Oviedo, Javier CUERVO

José Vélez (Oviedo, 1933), periodista gráfico, editor. Comenzó como fotógrafo de soldados y fiestas, entró en el periodismo en «Región», desarrolló su carrera en LA NUEVA ESPAÑA y, hasta su desaparición, en «Hoja del Lunes de Oviedo». Sigue activo con «La hora de Asturias», que edita y más.

-Usted fue el fotógrafo del reportaje titulado «¿Necesita Vegadeo otro alcalde?» que apeó a Arias de Velasco de la dirección de LA NUEVA ESPAÑA. ¿Cómo un titular sobre un alcalde de pueblo y un festival de la canción se carga al fundador de los medios del Movimiento en Asturias, «camisa vieja» y personaje?

-Porque acababa de llegar de gobernador civil Mateu de Ros. Paco Labadie, el anterior, nunca hubiera tirado a Paco, al que vi colgar el teléfono a gerifaltes del franquismo. A Mateu de Ros, un servidor sin marcha atrás, le oí llamar «hijo puta» a Gustavo Bueno. Siguiendo una visita al Occidente de Mateu de Ros, Juan de Lillo y yo vimos que en un pueblo estaban dando clase en una cuadra a un niño y una niña, lo publicamos. Nos prohibió viajar con él. También nos echaron de la Feria de Muestras por la historia de un huevero que no hizo bien un stop, le mandaron dar vueltas a una plaza, le detuvieron y pusieron los ojos a la funerala. Un año nuevo, en La Paloma de la calle Argüelles cenamos Graciano García, Juan de Lillo y yo. Pepe o Evaristo, uno de los dueños, nos invitó a champán y Graciano dijo: «Brindemos por la República, por que nunca vuelva la Monarquía». Unos secretas que cenaban al lado nos pidieron los carnés. Los de La Paloma aclararon que era una coña de amigos.

-Sabe mucho de la noche.

-Hasta 1966, que me casé, me acostaba a las tres de la mañana.

-Tenía usted 33 años.

-Conocí a Aurora cuando yo hacía bodas. Me gustó e hice por volver a verla. Cortejamos dos o tres años. Sacrifiqué su vida social porque si sonaba el teléfono yo no podía tener reloj.

-¿Lo entendió?

-Qué remedio.

-¿Vio crecer a sus 3 hijas?

-Les traía regalos: faldas de cuadros y lenguas de gato. Tuve otras compensaciones. Fui directivo nacional de la Prensa Deportiva y estuve en el comité central de Prensa del Movimiento, lo que da una dimensión distinta de la profesión. Coincidí con Emilio Romero cuando era delegado nacional de Prensa del Movimiento y había una huelga importante en Asturias. Pedro Pascual, el director de LA NUEVA ESPAÑA que vale más no recordar, aseguraba que no podíamos decir nada pero «La Voz de Asturias» sí informaba. Cuando el proceso 1001, 1972/73, planteé a Emilio Romero que, de seguir así, perderíamos las cuencas mineras y él zanjó: «Los que penséis lo contrario a lo que estamos haciendo lo dejáis. Aquí seguimos al Movimiento». En las reuniones del comité intercentros de técnicos, talleres y subalternos se discutía si seguir publicando «Libertad», periódico de Valladolid que vendía 300 ejemplares y tenía pérdidas. El Alcalde sostuvo que en su ciudad había 40.000 falangistas. Emilio Romero ironizó: «Que se suscriban todos». Era soberbio.

-Usted tuvo carné de prensa siendo informador gráfico en 1964. Insólito.

-Cuando me fichó LA NUEVA ESPAÑA me dijeron que con carné ganaría 7.500 pesetas más y me lo dieron. Años después dejé el periódico por dignidad, por defender a la «Hoja del Lunes», el periódico de los periodistas y nuestra casa. Dicho todo esto, no creo en el carné. El oficio se aprende en el periódico.

-¿Tropezaba con LA NUEVA ESPAÑA desde «La Hoja del Lunes» de Oviedo?

