El coto del monasterio de Belmonte era uno de los más extensos que se conservaban en Asturias. Del odio que sus vecinos tenían hacia sus señores es expresión clara cómo dejaron que se incendiara el monasterio el 28 de noviembre de 1810, cuando estaba ocupado por soldados, sin prestar ninguna colaboración para ayudar a sofocar el fuego. Un escrito de su abad, Agustín Racimo, dirigido a la Junta Superior lo deja bien claro: «Sucesivamente aconteció el 28 de noviembre incendiarse el monasterio por las tropas nuestras que en él se alojaban, que, aunque pudo ser fácilmente apagado su fuego, no tuvieron a bien aquellos naturales haberlo ejecutado hasta que al siguiente día concurrieron dos de nosotros con ocho hombres, con los que pudieron reservar la iglesia y tres celdas, quedando el resto reducido a cenizas sin que se hubiesen tocado las campanas de la parroquia ni concurrido a apagar dicho incendio. Pero estos mismos, señor excelentísimo, innobles para prestar un deber tan sagrado como era aplacar el fuego, han estado los más ágiles y prontos a concurrir inmediatamente para llevarse el maderaje y clavazón, despojo del fuego?». El abad manifestaba desconocer a qué se debía tal actitud, pero está claro que los vecinos aprovecharon la ocasión para vengarse de las imposiciones señoriales con las que los monjes les tenían sometidos históricamente. Otro episodio que también responde a la misma categoría de reacción antiseñorial fue el protagonizado por los vecinos de Muros, término que entonces estaba bajo el señorío del marqués de Valdecarzana. Los vecinos venían resistiéndose al mismo desde hacía tiempo, unas veces de forma pasiva y otras violentamente.

En el año 1811, se registraron disturbios en medio de los cuales fueron arrojados de la capilla mayor, que era patronato del marqués de Valdecarzana, el retablo, sillas de la casa y la lápida sepulcral, todo lo cual hicieron pedazos, por figurar en ellos los blasones de la casa de Miranda.