Avilés, Javier CUERVO

El poeta y nombrador Fernando Beltrán (Oviedo, 1956) ha reunido este año su poesía desde 1980 en «Donde nadie me llama» y cuenta en su libro «El nombre de las cosas», que sale el 15 de octubre, cómo empezó a ganarse la vida bautizando empresas. Hijo de un alcalde de Oviedo, padre del término «Lloviedo» -que le une a la ciudad y a la lluvia-, ha ido regresando a Asturias, con una casa en Novellana (Cudillero) y el Aula de las Metáforas, en Grado. Vive en Madrid. Está casado y tiene dos hijas.

-¿Cómo fueron sus ochenta?

-El tiempo más hermoso, fecundo, anárquico y feliz de mi vida. Teníamos la edad del corazón y de la poesía, la noche a borbotones y la vida por delante. Seguíamos sin saber qué queríamos, pero estábamos dispuestos a todo por conseguirlo. En el Café Gijón de Madrid Miguel Galanes, Vicente Presa y yo creamos un movimiento poético, el «sensismo», y llegamos a la suprema ingenuidad de pensar que era una forma de vivir. Luego se enmarcaría, con matices, en la poesía de la experiencia. Nos divertimos y vivimos como jamás volvió a ocurrir.

-1982 fue un año clave...

-Plena efervescencia de la Movida, de la que formé parte desde sus orígenes con poemas en «La Luna de Madrid». Llegó el PSOE al poder y tuve el único puesto semipúblico de mi vida, como secretario general de la Confederación Española de Gremios y Asociaciones de Libreros. Duré cinco meses. Me habían vendido un cargo cultural y era una institución empresarial.

-Ganó el accésit del «Adonais» con «Aquelarre en Madrid», el año en que se premió a Luis García Montero.

-Eso marcó mi vida. Era la segunda vez que me presentaba. La primera había recibido invitación para la entrega y me ilusioné pensando que era mío? Luego, nada. La segunda vez no recibí invitación y pensé que no había opciones. Aun así, me presenté con mi mujer, pero, en las escaleras del hotel Palace, decidimos pasar e irnos de cañas. Al volver a casa, llamé a mis padres para interesarme por mi madre, que estaba enferma. Una hermana me dijo que estaban telefoneando familiares y amigos de todas partes porque la radio y la televisión habían dicho que yo había ganado un premio. ¡Qué grito! Mi texto se convirtió en referente de la Movida. La fama inesperada me asustó: no estaba preparado para acudir a mesas redondas con famosos.

-Dice que ya estaba casado.

-Me casé con 23 años; ella, apenas 21. Fue una auténtica locura sólo superada por la de seguir juntos 31 años después.

-¿Cómo se conocieron?

-En un guateque, a los 17 años. Mis amigos y yo no conocíamos mucho a la gente que lo organizaba y llegamos muy tarde. Al poco, una chica maravillosa, con el pelo por la cintura, vino a decirme con voz muy amable que me había sentado encima de su bolso y tenía que irse. Me levanté pidiendo disculpas, pero el bolso no estaba. Se puso colorada como una manzana. Cuando se fue, pregunté quién era. Elena Bordiú Barreda. Unos días después me presenté a la salida de su colegio. Vestida con el uniforme verde de las irlandesas no era ya sólo hermosa, sino imprescindible. Como yo era un romántico empedernido, tardé muy poco en decirle que iba a ser la mujer de mi vida. Me contestó muy digna: «Estás tú listo».

-¿Cómo es su mujer?

-Geógrafa, sensata, inteligente, guapísima todavía, la mejor persona que he conocido. Me ayudó a romper con mis fantasmas anteriores, me enseñó a ser libre y me dejó serlo con la única condición de que trajera a casa los versos más hermosos, aunque entrañaran dolor. Luchó por que fuera así. A los siete años de casarnos nació nuestra primera hija, Marta, y abandoné la publicidad, donde llevaba dos años. Cobraba un sueldazo, pero ellos mismos me decían que no parecía creerme mucho lo que hacía. Me di cuenta de que nadie se ocupaba en exclusiva de la importancia que tienen los nombres de las empresas y quise dedicarme a eso profesionalmente. Me fui a la intemperie absoluta. «¿Cómo lo vas a dejar? ¿Y tu hija?», y yo respondía: «Por eso, por mi hija». Elena siempre me acompañó y eso me permitió hacer lo que he hecho. Lo valoro mucho. Conozco poetas que se perdieron por falta de compañía.

-Aún conoció a los grandes poetas de la Generación del 27.

