A Enrique García, ovetense nacido en Avilés en 1932, le gustaba ver películas y logró vivir de ello sin salir de su barrio. De espectador compulsivo pasó a intrépido cineclubista, trabajador de una empresa exhibidora, programador y, fugazmente, distribuidor. Sus recuerdos contienen una crónica sentimental del cine desde los tiempos en que era el máximo entretenimiento. En 1968 introdujo el cine de arte y ensayo en Asturias, en sincronía con el circuito más avanzado de la Barcelona más moderna. Estuvo en la aventura empresarial astur-catalana de Bocaccio Films.

-¿Va al cine?

-Poco, porque no me resulta cómodo, pero no veo inconveniente en que los cines estén lejos. Si te atrae una película, vas. Vi «Avatar» por el 3-D. Siempre me gustó el cine en tres dimensiones. En Oviedo, el Campoamor dio «La carga de los jinetes indios» y el Real Cinema «Los crímenes del museo de cera» en los años cincuenta del siglo pasado. En el Campoamor se veía peor porque proyectaban desde arriba y convenía que el haz estuviera casi al nivel de la pantalla. En el Palladium, en la segunda mitad de los setenta, se vio «Carne para Frankenstein» y «Sangre para Drácula» (de Paul Morrissey, factoría Warhol).

-¿Cómo resultó entonces?

-Era difícil de proyectar: había que pintar la pantalla de color plateado, hacían falta dos cámaras y tenían que arrancar a la vez. Con un segundo que se desfasaran las imágenes se pedía el efecto de relieve.

-¿Trabajar toda la vida como exhibidor estropeó su mirada de espectador?

-Claro. He visto miles de películas, pero muchas de ellas no enteras.

-Usted programó mucho cine de Woody Allen cuando era un lejano humorista judío vecino de Nueva York. Ahora tiene estatua en Oviedo y visita la ciudad con cierta frecuencia.

-Sus películas tenían mucho éxito en Oviedo, desde el principio. Cuando se volvieron de culto buscamos quién las tenía para reponerlas en ciclo. Pasó igual con las de Humphrey Bogart a principios de los 80 que proyectamos en las salas Clarín. Nos devolvieron una copia de «Tener y no tener», de Howard Hawks, y quedó como reliquia. La dábamos después de la última sesión a invitados especiales: a Emilio Alarcos, a Gustavo Bueno y a Alfonso Guerra, una noche en que lo llevó Juan Cueto.

-Cuando aún no venía Woody Allen a Oviedo ¿Qué estrellas de cine trajo a Asturias?

-Vino Arturo Fernández al Ayala a presentar «Un vaso de whisky» (1958-1959), de Julio Coll. Estuvo con sus padres. Era elegante y galán. Entonces ni tenía «fans» ni presumía. Marisol promocionó el estreno de su primera película «Un rayo de luz» (1960). Llegó a Gijón en el exprés de la noche y desayunamos chocolate con churros en la calle Corrida. Era una cría normal pegada al productor, Manuel Goyanes, un presumido, un suficientillo. A las cinco estuvo en el Arango y a las siete y media en el Principado.

-La niña prodigio.

-Y Rocío Durcal. Traía su primera película, «Canción de juventud» (1962), que estaba patrocinada por Vespa. Era una adolescente asustada que no decía nada. La acompañaba Luis Sanz, su representante. Vino con un trapín y nosotros habíamos preparado una gala en el cine Principado, que tenía escenario, y tuvimos que comprarle un vestido para la ocasión. Aquellos espectáculos los presentaba el periodista José Miguel Azpiroz.

-¿Qué tal funcionaba en aquellos años el cine español?

-Mal. El de Lola Flores, Carmen Sevilla y tal, que no daba un duro en Oviedo, pero había que cumplir con un número de películas españolas al año y no te dejaban programarlas en verano porque consideraban que era una mala época, salvo que tuvieras un local refrigerado. Para burlar aquello puse un aparato Westinghouse en la parte de atrás del Real Cinema, en Longoria Carbajal y así podía poner «local refrigerado» y películas de poco éxito en meses bajos.

-Vivió desde dentro cuando el cine era la mejor oferta de ocio.

