Oviedo,

R. L. MURIAS / R. GARCÍA

«Si tu fantasía es desvirgar a una chica, ésta es tu oportunidad. Son 50.000 euros para mí y para ti, la fantasía realizada de tu vida». Esta oferta aparece colgada en la red, en una página de anuncios con ofertas de teléfonos móviles a buen precio, ropa de segunda mano, herramientas de jardinería y... la virginidad de Belinda Arismendi, el nombre tomado de una protagonista de telenovela que eligió para anunciarse una joven ecuatoriana de 18 años residente en Oviedo. Belinda, con la que LA NUEVA ESPAÑA contactó para conocer los motivos por los que vender su virgo, asegura que necesita el dinero para hacer frente al embargo del piso que su familia tiene en la capital asturiana. Un embargo que es la amarga herencia que le ha dejado su padre, después de abandonarlas a ella, a su madre y a su hermano. Belinda necesita el dinero y asegura que lo único que puede hacer para conseguirlo es venderse ella misma. Asegura que también pensó en vender su colección de Barbies, «¿pero quién me va a pagar algo por estas muñecas?», se pregunta. A lo largo de la entrevista lloró varias veces.

Belinda llegó hace cinco años a Oviedo junto a su madre y su hermano desde Ecuador. Su padre les esperaba en la ciudad. No traigáis nada, les dijo, aquí tendréis de todo. El padre de Belinda intentaba recuperar a su familia tras varios años viviendo en Asturias con otra mujer. «Cuando se vino para acá empezó a llamarnos cada vez menos y un día telefoneó a mi madre para decirle que se olvidase de él, que tenía otra pareja», relata Belinda. «Pero después parecía que había recapacitado y nos insistió para que viniésemos a España», añade. Ese día Belinda metió en su maleta una muda para cambiarse, unas medias y su colección de muñecas Barbie. Era el equipaje para empezar una nueva vida cargada de ilusión. «Soñaba con que mis padres volviesen a estar juntos», explica.

Lo único bonito que recuerda Belinda de su llegada a Oviedo es el brillo de los azulejos del portal. Después se le inundan los ojos para explicar que la casa que su padre les prometía no era más que una cloaca llena de basura. Televisores, zapatos, bolsas de comida, ropa, suciedad. Todo y nada. Pero Belinda volvió a darle a su padre otra oportunidad; su madre, no. «Ella nunca quiso volver con él porque mi madre es una mujer muy recta», concreta la joven ecuatoriana. La mujer vino por sus hijos y, aunque vivían en la misma casa, no retomó la relación con su marido.

El primer día que Belinda durmió en Oviedo pasó hambre. «Fui a la nevera, abrí la puerta y las bandejas estaban vacías». El ruido de sus tripas fue la música que le ayudó a dormirse. Al día siguiente, su padre se fue a trabajar. Llevaba tiempo en una empresa de mudanzas. Aquella noche cenaron arroz con pollo y mientras Belinda y su hermano dormían, la madre intentaba convertir, a base de puntadas y remiendos, aquellas prendas recogidas de la calle que se amontonaban en los pasillos de casa en ropa para sus hijos. «Mi padre no era la persona que yo había conocido en Quito. Tenía la cara desencajada, estaba sucio, nos molestaba todo el tiempo, nos gritaba», asegura Belinda. «Había noches, cuando llegaba bebido, en las que nos metíamos en el armario para que no nos viese y dormíamos allí». La madre de Belinda se dio cuenta entonces de que la esperanza de una vida mejor en Asturias se había desvanecido. Era el segundo engaño de su marido. Entonces decidió buscar un trabajo, pero siempre le faltaban fuerzas. Caminaba por casa arrastrando los pies, como esperando a la muerte. «Mi padre le echaba un tranquilizante en el zumo para que siempre estuviese dormida. Él no quería que ella saliese de casa», asegura Belinda. Y al final lo consiguió.

Con su ropa hecha de retales iba Belinda todos los días a clase a un instituto de Pumarín. «Mamá nos cosía lanas de colores y hasta parecía que las chaquetas nos sentaban bien», explica Belinda con una media sonrisa, que se pierde en seguida. «Papá nunca volvió a ser el mismo. No sabíamos qué hacía con el sueldo. A mamá le daba cien euros para que de ahí pagase el agua, la luz, el teléfono y la comida. Y él llegaba cada vez más tarde a casa y cada vez más bebido. Nos dijo que también trabajaba en un bar, pero nosotros nunca supimos si esa historia era verdad», aclara la joven ecuatoriana. «Sólo sabíamos que allí no se podía vivir», remata.

Después de cuatro años viendo a su madre arrastrar las zapatillas y alimentándose a base de «arroz con cebolla», un día el padre de Belinda decidió irse de aquella casa. «Respiré cuando le vi marcharse. Nos dijo que se iba a vivir a un almacén. Ya no me volvería a dar más miedo», cuenta Belinda.

Todo iba a mejor. En menos de ocho días la madre de la joven ecuatoriana estaba trabajando y Belinda decidió cambiarse de instituto para poder ir a clases por las noches e intentar encontrar trabajo. «Empezamos a salir del pozo». Pero el padre les había dejado una herencia envenenada. «Tocaron el timbre por la mañana, me levanté y el cartero me dio una carta certificada». El mismo portal de los azulejos brillantes le daba ahora a Belinda su peor noticia, el embargo del piso. «Mi padre había dejado de pagar varias letras y necesitamos 50.000 euros para hacer frente a la deuda. Supongo que por eso se fue de casa», barrunta la joven.

Ese día un señor de traje le explicó desde detrás de un cristal, en un banco, que en mayo el piso en el que vivían saldría a subasta. Belinda decidió entonces tomar la decisión más difícil de su vida: vender su virginidad en internet. A cambio, pedía el dinero para levantar el embargo. «Siempre pensé, como me enseñó mi madre, que la mujer tiene que entregarse el día del matrimonio y tener un marido para toda la vida, pero esta vez tenía que hacerlo», relata Belinda, que, de momento, aunque ha recibido muchos emails interesándose por su oferta, sigue siendo virgen. «Si mi madre sabe que estoy haciendo esto me mata, pero ¿acaso nos queda alguna solución?», dice Belinda. Ahora la joven sólo espera que todo pase y poder verse con el dinero en la mano, para poder pagar la deuda o volver a Quito y ver a su madre caminar otra vez levantando los pies. «Lleva en tratamiento mucho tiempo, como mi hermano». Un llanto rompe la conversación. Belinda añade: «Por favor, ponga que mi padre nunca me pegó».