Lo siento. No resisto más la estancia de Riopedre en la cárcel, sepultado bajo un sumario secreto. No lo entiendo. Y lo escribo desde la entraña, a sabiendas de la incorrección política que cometo. Escribo lo que se comenta en la calle, en los chigres, en tertulias y cenáculos: una desatada furia justiciera difícil de comprender ha encerrado a un septuagenario enfermo en Villabona.

No importa que el anciano convaleciente sea filósofo o delincuente común. Lo que aterra es la impiedad, la inmisericordia, la prepotente implacabilidad de un acto de justicia.

Confío en el sistema judicial de mi país y respeto a quienes ejercen su ministerio; pero reclamo que jueces y fiscales actúen como integrantes de una comunidad determinada, en este caso pequeña, abarcable. Reclamo que no ejerzan su función desde otro mundo o desde la inopia. Reclamo que se interesen por conocer al personaje, su trayectoria, su entorno, su vida, para ser precisamente más justos. O, al menos, para no incurrir en el ridículo de atribuir «riesgo de fuga» a quien combatió a la dictadura franquista para disponer, entre otras cosas, de un ordenamiento jurídico que les corresponde interpretar desde su más radical libertad de juicio.

Nunca cultivé amistad con Riopedre, aunque me unen a él el compañerismo y la camaradería que generan las ideas y las fatigas compartidas. No presumo, por tanto, de objetividad al acercarme a esta lacerante situación desde una perspectiva puramente humana. Tampoco pretendo trato de favor o compasión. Me gustaría que los docentes comentasen con sus alumnos el caso de su ex consejero de Educación encarcelado, que recaben su opinión y que establezcan comparaciones (que las hay y muchas) para poder extraer conclusiones sobre el caso.

También quiero que acabe esta especie de prisión preventiva para un hombre viejo y enfermo, como querré que lo condenen si se demuestra su culpabilidad.

Entiéndanme: escribo desde la víscera, desde la rabia que me produce imaginar a Riopedre en la cárcel.