Gijonés, prior del monasterio benedictino de Santo Domingo de Silos

Santo Domingo de Silos (Burgos), J. MORÁN

Hijo de familia gallega afincada en Gijón, nacido en 1968 e ingresado en el monasterio de Silos (Burgos) en 1991, Víctor Márquez Pailos recibe al visitante con bata azul y alpargatas, y no con la túnica de monje benedictino. Es el momento de las «tareas domésticas, de limpiar, barrer o cocinar», comenta. Más tarde, ya con el hábito puesto, el joven prior de Silos (aunque en funciones, ya que ese cargo es nombrado por el abad, y el actual de Silos, Clemente Serna, ha presentado su renuncia) habla con LA NUEVA ESPAÑA de su reciente libro-entrevista «Conversaciones en Silos», que mañana, jueves, presentará en el Ateneo Jovellanos de Gijón. Víctor Márquez estudió en el Instituto Jovellanos de Gijón y en el CEI de la Universidad Laboral. Después se licenció en Filología Clásica en Oviedo y entró en Silos.

-¿Además de haber sido prior, a qué dedica su vida de monje?

-Mi inquietud tiene que ver con el pensamiento. No soy un profesional de la Filosofía, sino simplemente un pensador de por libre, que observa el misterio de la realidad desde mi situación vital como monje. Al monasterio vienen personas muy interesantes con deseo de empaparse de un ambiente, de una sabiduría, y yo las interpelo porque creo que tienen también algo que aportar a los monjes. Todos somos humildes aprendices en la escuela de la vida. Yo aprendo y voy haciendo nuevos amigos que me enriquecen. En particular, tengo una relación de cierta proximidad con un grupo de autores asturianos: José Luis García Martín, Xuan Bello, Javier Almuzara o Martín López de Vega. García Martín hizo una lectura un poco irónica de mi libro en LA NUEVA ESPAÑA, pero me pareció oportuna.

-¿En qué sentido?

-Alaba el intento más que el libro, y le parece un poco narcisista el que salgan varias fotos mías. Hace también algún comentario irónico sobre el tema de la sexualidad de los monjes. En esta vida hay que ser un poco divertido, incluso a costa del prójimo.

-La hospedería del monasterio recibe a creyentes y a no creyentes.

-Sí, y a mí me gusta tratar con los ateos. La diferencia enriquece y necesitamos una Iglesia más de frontera, más abierta, sin miedo a perder su identidad y su fidelidad al Evangelio y a la tradición. Exponer esa riqueza que tenemos y compartirla es lo que no permite disfrutar más de ella. Y personas que ni son creyentes ni practicantes pueden manifestar una inquietud y unas ganas de vivir excepcionales, y en algunos casos se acercan mucho a lo que debería ser la vida espiritual de un creyente.

-¿Qué hace usted con un ateo?

-Compartir lo que siente, que es la finitud, que esta vida es insegura y precaria. La aceptación de la finitud y de la precariedad de la vida es algo que un creyente no debe olvidar nunca. Algunos textos de la Biblia, como el libro de Qohélet (Eclesiastés), parecen escritos por un ateo. Invitan a meditar al creyente y le dicen «mira que eres polvo».

-Y en el caso de usted, el interlocutor ¿cuál es la identidad del monje?

-Se me ocurre que somos la encarnación de una utopía porque en definitiva a los monjes que estamos aquí convocados no nos une ningún tipo de lazo de carne o de sangre, ni siquiera de amistad previa, y, sin embargo, tratamos de convivirnos, de compartir una vida común, de tejer una oración común que es la oración litúrgica de los monjes, que tanto nos representa.

-¿Y de cara al exterior?

-Entiendo el monacato como una vocación socrática. Para Sócrates, los profesionales de las diferentes disciplinas no han descubierto que no saben nada; creen que saben algo, creen que saben de qué va la vida, de qué va el hombre, pero lo cierto es que no tienen ciencia del hombre. El monje tiene algo que ver con esa sabiduría socrática en el sentido de que se tiene a sí mismo, no como un profesional, como un estudioso, o como un experto en algo, sino como hombre, como humanista, y eso dentro de toda su desnudez.

