Kike se nos ha ido con las botas puestas. Amaba tanto la vida, y fue tan tenaz y alegre en su «carrerina de obstáculos» (así llamaba ella, sin darle importancia, a la enfermedad), que casi nos sorprende su marcha. Es más, el domingo 11 de abril todavía comimos juntas en Candás, salvando algún que otro de esos obstáculos sobre ruedas que, en esta última etapa, tuvo que vadear con frecuencia. Consciente de lo que había, nunca se rindió y, empujada por una fe inquebrantable, llevó hasta el final el claro sentido de misión que le había dado a su vida.

Se que a ti te gustaba que te dijeran las cosas en vida. Yo así lo hice hace unos meses, con ocasión de la mención especial que el Centro Asturiano de Oviedo te concedió por tu trabajo en favor de las mujeres empresarias. Sin embargo, no puedo dejar de hacerlo ahora porque -además de dictármelo otra vez el corazón- me siento obligada a escribir sobre lo que ha supuesto para tantas personas seguirte de cerca en esa carrera que te ha llevado a la Vida con mayúsculas. Esa Vida en la que creíste abiertamente y mantuvo tu esperanza en ristre hasta el último momento.

Kike, porque amaba como nadie la vida, no se la guardó y generosamente la fue repartiendo y compartiendo. También en esta última etapa, mostrando sin reparos las marcas de la enfermedad. Por eso en este tiempo recogió a manos llenas testimonios de amistad y de cariño auténticos. El tiempo que duró su estancia en Madrid, para recibir parte del tratamiento, dejó sobrada constancia de ello, así como el numeroso homenaje que recibió a las puertas de la Navidad. Ante ello se mostraba supersatisfecha por haber recogido -según ella- mucho más de lo sembrado.

Su singularidad hacía que la vida a su lado fuese diferente, no sólo por su gracia humana y ese don de la palabreja precisa, sino porque en su pensar y hacer no había dicotomía ni medias tintas. Asumiendo cualquier riesgo, sabía impregnar emoción y compromiso a lo que tocaba, peleando sin cejar hasta conseguir cualquier audaz objetivo. Fruto de ese hacer es Asem, convirtiéndose con ello Kike en un icono de la serena lucha por situar a la mujer empresaria en el lugar que le corresponde.

Podía decir muchas más cosas de este intenso aprendizaje, pero quiero resaltar un aspecto que brilla quizá sobre los demás. Su gran optimismo -sobre todo ante la dificultad- y su capacidad de hacer disfrutar a los demás de la vida, agradeciendo cualquier detalle por insignificante que fuera. De sus labios no salió ni una queja, y para ella todo estaba «muy bien, muy bien» o era «superbueno». Además, nunca te ibas de su lado sin un «muchas gracias», también en esa última etapa mermada por la enfermedad. Esa simpatía y ese sentido del humor ganaron el afecto de los distintos médicos y enfermeras que se fue encontrando en este año abundante que lidió con la enfermedad.

Pero este perfil quedaría a medias si no dibujara al tiempo la figura de otras dos mujeres que mucho han tenido que ver en la vida de Kike. Magdalena, su madre, el palo de tal astilla que afronta este tercer envite con una fortaleza envidiable. Y, sobre todo, su queridísima hermana Charo, que, desde una serena y refrescante sombra, supo hacerse cargo de esa singularidad y seguir, como si nada, el intenso ritmo que Kike ha ido marcando en estos años.

Quiero acabar, no sin antes mencionar otro aspecto del que estoy segura Kike se sentiría satisfecha. El apoyo incondicional de su otra familia, la del Opus Dei, a la que pertenecía desde hace años y que supo estar al quite para que Kike fuera realmente una campeona de la vida, de la de aquí -a la que tanto partido le sacó- y de la del más allá, que ya se habrá encontrado y de la que gozará por toda la eternidad.

Gracias, Kike, por todo lo que nos diste y que algún día nos encontremos arriba, para seguir disfrutando de la vida como tú tan bien sabes hacer.