más tarde, no dijeron que no a la de Panes, donde siguen viviendo hoy, más de cincuenta años después de aquel choque de realidades. «No me arrepiento», concluyen a dúo.