-Cuando Juan Pablo II iba a venir a Asturias llamé a José Emilio, de prensa del Arzobispado, le pregunté si había forma de entrevistar al Papa en Roma y me contestó que si estaba loco. Pero vi una recepción del Papa en la que le entregaron un balón de fútbol. Hablé con Juan de Lillo, director de «La Hoja...» y con Mario Bango, presidente de la Asociación de la Prensa. Mi amigo José Luis Novalín, rector de la Iglesia Nacional Española de Roma, nos concedía tres minutos con el Papa, le podíamos dar un libro sobre Asturias y yo le explicaría al fotógrafo oficial qué fotos quería de la recepción. Hablé con el jefe de rotativa de LA NUEVA ESPAÑA, donde se tiraba «La Hoja...» para ver si podía imprimir en color. Lillo y Bango entregaron el libro al Papa en Roma, lo presentamos como una entrevista y salió en color. Carantoña, director de «El Comercio», me llamó «hijo puta» y del Arzobispado dijeron que me iban a excomulgar. En tiempos del director Pedro Pascual me avisó que se casaba una hija del general José Antonio Sáenz de Santa María y que tenía que hacer el reportaje de la boda. «No lo conocerás», me dijo. Antón era de mi tertulia. Le acababan de nombrar delegado del Gobierno en el País Vasco. Le llamé a Luanco y le propuse hablar para «La Hoja...». Fui con José Manuel Vaquero. Estaba rodeado de policías. Fue exclusiva para «La Hoja...» y «El País» y su primera entrevista importante en el cargo.

-¿De qué le sirvió la profesión?

-Sin el periodismo hubiera sido un desgraciado. Aunque no sabía que iba a ser mi profesión. Me veo como Venancio, centrocampista del Athletic Club de Bilbao, que empezó a jugar al fútbol en la «mili». Siento que, por razones económicas, no podemos desarrollar un periodismo que defienda la sociedad honestamente. La democracia, sin un periodismo muy vigilante, no tiene sentido. Pero no se puede parar un tanque con las manos.

-¿Cómo vivió el paso de la dictadura a la democracia?

-No conocíamos otra cosa que la España miserable de los pueblos. La dictadura es una escayola que tienes que quitar cuando la pierna está recuperada. La democracia tiene que servir al hombre y no al revés. No me gusta que un diputado cobre 3.000 euros porque pegó carteles. Hace falta que quien nos represente tenga una preparación.

-Cuente de la noche bohemia.

-En «Región», después del cierre, íbamos a La Granja, en el Campo San Francisco, un cabaré de orquesta y manzanilla -no había whisky- frecuentado por estraperlistas y nuevos ricos. Allí paraba Alcibiades -ahijado del alcalde Ignacio Alonso de Nora, que lo colocó en el hospital-, un viajante en amores que andaba a viudas y de gorra. Sacaba a las putitas a bailar y Angelón -una buena persona que contaba que había servido el banquete de Primo de Rivera- le ponía un vaso con limón como si fuera un trago. Cuando actuaba de ayudante de un millonario, Alcibiades iba de señorito y decía «oiga, mozo» a los camareros que le servían ceremoniosamente y le susurraban: «hijo puta». En sentido contrario a la bohemia, a principios de los ochenta fui con Lillo a hacer reportajes a Cangas del Narcea y descubrimos el primer molino de energía eólica, distinto a los actuales, fabricado por un cangués que vendió la patente. Quisimos tomar un whisky y no había más que un puticlub. Sólo queríamos charlar y advertí: «Somos dos frailes, pónganos en una esquina». No querían cobrarnos.

-Pasó miedo alguna vez.

-Viajé a Perú para «La Hoja del Lunes» cuando le dieron el premio «Príncipe de Asturias» de la Concordia 1987 a Villa Salvador. En Lima te desvalijaban si bajabas la ventanilla del taxi. Avelino, que había sido taxista en Gijón, tenía allí una caja de cambio de moneda. En mi vida vi tantos dólares fajados. Sentí tanta inseguridad que le pregunté. «Con todo el dinero que tienes, ¿cómo no vuelves a Gijón?», y me respondió: «¿Con lo que llueve allí, ho?». El miedo lo pasé con la Policía. Al salir del país nos pararon y nos metieron en un cuarto para registrarnos el equipaje. Hice como que le tranquilizaba a Lillo: «¿Qué nos dijo ayer Alan García? Que la droga pierde a este país». Dejaron todo y nos permitieron seguir. Habíamos llevado una carta para el presidente peruano pero no le pudimos ver. Solté ese farol porque había oído de un chico catalán al que la Policía le había metido unas papelinas y pasó dos meses en una cárcel donde perdió un ojo defendiéndose -y era boxeador- para que no lo violaran.