Cuando Jovellanos se despidió de Carlos IV, una vez exonerado del cargo de ministro, el monarca le dijo «que quedaba satisfecho de su celo, pero que tenía muchos enemigos».

Si tuvo muchos enemigos, también gozó Jovellanos a lo largo de su vida de numerosos amigos. Los cientos de cartas que se han conservado de la correspondencia que mantuvo con ellos son testimonio fehaciente de esas amistades, algunas sostenidas a lo largo de toda su vida, otras suspendidas por algunos de los sucesos que hubo de pasar. Soltero, con una vida amorosa que la discreción que mantiene en sus Diarios no permite conocer en toda su dimensión, Jovellanos buscó el amparo de sus amigos, a los que hacía confidencias y en los que buscaba complicidad en sus venturas y desventuras. En carta dirigida al canónigo Carlos González de Posada, uno de sus amigos asturianos, expresa lo que para él era la amistad: «Doy a usted las más tiernas gracias por su fina amistad. Créame usted, magistral mío, yo no puedo ser infeliz mientras tenga buenos amigos. Un testimonio de su aprecio y la menor prueba de benevolencia pública, vale para mí más que todos los bienes que puede dar la fortuna. Así que quiérame usted mucho, y crea que le quiere de veras su fino y afectísimo de corazón». Con algunos le unió su pasión común por alguna materia, como las Bellas Artes o la Literatura, con otros fue la afinidad ideológica.

En la relación de sus amigos, un nombre ocupa, sin duda, el primer lugar. Es Juan Arias de Saavedra, al que Jovellanos daba el trato de «papá», y que era siete años mayor que él. A Arias de Saavedra le conoció en el Colegio de San Ildefonso en Alcalá, donde éste era ya colegial y fue, además, el encargado de realizar las pruebas de limpieza de sangre del asturiano. Arias fue una de las personas que lo animaron a seguir la carrera de la toga y abandonar la eclesiástica. En las muchas dificultades económicas que Jovellanos pasó a lo largo de su vida, siempre estuvo Arias de Saavedra prestándole su ayuda.

Con ocasión de dictar su primera memoria testamentaria, el 31 de enero de 1802, en la cartuja de Valldemosa (Mallorca), Jovellanos califica a Juan Arias de Saavedra como el «más tierno y constante de mis amigos», «de cuyo amor a mi persona y celo por mis intereses tengo tantas y tan singulares pruebas». Le da «el nombre de padre, que ha merecido de mí por los continuos oficios y demostraciones de tal que ha hecho y hace conmigo de muchos años a esta parte». En dicha memoria, quiere distinguir a Arias de Saavedra, «según la medida de mi corazón y la extensión de mi ternura y reconocimiento; pero respetando su heroico y generoso desinterés y rendido a las repetidas pruebas que de él me ha dado», rogándole escoja de entre sus libros, pinturas y alhajas, lo que mejor le pareciere, y que por «lo menos tome para sí la Biblia políglota complutense que existe entre mis libros de Madrid, y además, el Retrato original de cuerpo entero que hizo de mi D. Francisco Goya en 1798».

Cuando Jovellanos regresó de su encierro en Mallorca, desgastado y cansado por los años de prisión, fue a buscar refugio a casa del amigo, en Jadraque (Guadalajara). Allí llegó el 1 de julio de 1808 y el encuentro entre ambos estuvo lleno de emotividad. La noticia de la muerte de Arias, el 23 de enero de 1811, la conoció Jovellanos cuando se encontraba en La Coruña, presto a retornar a Asturias, en julio de 1811. Escribe Ceán: «Fue acometido de nuevo con la acerba noticia de la muerte del primero, del mejor y del más querido de sus amigos don Juan Arias de Saavedra [...] que hubo de ponerle en peligro de suceder la suya. Solamente yo soy capaz de concebir hasta qué grado de dolor ascendería su extraordinario sentimiento al recibir un golpe tan atroz, porque soy testigo ocular del origen de tan estrecha amistad en 1764...».

La segunda persona de gran relevancia en la vida de Jovellanos fue Juan Agustín Ceán-Bermúdez, cinco años más joven que él, que estuvo a su lado gran parte de su vida. Era Ceán-Bermúdez natural de Gijón y de familia hidalga, aunque de pocos recursos. A muy temprana edad entró a servir con los Jovellanos. Cuando Gaspar volvió para Alcalá después de su estancia de un año en Asturias, Ceán le acompañó como paje y a su lado continuó en los años siguientes ejerciendo como secretario y, siempre, como amigo. Gaspar le correspondió pagándole en Sevilla y en Madrid algunos estudios artísticos, materia ésta a la que Ceán se inclinaba, llegando a ser un reconocido historiador del Arte. Ceán estuvo junto a Jovellanos durante su corto paso por el Ministerio. Tras su caída continuó en Madrid, pero en 1801, tras la prisión de Jovellanos, fue relevado del cargo que tenía en Madrid y destinado de nuevo a Sevilla, al Archivo de Indias.

Cuando Jovellanos fue detenido en su casa de Gijón, todos sus papeles fueron requisados y enviados a Madrid en dos baúles. En 1808, cuando recobró la libertad, pidió que éstos fueran entregados a Juan Agustín Ceán-Bermúdez. Ellos, además de sus propias vivencias, debieron de serle de gran utilidad para componer las Memorias para la vida de Jovellanos, que redactó en 1814 y que no pudo hacer públicas hasta 1820, por la oposición del sobrino y heredero de Jovellanos, Baltasar González-Cienfuegos, hijo de su hermana Benita, que interpuso una demanda judicial a Ceán. En 1820, «convenciéndose Cienfuegos de su sinrazón, la permitió [la publicación] por la persuasión de otro más digno sobrino del celebérrimo Sr. D. Gaspar».

