Acabo de concluir unos días de descanso en mi amada Ribadesella, a la que tristemente sólo puedo ir muy de vez en cuando. En uno de esos días, entramos mi mujer y yo a comernos unos fritos de pixín y bebernos una botella de sidra en el Carroceu, nuestra sidrería favorita del lugar. Mientras en ello estábamos, dio la casualidad que ponían por la tele (por cierto, ¡qué español lo de tener la tele siempre encendida!) imágenes de enfrentamientos de los mineros con la Policía y los cortes de carreteras con neumáticos encendidos. Mi mujer, que no es española, no salía de su asombro. Simplemente no podía entender cómo tal comportamiento era tolerado o cómo un grupo de personas, por muy graves que fueran los posibles agravios que sufrieran, podían pensar que estaban en el derecho de imponer costes altísimos a unos ciudadanos, los conductores, que en su gran mayoría poco o nada tenían que ver con el asunto. Y yo, simplemente, no alcanzaba a encontrar palabras para explicárselo.

He comenzado este artículo con esta anécdota porque creo que revela, de una manera esclarecedora, el entramado de intereses creados en España (y en Asturias más en concreto) y que nos han empujado a tener que pedir una línea de crédito de 100.000 millones a Europa para rescatar a nuestra banca, recurso a Europa que bien pudiera ser el comienzo de muchos otros. La situación de nuestra banca quizá sea la expresión más dramática de la crisis que sufre España, pero ésta es mucho más profunda que la falta de capital de unas instituciones financieras, los posibles problemas de liquidez de nuestro Tesoro o las dificultades de la minería.

Dos son los fundamentos de la España contemporánea: la apuesta por la economía de mercado y la apertura al exterior que supuso el Plan de Estabilización de 1959 y la Constitución de 1978 con todo el resto del «bloque constitucional» de leyes que la implementaron. Ambos fundamentos sirvieron bien a nuestra nación por muchos años. Gracias al Plan de Estabilización (por cierto, diseñado en buena medida por los «hombres de negro» del FMI a los que generaciones de españoles jamás podremos estar suficientemente agradecidos), España creció y abandonó buena parte del retraso histórico que habíamos arrastrado por décadas. Gracias a la transición a la democracia, se dejó en la memoria un sistema político que excluía a muchos españoles. Como todos los grandes cambios históricos, éstos se hicieron como se pudo y no como hubiésemos querido y las tensiones que subyacían en los mismos desde su nacimiento fueron agravándose con el transcurrir del tiempo.

La burbuja inmobiliaria no hizo sino esconder estas tensiones desde aproximadamente el 2002 al 2008. Por ejemplo, nuestro modelo económico de bajos salarios-baja productividad, y que se había agotado en parte por nuestro crecimiento y en parte por las transformaciones de la economía internacional, parecía seguir funcionando mientras nos financiábamos alegremente con los capitales que entraban de Europa. Nuestra disfuncional estructura territorial del Estado, nacida del deseo populista de hacer iguales (Andalucía) a los que no son iguales (Cataluña y el País Vasco) a cambio de un puñado de votos, iba tirando gracias a las inmensas recaudaciones tributarias que generaba la burbuja. Y el nexo vicioso políticos-organizaciones sociales-promotores inmobiliarios-cajas iba creciendo como un tumor imparable sin que nadie le diese más importancia.

La crisis financiera nos ha puesto, pues, no en una problemática bancaria o en unos dilemas fiscales, sino en una tesitura fundamental. Lo coyuntural ha revelado lo estructural. Detrás de la crisis económica existe en una crisis institucional de primera magnitud.

En primer lugar, las estructuras partidistas lo han contaminado todo, desde el poder judicial hasta la más pequeña empresa pública. Los partidos mayoritarios (y no sólo ellos, buena parte de los minoritarios: Izquierda Unida nombró consejeros en Cajamadrid de «castiza habilidad» con la misma alegría que el PP o el PSOE) han aceptado como natural o incluso deseable en el nombre de una supuesta «soberanía popular» que decenas y decenas de cargos sean nombrados por sus simpatías partidistas y no por ningún criterio objetivo. Algunos casos, como la presidenta del hipódromo de la Zarzuela no deja de ser casi un chiste de opereta vienesa del siglo XIX sin mayor importancia, otros como los miembros del Consejo General del Poder Judicial o del Tribunal Constitucional socavan los fundamentos del Estado de derecho de una manera trascendental. Pero hay muchos otros casos, quizá menos obvios, mas no por ello menos importantes. Los que se nos vienen primero a la cabeza, por supuesto, son los de todos los reguladores de nuestra economía, desde el más clave a los más técnicos. Peor aun, lo que ha quedado meridianamente claro es que en estas estructuras partidistas el único requisito para medrar y llegar a cargos de responsabilidad es la devoción incondicional al líder de turno y, cuando llega el momento, la capacidad de manejarse en los pasillos internos. Cualquier éxito o cualificación ajena a la política, sea esta empresarial, profesional o académica y, por supuesto, la independencia, es mirada con sospecha inusitada.

