Un día de verano de comienzos de los años 60 el sargento de la Guardia Civil de El Entrego vio pasar por la calle de La Laguna a una persona que le llamó la atención. Era un joven corpulento de cabellera irrealmente rubia y faz redonda y rubicunda que llevaba un libro en la mano. Al sargento, que se había hecho famoso por el extremo celo con que se aplicaba a perseguir la subversión, semejante presencia le resultó provocadora y actuó en consecuencia.

Interpeló al joven y le pidió que le enseñara el libro que llevaba consigo. Era la «Teoría del desarrollo capitalista», de Paul M. Sweezy, un manual dedicado a interpretar y explicar el complicado texto de «El Capital», de Carlos Marx. Era más que improbable que el sargento conociera la obra, pero le bastó con abrirla y hojearla para detectar un cierto olor a azufre y, sobre la marcha, decidió requisarla. Hecho lo cual, le dijo al joven rubio que, si quería recuperarla, pasara por el cuartel. Cuando lo hizo, le devolvió el libro, pero tras un interrogatorio que, sin duda, sirvió para fichar a quien lo llevaba.

El sargento llevaba poco tiempo en El Entrego. De ser más veterano en la localidad no le hubieran sorprendido la presencia ni el aspecto de Manuel Jesús, cuya fisonomía alemana, o más nórdica todavía, era un capricho de la naturaleza transmitido por vía genética, pues sus raíces familiares se hundían en la Hueria de Carrocera y en cuya filiación se duplicaba el apellido González. Chus, como le llamaba todo el mundo, era muy apreciado por su carácter abierto y afable y, además, archiconocido por sus actividades ligadas a la empresa familiar, asentada en el barrio de La Juliana, donde, en la trasera de la tienda de su madre, Nieves, tenía sus dependencias Radio Marte, un negocio de electrónica fundado por Graciano, el padre de Chus, cuya actividad más conocida era la instalación de megafonía portátil.

Todos los altavoces que difundían la música en las fiestas de la zona, ya fuesen las grandes de La Laguna o las romerías de prau, eran de Radio Marte, que instalaban Chus y su cuñado Ramón Sánchez del Arco, como lo era asimismo la megafonía del campo de El Nalón en el sentido más integral, pues Chus y Ramón se encargaban también de la locución de los anuncios y de leer las alineaciones de los equipos.

En cuanto al libro, daba la casualidad que era mío y se lo acababa de prestar minutos antes. Chus declaró en el cuartel que era un libro que se utilizaba en la carrera de Económicas, lo cual era rigurosamente cierto, y, buen amigo, asumió su propiedad para, en vista de por donde iban las cosas, no meterme en problemas. En realidad, él tenía muchísimos más libros que yo, pues su padre, un ex minero, luego maestro industrial de Duro-Felguera, era un autodidacta de curiosidad universal que había formado a lo largo de su vida una de las mejores bibliotecas privadas del Valle del Nalón, rigurosamente puesta al día, libros prohibidos incluidos.

l EL ECONOMISTA. Por aquella época Chus ya había dado el giro que encauzaría definitivamente su vida. Tras estudiar en los jesuitas de Gijón, había hecho peritaje industrial en la rama eléctrica, quizá condicionado por el negocio familiar. Pero su curiosidad intelectual estaba lejos de sentirse colmada e hizo una prueba exploratoria para tratar de satisfacerla, y así se matriculó por libre en la Facultad de Económicas de Bilbao. Preparó por su cuenta una sola asignatura y le dieron un notable. Pero, más que la nota, lo realmente notable fue que la materia le gustó y al curso siguiente ya estaba matriculado en la Facultad de Económicas de la Complutense. Fue el comienzo de una impresionante trayectoria profesional y académica que le llevaría a licenciarse y a sacar a renglón seguido las durísimas oposiciones a Economista del Estado, tras prepararlas en su casa de El Entrego, codo a codo con su amigo Germán con una disciplina prusiana. Su primer destino fue la oficina del Plan de Desarrollo, donde trabajó a las órdenes de Fabián Estapé. Pero la docencia le tentaba y su amistad con Pedro Schwartz, un profesor excepcional y una personalidad fascinante, le empujó a seguir sus pasos y, tras doctorarse, obtuvo la cátedra de Historia de las Doctrinas Económicas de la Universidad Complutense, que, tras un breve paréntesis en la Universidad de Oviedo, cambió por la de Historia del Pensamiento Económico en la Universidad a Distancia, mientras dejaba en excedencia su actividad como economista del Estado y técnico comercial a fin de conseguir tiempo para poder incrementar su dedicación a la docencia -como profesor del CUNEF, por ejemplo- y poder dedicarse a escribir de economía y de historia, de lo que son frutos varios libros ya clásicos en la materia e infinidad de publicaciones monográficas, como secuela inevitable de una capacidad de trabajo excepcional. Su amigo Gonzalo Anes pudo decir con conocimiento de causa que «es el economista español que más ha leído, estudiado y reflexionado y, por tanto, el que más sabe y el más independiente».