-Lo que más perjudicó al cine no fue la televisión, sino la automoción. El Renault 4-4 y el Seat 600 permitieron que las familias salieran los domingos de excursión. Hasta entonces las entradas para las sesiones de cine de los domingos se agotaban el martes o el miércoles. La sesión fetén era la de las siete de la tarde del domingo. Como no había luz en los estadios, los partidos de fútbol empezaban a las tres y media. Había personas abonadas a la butaca y fila tal del cine cual a las siete de la tarde del domingo, pusieran la película que pusieran.

-¿Tenía éxito el arte y ensayo?

-Daba suficiente dinero.

-Usted fue quien pensó en hacer el Palladium.

-Sí, desde que hubiera una sala para arte y ensayo hasta el nombre. Fue el primero de España construido específicamente para dar arte y ensayo, cuando lo normal era aprovechar un cine malo: el Brisamar, en Gijón; el Zorrilla, en Valladolid... Cuando abrimos estaba a las afueras de Oviedo, en una calle sin asfaltar, con un prado enfrente que era el aparcamiento para los pocos que iban en coche. Sólo tenía butacas de patio, era muy espacioso -no más de 500 entradas-, el más caro de Oviedo, y lo estrenamos en 1968. La legislación para este circuito decía que todo lo que se emitiese debía tener subtítulos y usamos esa coartada para no dar el «No-Do» (el noticiario oficial), obligatorio en el resto de los cines. En su lugar poníamos películas de dibujos animados checas o húngaras.

-¿Estaba menos afectado por la censura?

-Algo menos.

-¿Cómo convenció a la empresa para exhibir un cine no demasiado comercial?

-Manuel Fernández Arango y su consejero delegado, Santiago Silva, eran avanzados. Y funcionó bien, al principio, porque estaba menos ahogado por la censura. En 1977, con la transición, se convirtió en un cine corriente que quedaba lejos. Acabaron vendiéndolo para gimnasio. Yo ya estaba en las salas Clarín, y luego, en las Brooklyn.

-Usted estuvo también en la aventura Bocaccio Films, cine con una pierna en Asturias.

-Iba mucho a Barcelona y conocía a Pere Ignasi Fages, Antoni von Kirchner y Jaume Figueras, que eran críticos de cine y tenían el Publi, la primera sala de arte y ensayo de la ciudad. Eran distribuidores (KFF) y me interesaban por la programación del Palladium. Oriol Regás, dueño de la discoteca Bocaccio, quería montar una distribuidora y productora de películas. Fueron los que pusieron en marcha «Morbo», de Gonzalo Suárez.

-Sus protagonistas, Víctor Manuel y Ana Belén, se conocieron en el rodaje.

-Sí, en Gerona. Era muy mala. En Oviedo se estrenó en el Campoamor y estuvo floja de público. «Morbo» tenía guión de Juan Cueto. No me gusta Gonzalo Suárez como director. Toma una buena idea y la hace a su manera. En lo comercial es muy inseguro. La parte de distribuidora consistía en que la Paramount de Londres nos cedió tres películas en exclusiva, una de ellas, «El descenso de la muerte».

-Una de esquí bastante mala.

-Sí, pero con Robert Redford. La distribuidora dio para poco. Tuvo sucursales en Galicia, Madrid, Barcelona y Bilbao aprovechando a conocidos. Dejé el circuito Fernández Arango, pero la simultaneé con los cines Clarín.

-¿Qué recuerda mejor de lo que hizo?

-El programa «Treinta días, treinta películas», que hacía en el Real Cinema para animar los veranos de Oviedo. Mezclaba cine de buena taquilla con cine de culto. Cuando repusimos «El año pasado en Marienbad», de Alain Resnais, la gente marchaba porque no entendía nada. Pedíamos que si les gustaba la película, aplaudieran al final: si dejabas la luz apagada, aplaudían; si la encendías, no. Me gustó mucho, a principios de los setenta, la Semana Internacional de Cine Turístico de Luanco, que le propuse al Alcalde y en la que me ayudó mucho Luis Alberto Cepeda, que fue director de LA NUEVA ESPAÑA. Pedía películas a las embajadas de Italia, de Francia y se proyectaban en una pantalla grande delante del bar del muelle.

-¿Ve cine en casa?

-Reviso muchas películas y, en general, mustian con los años.