Pero no es sólo una crisis institucional creada por los partidos, es también una crisis en la sociedad, en la que un grupo social detrás de otro, desde los mineros con los que comenzaba este artículo, a muchos empresarios, periodistas o a artistas han decidido que ellos también tenían que vivir al amparo de este sistema, participar alegremente de las redes clientelares y depender del BOE. Buena parte de los españoles simplemente se preguntan «¿y que hay de lo mío?» y se indignan profundamente cuando se les dice que de lo suyo no hay nada o simplemente no lo suficiente. Los portavoces de los mineros, sin ir más lejos, argumentan que si hay otros sectores con subvenciones, que como no se les va a ayudar a ellos. Pero esto es malinterpretarlo todo. La verdadera reivindicación debería ser quitarles las subvenciones a los otros sectores que viven de ellas, no pedirlas para uno mismo.

Seamos sinceros: sin la crisis económica a la gran mayoría de los españoles todo esto, el partidismo, los intereses creados, la falta en definitiva de aire fresco en nuestra sociedad, les traería al fresco. Sólo hace falta consultar las hemerotecas para comprobar que cuando se discutieron, por ejemplo, las leyes autonómicas que terminaron de politizar las cajas de ahorro, la opinión pública mostró indiferencia total y absoluta. O ¿cuál ha sido la última vez que hemos tenido indignados en la Plaza del Sol de Madrid cuando se nombró un Tribunal Constitucional como el que reparte cromos? O ¿cuál ha sido el castigo electoral de partidos como el Partido Socialista en Andalucía que ha malgastado treinta años de masivas transferencias del resto de España en crear una red de corrupción y favores y que ha dejado a Andalucía tan atrasada con respecto al resto de España en 2012 como en 1981? O, para poner un ejemplo del otro lado, ¿dónde esta el castigo electoral al PP valenciano y el increíble montaje CAM-Bancaja-corrupción y demás que han hecho de la costa mediterránea el epicentro de nuestra burbuja financiera? No, la gente ha ido a Sol a protestar cuando lo suyo, un puesto de trabajo, una beca, algo, no salía. Sólo entonces nos hemos acordado de los políticos o de los banqueros y les hemos tirado las culpas que en realidad son nuestras. Y no sólo eso, sino que encima parece que se extiende más que nunca la idea de que nosotros ya hemos terminado los deberes y de que ahora sólo le toca mover ficha a Europa.

Es por todo ello que cualquier salida en el medio plazo de la crisis requiere mucho más que solventar el problema de la recapitalización de la banca. Sí, éste es importante, y sobre el mismo he escrito en este periódico y en muchos otros hasta que me han dolido los dedos de golpear el teclado del ordenador. De igual manera tenemos que resolver nuestro déficit de las cuentas públicas, empezar a exportar más e importar menos, eliminar la dualidad de nuestro mercado laboral o reformar nuestra sistema educativo.

Pero nada de ello será posible sin un cambio más profundo. España tiene que darse un nuevo marco institucional, que rompa con el partidismo, con los intereses creados y con el poder inusitado de ciertos grupos de presión. Esta transformación sólo será posible con un gran consenso nacional y nos llevará muchos años. En el muy corto plazo habrá que ir lidiando con la prima de riesgo o con los bancos, pero son precisamente estas tareas las que nos deben de recordar la imperiosa necesidad de esa reforma nacional. Sin limpiar España, sin airear nuestra nación, cualquier rescate solo será un balón de aire para ir tirando unos meses más.

Yo soy economista y no político. Por ello me resulta más complejo dar detalles concretos de cómo articular, desde el punto de vista operativo, este cambio. En otras ocasiones he sugerido (para un escándalo de muchos que no acabo de comprender excepto, claro, por la ausencia de argumentos más sólidos por aquellos que demuestran en sus columnas ser paniaguados del poder) la posibilidad de un gobierno de amplísima mayoría parlamentaria. Muchos otros países, entre ellos más de uno que nos podrían dar lecciones de democracia a los españoles por décadas, han optado por esta vía en momentos críticos. Cuando uno visita las War Rooms de Londres, el complejo subterráneo desde el que Winston Churchill dirigió buena parte de la Segunda Guerra Mundial, una de las cosas que más le sorprende es que, en la habitación donde se reunía el gabinete, Churchill había colocado al líder laborista a uno de sus lados y al liberal al otro (Churchill, recordemos, era el líder conservador) saltándose con ello la tradicional jerarquía de posiciones del gabinete. Sería una exageración casi infantil comparar la situación del Imperio Británico durante el verano de 1940, último baluarte en aquel momento contra la oscuridad, con la de España en el verano de 2012. Pero este gesto simbólico de Churchill es quizás un faro que nos ilumina lo que algunas de las sociedades que mejor han funcionado durante siglos, las anglosajonas, son capaces de hacer cuando el tiempo apremia. Pero existen otras fórmulas. Los Pactos de la Moncloa, con todos sus limitaciones, son otro ejemplo, más cercano en el tiempo, de cómo se pueden lograr amplios acuerdos en España en situaciones muy complejas. O las profundas reformas acometidas por Suecia en la década de los noventa del siglo pasado, también fundamentadas en un consenso político que cubría buena parte del espectro.

Pero al final del día la clave será que los ciudadanos entiendan que hay que romper con el pasado y exijan a sus representantes que así ocurra. Eso no se hace ni cortando la autopista del Huerna, ni diciendo que la culpa es de Angela Merkel, ni cayendo en la tentación peronista del intervencionismo, eso se hace olvidándonos del «¿qué hay de lo mío?» y empezándonos a preguntar «¿y qué hay de lo de España?».