l EL LIBERAL. La evidencia más clara de su independencia la constituyó su evolución ideológica, para pasar del credo izquierdista de su juventud, cuando militó en la Juventud Obrera Católica y simpatizó con el socialismo -Felipe González durmió en su casa de El Entrego cuando aún no era Isidoro- a una convicción liberal depurada por el análisis y el estudio histórico hasta la esencialidad. Consciente de que su compromiso intelectual y moral pertenecía al mundo de lo minoritario, podía afirmar, ya en 1997, que «los liberales españoles cabemos en un taxi». No cesó por ello de predicar, a menudo en el desierto, aunque la fortuna le deparó alguna oportunidad gloriosa, como la de poder dictar una vez una conferencia con Hayek sentado en la primera fila de butacas y poder apreciar en el brillo de los ojillos del anciano economista el brillo de la aprobación.

l EL AMIGO. Me considero incompetente para valorar en su justa medida la importancia de la aportación científica de Manuel Jesús González.

No, para vincularla a su calidad humana. A lo largo de su vida Chus fue acumulando éxitos y reconocimientos -Director General de Universidad, académico de la Historia, presidente de la Cámara de Cuentas de la comunidad autónoma de Madrid- e incrementando su nómina de amigos en proporción directa a su calidez y simpatía y a su generosidad. Pero lo más notable, que ese mapa de afectos no necesitó encogerse por un lado para poder ampliarse por otro. Los muchos y nuevos amigos, muchos de posición brillante en la política o en los negocios o en las instituciones (Esperanza Aguirre, quizá la más significada), llegaron sin desalojar a los antiguos. Y aunque esos amigos de juventud no se hayan movido de las primitivas coordenadas ideológicas, se han mantenido cerca de él -y viceversa-, en una demostración, ciertamente emocionante, de que las discrepancias ideológicas y políticas no sólo son compatibles con el afecto, sino que, si son mantenidas con lealtad y respeto, lo refuerzan.

Constatarlo es, seguramente, el mejor homenaje que se puede hacer a Jesús Manuel González, nuestro amigo Chus, en el momento de su partida. Quien se marcha es un asturiano ejerciente en todos los sentidos -desde el amor por la tierra plasmado en la querencia por las raíces antiguas (El Entrego y la Cuenca) y las nuevas (la casa de Villapedre), al gusto por la sidra, pasando por la devoción, plasmada en obras, por sus grandes antepasados intelectuales (Campomanes, Jovellanos, Flórez Estrada)-, un profesional extraordinario y, en fin, alguien de quien se puede decir con toda propiedad que ha sido una gran persona, concepto que cubre las equivocaciones en que pudo incurrir, mera contingencia frente al valor de lo esencial. Gran cabeza y gran corazón, en ambos tuvo reservado el mejor espacio para su familia. Para Rosa, su mujer, el mejor apoyo de su vida. Para su hija Marta, a la que adoraba y cuyo futuro se esforzó en encauzar respetando su voluntad. Para su hermana y sus sobrinos, dignos continuadores de la obra de su cuñado Ramón, creador de El Urogallo y Del Arco, en el que pudo admirar de cerca las cualidades que definen al mejor emprendedor: iniciativa, valentía y generosidad.

Su gran amigo Piti García Casal me contaba hace unos días la visita que le había hecho meses atrás en su casa de Pozuelo, cuatro horas, sentados frente a frente, llenas de largos silencios que expresaban mejor que nada lo que no se podía mencionar. Pero el intelectual, el economista sobre todo, que era Chus, no se resistió al reto de tratar de codificar la tragedia en una clave científica. «La salud es un bien consumible», dijo, «y yo ya he consumido la mía».

Mucho de lo que has hecho no se ha consumido, Chus.