Asturias se ha convertido, a lo mejor sin querer, en el escenario en el que dos personajes públicos escenifican sus habituales salidas de pie de banco cuando los medios informativos andan por el medio. La polémica desatada por Javier Clemente, entrenador del Sporting, cuando insultó a un periodista en la sala de prensa de Mareo se ha convertido en un asunto poco menos que de interés universal cuando quizá no pase de ser una de tantas anécdotas que se dan en el mundo que rodea al fútbol. El entrenador ha mantenido a lo largo de su carrera profesional abundantes encontronazos con periodistas deportivos, cuya lista no es momento de recordar.

Más grave es, sin embargo, la actitud de un representante público, en este caso el presidente en funciones del Principado, Francisco Álvarez-Cascos, con el periodismo independiente e imparcial. Un político ha de tener una visión del significado de la prensa actual muy por encima de un entrenador deportivo porque su papel en la sociedad va más allá de ganar partidos o competiciones. Un político ha de ser escrupuloso en su papel de sujeto sometido al control de la prensa libre y ha de estar alejado de las posturas extremas más propias de regímenes con déficits democráticos.

El recuerdo de los días finales de Richard Nixon en la presidencia de Estados Unidos aparece siempre que algún político se empecina en la descalificación gratuita y el ataque desaforado contra cualquier medio de comunicación. Nixon, implicado en un grave escándalo de espionaje político, impensable entonces y ahora en un país de democracia tan desarrollada como la norteamericana, descalificaba a veces groseramente las informaciones periodísticas que lo llevaron a la vergonzosa dimisión. Álvarez-Cascos aparece tantas veces en los últimos tiempos como un Nixon de vía estrecha, empecinado en el insulto a cualquier profesional de la información que discrepe de cualquiera de sus actuaciones. Sin embargo, en su delirio avanza hacia la descalificación permanente incluso a sus colegas políticos o a los responsables de instituciones, por ejemplo, empresariales. Asegura sin ponerse colorado que sólo él defiende los intereses de Asturias. Los demás políticos o representantes sociales asturianos o son vagos, o sólo piensan en el dinero, o son unos corruptos, o simplemente sirven a cualquier mano negra que se le ocurra a Cascos a la hora del vermú. A sus subordinados les reclama antes que eficacia y acierto en sus misiones un seguimiento ciego en la absurda pelea contra sus propias obsesiones: el inútil desmentido, la falsa rectificación o la amenaza clara.

La actitud permanente de Cascos sí que es, en verdad, un frontal ataque a la libertad de expresión por proceder de un responsable público que en el ejercicio del poder tiene que representar a toda la sociedad, incluso a la que no le vota o no está de acuerdo con su gestión. Las polémicas extrafutbolísticas de Javier Clemente son desagradables, pero no pasan de ser una anécdota engrandecida por la relevancia social del fútbol y el rechazo que produce en amplios sectores periodísticos madrileños. La gravedad la alberga un presidente en funciones del Principado que ataca sin disimulos uno de los pilares de la democracia: la libertad de expresión. Y eso no lo puede pasar por alto una sociedad moderna como la asturiana. Más temprano que tarde la ciudadanía se rebelará contra ese inadmisible ataque al derecho fundamental de los ciudadanos a una información libre e independiente.