No puede decirse de Javier Fernández (Mieres, 1948) que sea un tipo chispeante. Al contrario, es más bien un rumiante lento con un poso de fastidio que le hace un tanto seco en el primer contacto. Sin embargo, bajo esa máscara algo forzada por una timidez sobrellevada, deja con el tiempo ver a un hombre cercano, serio y riguroso. Es un político de digestión lenta en una época en la que los partidos se desesperan por el eslogan urgente y la respuesta inmediata en el Twitter.
Javier Fernández, en su permanente mesura, es el hombre del javierismo, un término que define un proceso de lenta cohesión del PSOE asturiano que él ha ido tejiendo a lo largo de los años, levantando algún callo entre quienes lo consideraban suyo y limando recelos entre quienes lo veían como un hombre de José Ángel Fernández Villa. Cuesta quitarse las etiquetas, pero el secretario general de la FSA y actual candidato autonómico se ha empeñado a fondo en ello: tanto como ahora para evitar ser calificado facilonamente de anverso de Tini Areces.
La militancia socialista real le llegó a Javier Fernández ya talludo. Se afilió al PSOE en 1984, con 36 años. La militancia en el espíritu, en cambio, la mamó en la cuna. Nació en una familia de izquierdas mierense señalada por un abuelo que murió «paseado» por los franquistas y su padre fue internado a los 16 años en un campo de concentración en el Occidente. Tuvo parientes que anduvieron años echados al monte.
«Recuerdo los viajes a Francia, a visitar a nuestros parientes que se habían exiliado; recuerdo la humillación que suponía para mis padres ir a obtener el pasaporte», relata. Ese recuerdo de un país libre más allá de la frontera aún impregna buena parte de su memoria infantil. «El contraste era enorme y se veía también en los trenes. Era pasar Irún, cruzar la frontera, subirme a un tren francés y quedarme perplejo con aquella limpieza, eficacia; la imagen de un país ordenado, tan distinta del nuestro pese a que no hacía tanto que también había salido de una guerra», asegura el líder de la Federación Socialista Asturiana.
Sin embargo, la vocación política se encapsulaba en su interior como un isótopo radiactivo de activación lenta. El Javier Fernández niño soñaba con ser egiptólogo y descubrir secretos en las Pirámides bajo el sol abrasador. Nunca viajó a Egipto (tiene anotado ese destino como urgente, pero siempre aplazado) y el afán de aventura se quedó en estudios de ingeniería de Minas, algunos años en una empresa de proyectos y unas oposiciones que le permitieron ingresar en el cuerpo de ingenieros del Estado. Sólo entonces fue socialista de carné.
Su carrera profesional le permitió hacer la ruta Madrid-Cantabria-Asturias y en el año 1991 inició la actividad política como director general de Minas en el Gobierno de Rodríguez-Vigil: un cargo al que llegó por su perfil técnico, aunque exigía buena cintura política ante el entonces todopoderoso sindicato minero SOMA.
El propio Javier Fernández reconoce que en esa etapa trabó estrecha amistad con José Ángel Fernández Villa cerrando un círculo: el padrino del hoy candidato era Arístides Llaneza, hijo del fundador del sindicato, Manuel Llaneza. El salto de lleno a la política lo dio en 1996, cuando Javier Fernández fue elegido diputado nacional. A sus entonces 48 años tampoco pisó el acelerador con fuerza: prefiere el sosiego de las cosas lentas pero bien hechas al atropello por lograr objetivos inmediatos. Puede ser ésa una de las razones por las que su ansia de seguridad lo lleva a revestirse con esa imagen de inescrutable que lo rodea.
En el Congreso de los Diputados trabó amistad con un entonces desconocido José Luis Rodríguez Zapatero. Aquel viaje a Madrid tuvo billete de vuelta a Asturias en 1999 (con regreso luego a la capital como senador en 2007), cuando fue nombrado consejero de Industria en el primer Gobierno de Vicente Álvarez Areces. Poco duró en el asiento. El PSOE asturiano, fracturado por la traumática ley de Cajas, sacó los sables en el congreso regional de 2000, en el que Fernández y el avilesino renovador Álvaro Álvarez se disputaron la secretaría general en un cuerpo a cuerpo que se saldó por un puñado de votos. El ala guerrista del partido impuso su candidato, pero Fernández sabía que lo mejor era restañar las heridas. Fue ahí cuando nació el «javierismo».
Lee con intensidad hasta la madrugada. Apasionado de la narrativa norteamericana, guarda buen regusto de una de sus últimas lecturas: «Némesis», de Phillip Roth. Pero cuando se le pregunta por libros, se debate entre su pasión y esa permanente tendencia a tirar del freno: «Ensayo, poesía, filosofía, fui borgiano antes de que todo el mundo hablase de Borges, mucha literatura sudamericana, Cortázar, Octavio Paz, Rulfo, Onetti», enumera.
¿Cine? «El gatopardo» o cualquiera de Visconti. Fue dialéctico, como correspondía en los comienzos, pero salta de Tomás de Aquino a Hobbes o a Edgar Morin. Se declara agnóstico, pero el líder de la FSA prefiere aparcar debates teológicos porque no son terrenales. Lo terrenal para él es definirse como laico.
Si de algo se siente orgulloso en su trayectoria personal es de haber llegado a la secretaría general del PSOE, pero su hija le ha dado las mayores alegrías: cuando la tuvo por primera vez en brazos y cuando se licenció en Medicina. Casado y muy celoso de su vida personal, Javier Fernández la mantiene bien al margen de su actividad pública.
Esa lenta carrera de fondo le ha llevado ahora a disputar la presidencia autonómica después de haber logrado con éxito coser las costuras del PSOE asturiano y revalidar como secretario general del partido en dos ocasiones con una holgada mayoría, enterrando las diferencias internas. Natural sucesor de Areces, prefirió tomarse su tiempo antes que atender a quienes le calentaban la oreja pidiéndole un relevo anticipado. Su terreno no es el de la política-espectáculo, la exhibición multimedia, el eslogan urgente. Prefiere la parsimonia de las ideas meditadas, aunque choque algo en estos tiempos. Prefiere el sosiego de conocer a fondo los asuntos antes de pronunciarse al requiebro improvisado para salir airoso. Más bien los suyos resaltan su necesidad de estudiar a fondo el temario antes de pronunciarse. Y sobre todo su valentía para dar el paso por complicados que fueran los escenarios. Él mismo valora a quienes dan su opinión sin miedo; escucha, matiza y rectifica, pero decide.
Le sale un poco el tópico al asegurar que admira a Mandela, prefiere el té al café y es madridista hasta la médula, por lo que ahora le toca estar en horas bajas futboleras.
-¿Y si tuviera que resumir en una lección lo que ha aprendido de la vida?
Silencio en una larga pausa. Luego, un ligero titubeo.
-Humildad. Es el mejor consejo que podría darle a alguien.