Oviedo, J. MORÁN

Cayo Rodríguez-Ponga, nacido en 1911, en La Felguera, relata sus «Memorias» y los episodios que vivió en la Guerra Civil y en la inmediata posguerra.

Frascos y botes. «Tras el alzamiento, La Felguera volvió a ser de dominio rojo. Mis hermanas pequeñas fueron obligadas a fregar los edificios públicos y comenzaron a incautarse de los comercios y a dirigir las fábricas. Nos llegaban noticias de que habían matado a fulano o a mengano, a gente conocida. Horroroso. Fueron ocupándolo todo y las farmacias entraban en su programa. Llegaron a la mía y vino a la incautación alguien a quien yo conocía, que había sido farmacéutico en Sama, un cazurro fino, elegante, que andaba de sombrero. Llegó a la farmacia, pero sin sombreo ni corbata. No se veía a nadie con corbata: llevarla era peligro de muerte. Le atendí yo porque los dos auxiliares no habían aparecido desde hacía días. "Tú por aquí", me dijo. Pero el encuentro no fue mortal. "Vamos a llevarnos lo que tengas de utilidad y éste lo va a ir anotando para que tengas constancia". Cogieron y empezaron a meterlo en cajones, pero sin detallar en el cuaderno. "Veinte frascos de extracto fluido", escribían, pero igual daba que fuera opio, que arsénico, antimonio, boro… Lo contaban por frascos y botes, como los guajes. "Tantos tarros de polvo medicinal", y allá se iban los tarros de Talavera. "Esto no, que está pasado de moda", decía el otro farmacéutico. Al final me dio el papel con la lista y todo lo incautado lo reunieron en otro local, más grande, que fue como una gran farmacia, al estilo de las farmacias nórdicas o alemanas, que yo había conocido en algún viaje en los veranos».

Apellidos confusos. «Los grandes propietarios del comercio de La Felguera huyeron o se escondieron, pero nos llegaban noticias más crueles de Sama, bajo socialistas y comunistas. Allí fueron más fieros y rigurosos, pero en La Felguera eran anarcosindicalistas. La primera mitad de la Guerra Civil en Asturias la pasé sin profesión, sin ingresos, con todo incautado y sin víveres. Las cuentas bancarias estaban bloqueadas. Estabas condenado a muerte por hambre. Eso si no iban a por uno y lo ametrallaban, que era lo más grave porque no tenía arreglo. Había gente buena de las aldeas inmediatas que nos traía víveres a escondidas: un trozo de carne, unos huevos de vez en cuando, una lechuga. Sin cobrarlo; lo anotaban en una libreta y le decía a mi madre: "Ya lo cobraremos más adelante, porque esto no puede durar siempre". Yo enfermé, pero aguante de pie. Nos quitaron las radios y buscaban fascistas por las casas. Yo tenía 25 años. No se enteraron de mi existencia y yo creo que no me localizaron porque tenía apellidos confusos. Nos llamaban la "farmacia de Ponga", porque mi padre era Rodríguez Ponga, pero yo era Rodríguez Ajuria y por esos apellidos no se me conocía. Yo creo que eso influyó para que no me localizaran ni en sus listas. Salía de noche a dar un paseo, para refrescar algo y para evitar los registros de casa. Al volver me decía mi familia: "Estuvieron registrando y miraron hasta debajo de las camas; decían que buscaban armas"».

Gases envenenados. «El Gobierno del Consejo de Asturias y León estaba en Gijón, en el mejor edificio junto al Instituto Jovellanos. En la segunda mitad de la guerra cambió mi situación. Me enteré de que un amigo farmacéutico estaba en Gijón, en la Consejería de Sanidad. Era un hombre inteligente, andaluz, que había sido farmacéutico en Pola de Siero y secretario del Colegio de Farmacia. Era un poco mayor que yo y con mucha labia, y buen organizador. Le habían encarcelado y las pasó canutas, pero después hizo valer sus derechos: que él no era ningún fascista y que había hecho años antes un curso de defensa química, que era una especialidad farmacéutica. Y les dijo que los fascistas eran capaces de lanzar gases envenenados. Yo sabía que en ninguna de las farmacias socializadas de Asturias había farmacéuticos licenciados. Estaba funcionando el uso de medicamentos sin ningún técnico, en manos de aficionados más o menos entendidos. Igual te daban estricnina que aspirina, porque suena parecido y el polvo es parecido. Alguna vez se confundieron y murió el interfecto».