-En su libro trata cuestiones delicadas dentro de la doctrina católica, como la eutanasia o la homosexualidad.

-Creo que los discursos más o menos imperantes sobre la homosexualidad, el psicológico y el moral, adolecen de una cierta inconsistencia. La diferencia antropológica distingue hombre de mujer, pero no homosexual de heterosexual. Ésta no es una diferencia propiamente antropológica, sino comportamental, de conducta adquirida con una base más o menos natural. Pero, en todo caso, cultural, en el sentido de que para el ser humano no hay naturaleza, sino cultura, incluso en los comportamientos aparentemente más naturales, más ligados a la naturaleza, como son los sexuales. En ninguna cultura la sexualidad es lo mismo, ni reviste el mismo lenguaje ni el mismo significado. Por eso creo que a este nivel cultural pertenece la diferencia homosexual/heterosexual. Por otra parte, como estudió Gregorio Marañón, la diferencia sexual en el ser humano no es neta; no lo es tampoco en otras especies animales, y hay individuos en los que esa diferencia no llega a su pleno desarrollo.

-¿En consecuencia?

-Yo introduciría el tema de la amistad, que cubre el vacío afectivo que deja la vida sexual, bien cuando no puede ser realizada por viudedad, por separación o por otras circunstancias en las que una persona no tiene la posibilidad de compartir su vida con una pareja de otro sexo. Una relación afectiva puede ser no menos intensa que una relación de pareja.

-La Iglesia mantiene una calificación muy dura sobre la homosexualidad.

-Entiendo que en el fondo del magisterio sobre la sexualidad hay una apuesta muy fuerte por la ley natural, por lo que significa en general la naturaleza como determinante de opciones en las que el hombre encuentra la plenitud, frente a otras en las que no puede encontrarla porque no responden al plan originario del Creador impreso en la naturaleza humana. Pero algunos creemos, sin disenso del magisterio, que nuestro acceso a la naturaleza, como apuntaba hace un momento, nunca es inmediato; siempre está mediado por la historia y la cultura. Creo que esa mediación cultural e histórica es decisiva para entender el comportamiento homosexual, para comprenderlo y para respetarlo. Pero mis opiniones pueden no coincidir con el magisterio de la Iglesia. En todo caso me siento no coincidente, pero no discrepante.

-¿Y la eutanasia?

-La mayoría de las personas padecemos un espejismo: creer que podemos olvidar tranquilamente el principio y el final de la vida, que podemos situarnos tranquilamente en una posición de vida intermedia en la que la persona adulta cree ingenuamente que el principio queda ya lejos y con el final no cuenta. Con lo cual el principio y el final de la vida se nos vuelven territorios bastante desconocidos y los hemos confiado a ciertos saberes especializados, la bioética o el derecho. Pero estos temas requieren de la reflexión de toda la sociedad y no tanto de ciertos grupos que se vean inevitablemente enfrentados: grupos pro vida frente a abortistas, o lo mismo con respecto a la eutanasia. Creo que enfrentarnos en estos terrenos no conduce a nada. No hay nadie que esté en contra de la vida; el abortista más radical no está en contra de la vida, y lo mismo ocurre con el partidario más acérrimo de la eutanasia más flagrante. Lo que sucede es que creemos que no tenemos nada que darles o que recibir de esos seres que están en esos tramos, como si estuvieran en otro mundo, olvidando que forman parte de nuestro mundo y poder darles algo, o recibir de ellos, nos enriquecerá en nuestra propia vida intermedia. Por eso el aborto prenatal indudablemente es un problema que sólo se puede entender plenamente cuando se examina el aborto posnatal, es decir, la atención a la vida más frágil sólo queda asegurada cuando realmente la vida que continuaría en su crecimiento y en su total desarrollo puede aspirar a la atención y al cuidado de los humanos. Si una madre no confía en el futuro de eso que está dentro de ella misma, si no confía en la etapa posnatal, difícilmente va a salvar esa vida cuando todavía está incipiente y no es vida desarrollada. Hay que hacer un esfuerzo social y cultural importante para respetar la vida en todas sus etapas.

-¿Ha recibido algún tirón de orejas por el libro?

-No, ninguno.