-Visité a Vicente Aleixandre en su casa de la calle Wellingtonia; conocí a Rafael Alberti y a Gerardo Diego, que iba algunos días a la tertulia del Café Gijón; mantuve entrañable correspondencia con Jorge Guillén, cuya poesía admiraba. Tuve una relación muy especial con Dámaso Alonso, que fue testigo de nuestra boda. Cuando mi padre le vio aparecer, no podía creérselo. «Si el director de la Real Academia viene a la boda de mi hijo de 20 años», debió de pensar, «será que en lo suyo vale algo». Ese día cambió su relación con mi oficio poético.

-Parece que necesitó mucho la aprobación de su padre.

-Le vi muy poco, por su trabajo, y tuvimos un encuentro tardío de hablar y escuchar. Cuando murió, heredé unos zapatos y una gabardina en que guardaba una nota con apuntes de compras, entre ellos, dos libros míos que quería regalar.

-¿El Nombre de las Cosas fue abrir y besar el santo?

-La travesía del desierto fue larga: años sin encargarme nadie nada, en los que me tuve que inventar un oficio, una tarifa, un protocolo de fases de actuación, herramientas de trabajo. Tenía un estudio impresentable, en un piso de una casa que se caía a trozos y se alquilaba por cuartuchos. Me correspondía la antigua cocina y mi mesa chocaba contra la vieja alacena. Pasé años quedando con los clientes en el hall de los hoteles, diciéndoles que estábamos en obras y hablándoles en plural, como si fuéramos un equipo completo, según me aconsejó mi padre, poco antes de morir. Si viera en lo que se ha convertido El Nombre de las Cosas no se lo creería. Sería mi mejor colaborador.

-Señala como hito 2003, un mal año. Una enfermedad física y una enfermedad del alma a la par. ¿Quiere ser más explícito?

-No. Tuve una crisis vital y personal muy fuerte. Aceleré el corazón demasiado, se asustó, toqué fondo y escribí esa queja desgarrada y terapéutica que fue «El corazón no muere». Así salí del hoyo y aprendí mucho.

-¿Para escribir necesita conmoción?

-Tengo un amigo que cuando tardo en sacar libro me dice «qué pena que no te vayan las cosas peor». Mis libros tienen éxito en los ámbitos de la psicología. La expresión me ha servido para sacar lo que había dentro. Creo en el valor de la superación y de la supuración de la poesía. Salgo con fuerza del momento malo.

-¿Por qué regresó a Asturias?

-A los 20 años regresé por mi cuenta y comencé a viajar de vez en cuando a Oviedo, a «Lloviedo», como empecé a llamarla para unir en una palabra mis tres grandes realidades (yo, lluvia, Oviedo) y convertirla en territorio mítico. A principios de los ochenta, Álvaro Díaz Huici se puso en contacto conmigo desde Gijón y se interesó por publicar un libro mío en su colección Aeda de poesía. Me puso en la pista de Gabriel Ferrater, mi poeta de cabecera durante algunos años, y me presentó a un entonces casi desconocido Antonio Gamoneda, hoy mi maestro y amigo, y a quien reeditó «Blues castellano». A Álvaro tendría que hacerle la cultura asturiana un homenaje por su labor editorial. También debo agradecimiento al grupo poético «Luna de Abajo», de Langreo -Helios Pandiella, Miguel Munárriz y, sobre todo, Ricardo Labra-, que comenzaron a pedirme poemas para sus publicaciones. Tengo muy buenos amigos entre los poetas asturianos de la siguiente generación, con una devoción especial por los extraordinarios José Luis Piquero, Javier Lasheras y Xuan Bello.

-Recientemente, crea el Aula de las Metáforas en Grado, de donde procede su familia.

-Más de 7.000 volúmenes de poesía y un lugar mágico en un ala de la Casa de Cultura de Grado que se ha convertido en motor de actividad poética del profesor de la Universidad de Oviedo Leopoldo Sánchez Torre y con la ayuda del novelista y abogado Manolo García Rubio. Hace tres años compré una casa en Novellana (Cudillero) donde me aíslo, cargo pilas poéticas y me siento feliz.

-Se cuenta con desazón, pero siempre destaca la felicidad.

-He sido feliz a manos llenas. Soy vitalista, optimista y lucho por la felicidad, algo tan improbable.

-¿Qué tal su vida hasta ahora?

-Cojonuda. Amé y fui amado. Hice lo que quería, me equivoqué en muchas cosas y rectifiqué, intenté ser buena gente y nunca me quedé quieto. Me siento tan colmado que a veces me asusta. Estoy a ver qué viene a continuación y me apetece mucho volver a empezar, abrir los ojos hacia el exterior y hacia el interior e intentar decir las cosas de otra forma.