Pendiente de revisión. «Me atreví a ir a Gijón, a ver a este farmacéutico. El único medio que había era el ferrocarril; todo era gratis, "todo es del pueblo", se decía. Llego a la estación y al poco veo a un hombre mal encarado que me llama. "¿Qué haces que no estás en el frente?". Yo era un chaval y destacaba entre la multitud, que era toda de mayores. Antes de la guerra al ir al servicio militar me habían calificado de "inútil temporal pendiente de revisión" porque me faltaba un centímetro de tórax. Yo era muy delgadín. Le expliqué lo de la calificación militar a aquel hombre, que siguió mirándome mal, pero en esto llega el tren y se forma un barullo. La multitud me arrastra al vagón y este hombre se queda con un palmo de narices. Llegué a Gijón y hablé con aquel farmacéutico de mi situación y de lo de las farmacias socializadas. "Llegas en buen momento porque acabo de convencer al consejero de que es preciso tener licenciados al frente de las farmacias, pero él me responde que todos los disponibles son fascistas". Ante ello, mi interlocutor había sugerido al consejero "nombra jefes técnicos pendientes de revisión política". El consejero de Sanidad era anarquista; si hubiese sido socialista a lo mejor hubiera reaccionado de otra manera. Más tarde le traté y vi que era noble; era alborotador, pero hombre ladrador no es mordedor. Me dieron el papel con esa calificación y la guardé como un talismán. El "inútil temporal pendiente de revisión" me libraba de ir al frente, y este papel, de andar escondido».

Alcalde fusilado. «Me mandaron a la farmacia socializada de Sama y tenía un sueldo de 450 belarminos, firmados por Belarmino Tomás; eran como oro puro y mi familia pudo comer. Según avanzaba la guerra yo veía que la tensión aumentaba en los empleados de la farmacia, que eran frentepopulistas. Y un día desaparecen todos los mandos rojos. Se habían ido de noche, en barcos, desde Gijón, al extranjero o a donde pudieron. Otros fueron detenidos por las fuerzas nacionales y se vengaron con ellos, pero no eran los principales culpables. El día que entraron en La Felguera las fuerzas nacionales me encuentro con un cojo al que conocía de antes. "Están llegando los fascistas y los moros". "No tengo miedo a los moros y sí a vosotros". Este cojo corría como podía a esconderse. "Ya están en Laviana", le oí decir. Al cabo de unos días me presenté al coronel que mandaba en la zona de Langreo. Tenía el despacho en el Ayuntamiento; habían detenido al alcalde y lo habían fusilado. No lo merecía. Yo había tratado con él por informes sobre el estado de las aguas y siempre me había recibido atentamente. Al coronel le explique mi situación y le pregunté cómo se llevaban las farmacias en la zona nacional y él no sabía nada».

La decisión de Aranda. «Tuve que firmar un papel como afecto al Movimiento. Como tenía que atender la farmacia no fui movilizado, pero sí hacer milicias de segunda línea, que era una guardia nocturna semanal. Un guardia civil que me tocó de compañero había estado defendiendo Oviedo. Hablamos de Aranda y de que había estado indeciso antes de sumarse al alzamiento. Y él me confió: "Los que le hicimos decidirse fuimos nosotros, la Guardia Civil, y fue el comandante tal quien le persuadió". Siento mucho no haber conservado en la memoria el nombre de aquel comandante».

Camisa azul y sotana. «Hubo represión en todas partes, pero no más en La Felguera, porque no había sido mucha la revolución allí. Una vez me multó el comandante por firmar una petición de libertad de un médico conocido, acusado de colabora con los rojos en Sama. Me llamaron a la Comandancia y defendí mi firma: "No era rojo, si acaso, algo voceras, poco discreto, pero no merece la cárcel". Y me multaron con cinco duros de plata. Me asustó saber que los falangistas se reunían en un piso y decidían sacar a algunos de su casa y matarlos por los caminos. Un día me atreví y fui hasta el piso; se le oía hablar y espere a ver si alguien asomaba. Sale un cura que era falangista; la camisa azul le asomaba bajo las mangas de la sotana y no tenía tonsura, sino el pelo con fijador y olía a colonia. Era un dandi y todo aquello le sentaba como a un santo una pistola, y más en aquella zona trabajadora y anarquista de alma. Le dije: "Estoy oyendo que aquí se acuerda nada menos que seleccionar a los que de noche se van a sacar de sus casas para matarlos". Y agregué: "Siendo cristianos no debemos hacer esto sin la intervención de la justicia. Y el replicó: "Está equivocado, con gente villana no se puede usar guante blanco"».