A la muerte de Ceán, ocurrida el 3 de diciembre de 1829, se vendieron sus libros y papeles, entre ellos los Diarios de Jovellanos, que fueron a parar a manos del tradicionalista Vicente Abello. Cuando Cándido Nocedal, otro tradicionalista, preparaba la edición de las obras de Jovellanos para la Biblioteca de Autores Españoles de Rivadeneyra, Abello le facilitó los manuscritos y con ellos estuvo preparado un tercer volumen, que no llegó a ver la luz porque se suspendió la publicación de la citada Biblioteca. Los manuscritos pasaron luego a poder de Alejandrino Menéndez de Luarca, otro tradicionalista como los anteriores, sobre el que hubo presiones para que autorizara la edición de los Diarios. Alejandrino Menéndez de Luarca ponía serios inconvenientes a esta publicación, pero expuso entonces que, de publicarse, habían de serlo en su integridad para que fuesen «si no el contraveneno de las Obras, el segurísimo medio de arrancar al autor la máscara». Para Alejandrino Menéndez de Luarca, Jovellanos era un espíritu fuerte, un descreído, hereje y revolucionario. Hasta 1915, no fueron publicados los Diarios de Jovellanos por primera vez y eso en una edición plagada de erratas. Julio Somoza, gran jovellanista, anotó y corrigió más de 3.000.

Un tercer lugar entre los amigos de Jovellanos debe de ocuparlo Juan Meléndez Valdés, el poeta salmantino con el que empezó a cartearse desde Sevilla, y al que trató de favorecer cuantas veces pudo a lo largo de su vida. Finalmente, cuando la guerra de la Independencia dividió al grupo de los antiguos ilustrados en dos bandos, Meléndez Valdés estuvo al lado de los afrancesados. Meléndez Valdés y José Antonio Mon y Velarde, con el que seguramente Jovellanos había coincidido en Ávila, en casa de su pariente el obispo asturiano Romualdo Velarde y Cienfuegos, a punto estuvieron de ser ejecutados en el Campo de San Francisco de Oviedo, cuando vinieron a Oviedo delegados por el Gobierno para tratar de poner fin a la revuelta iniciada en Asturias.

Otro amigo importante fue el presbítero mierense, y su capellán, José Sampil Labiades, doce años más joven que Jovellanos, al que cita éste por primera vez en sus Diarios en 1791. Cuando el gijonés estaba recluido en Mallorca, intentó hacer llegar una representación al rey Carlos IV exponiendo su situación. Como no contaba con nadie en Madrid que se atreviera a entregarla, fue Sampil, que «había quedado en Gijón cuidando de su casa y haciendas», el encargado. La casa de Gijón estaba vigilada por gentes que avisaban a Madrid de todo lo que se enteraban, de manera que de Madrid salieron dos postas al camino de León y al de Sigüenza, en busca de Sampil. Consiguió, no obstante, el cura llegar a Madrid y de allí pasar a El Escorial, donde estaba la Corte. Entabló unos primeros contactos, según las instrucciones que llevaba, pero antes de lograr su propósito fue detenido por el alcalde José Marquina en Madrid. Sampil fue llevado a la cárcel de la Corona, donde fue tratado con extremo rigor. Estuvo preso desde el 13 de diciembre de 1801 al 13 de abril de 1802, en que con libertad provisional fue confinado en Oviedo, con la precisión de presentarse todos los días al obispo, que era Juan de Llano Ponte.

Son muchos más los nombres de importancia que se pueden citar: el canónigo candasino Carlos González de Posada, que era uno de los partícipes con Jovellanos del proyecto de Academia Asturiana; el villaviciosino Francisco de Paula Caveda; su íntimo Pedro Manuel de Valdés Llanos, que le acompañó en su último viaje hasta Puerto de Vega, y murió allí tres días antes que Jovellanos. Pedro Manuel de Valdés Llanos, bajo varios seudónimos femeninos (Theresina, Theresina del Rosal, Theresina de la Fuente, Sempronia, María Sempronia), intercambió correspondencia en asturiano con Jovellanos, que se denominaba en esa correspondencia también con nombres femeninos (Antonina, Antonina de les Cruces, Antona de Porceyo, La Porceyana, María Epifanía), cuando éste estaba preso en Mallorca.

Tuvo, sin duda, Jovellanos gran facilidad para entablar relaciones con muy variadas personalidades, en las que generó un sentimiento de mutuo aprecio, mantenido a lo largo de los años a través de la correspondencia, y con muestras de gratitud recíproca que en un mundo como el actual resultan llamativas. Buen ejemplo puede ser la amistad que le unió a Henry Richard Fox, lord Holland, destacado miembro del Partido Liberal británico, y su esposa, Elizabeth Vasall, que llegaron a ofrecerle hospitalidad en Inglaterra. Jovellanos se encontró con lord Holland en Sevilla, cuando formaba parte de la Junta Central, y el inglés le pidió que se dejara retratar en mármol de Carrara, escultura que realizó Ángel Monasterio, entre los meses de mayo a julio de 1809. El 13 de diciembre de 1809, en carta remitida desde Holland-House, su mansión inglesa, escribe lord Holland a Jovellanos: «Querido y respetado amigo y favorecedor mío: Ya tenemos su busto en casa, y tan parecido, que algunas veces hace ilusión y se nos puede persuadir que tengamos luego [la satisfacción] de disfrutar el amable trato de don Gaspar». A la muerte de lord Holland, su viuda donó el busto a la Real Academia de la Historia, donde se encuentra.