Ribadesella, Marcos PALICIO

Por los ventanales del colegio entra «un frío descomunal». Se oyen cascabeles, carros de vacas y bueyes que llevan mercancías al puerto de Ribadesella y el pitido del tren, que también. Se huele el «tufillo de los tostadores de café», «Pancho, el del Apolo; Ramón, el del Manín»... Y en clase, Emilio está a veces más pendiente del tren y de los carros y de la sirena de la rula que de atender a don Humberto, porque los sonidos y los olores hacen intuir que detrás de las ventanas no para el espectáculo fascinante de aquel puerto comercial y pesquero que, visto desde arriba, es, era entonces, «como un tablero de ajedrez en el que se iban depositando mercancías distintas en cada cuadro». Aquel niño que no aparenta 77 años lleva toda la vida en «un hermoso y secreto romance» con su pueblo. Hermoso, secreto y mutuo, un amor de hijo predilecto. Emilio Serrano, empresario destilador de licores y recuerdos, escritor e hijo predilecto de Ribadesella, ha vuelto al muelle de sus años de estudiante, muy distinto al muy turístico de hoy, y compara y concluye que allí, igual que en toda la villa, «ha habido más transformaciones desde hace cincuenta años que desde hace doscientos».

En San Martín de Collera, en su casa frente a la destilería de Los Serranos, Emilio funde la historia personal de su idilio con Ribadesella con los documentos de la oficial que no se han perdido en el «desorden ordenado» de su despacho y su desván. Lo mismo emerge aquí el facsímil de la carta puebla otorgada en 1270 por Alfonso X el Sabio a la Pola de Ribadesella que la copia del acta inaugural del viaje del bergantín «Habana», el 13 de diciembre de 1858. Y la lista de pasajeros del velero en el que salieron hacia América los sueños de cientos de riosellanos y un cuaderno de bitácora, ficticio pero verosímil, construido por el propio Serrano para imaginar lo que bien pudo haber pasado a bordo.

De vuelta a la crónica sentimental, Emilio Serrano retoma las romerías que «te daban la alternativa al pantalón largo» y aquel chigre que era «la universidad del pueblo» y en el que el tabernero era banquero: «Lo apuntaba todo y cobraba cuando la clientela vendía la cosecha o la vaca y hasta tenía sus espías que le informaban de cuándo había llegado algún ingreso...». Y el tratante, «que era una personalidad», y aún le falta el pedral de Arra, la playa pedregosa en la que todavía distingue su infancia y adolescencia en la distancia que va de «la pocina donde se bañaban los niños» al pozo del maestro, «donde empezabas a nadar», y al del cura, en el que ya se otorgaba el «bautismo de gloria» al que ya se defendía solo en la mar, al que después de bañarse allí recibía el «cum laude del nadador de la parroquia». Después, sus Ribadesellas son muchas y tienen nombres propios o motes: la que compartió con Magín Berenguer y la de Severo Ochoa, pero también la de «El solitario», que no era un ladrón de bancos, sino un marinero al que el empresario recuerda con cariño... «Me gusta mucho conversar con la gente».

Tal vez toda esta historia de amor se resuma, cuando la cuenta él, en la «serena y tranquila paz interior» que Serrano dice haber recibido siempre de Ribadesella. Para tratar de corresponder ya tiene 8.000 fotografías que serán un libro sobre «los rincones ocultos o secretos» de los 36 núcleos rurales del concejo y que le han confirmado que «desde cualquier lugar que se la mire Ribadesella es un cuadro que emociona». Y le dice amén al poeta Jorge Guillén, que al contemplar por primera vez la villa dijo que «desde las alturas de mi vejez, mi memoria, no recuerda paisajes más extraordinariamente bellos que los de Ribadesella». Si se atreve a definirla, Emilio Serrano puede encontrar algo similar a «un milagro de ternura» y para llenarlo de imágenes recurre al abrazo de «su mar y su río para crear una hermosa bahía, sus montes protectores y cercanos, sus playas, sus acantilados, su arte, su cultura, su gastronomía, la prehistoria de sus cuevas, su orbayu y su sol, que la visten de mil colores sobre la belleza de su naturaleza».