Entre cortarle la nariz a Aisha, lapidar a Sakineh o convertir al Islam a 500 azafatas italianas vestidas de minifalda y velo, hay sin duda diferencias, y grados diversos de crueldad aparente, pero la intención es la misma, exteriorizar el absolutismo patriarcal, hacer alarde de la dominación irrestricta sobre la mujer, vocear que esa y no otra es la bandera de la guerra santa frente al infiel occidental que ha osado equiparar en derechos a la mujer y al hombre. Aunque los talibanes, los ayatolás y Omar Gaddafi recurran a escenografías distintas para la obra, y no coincida tampoco el argumento, la finalidad moralizante de la representación es invariable: que la mujer pertenece en propiedad al hombre, y para asegurar ese dominio cualquier medio es legítimo. Convendría que fuéramos teniendo claro cuál es la cuestión más fuerte e irreconciliable del conflicto que hoy divide al mundo.