Mi madre tenía dos loros, que tan pronto eran grandes amigos como enemigos irreconciliables. Andaban sueltos por la casa, pero uno tenía que caminar con paciencia, porque sus alas estaban cortadas. Lo hacía como un señor muy pensativo, como si llevara las manos agarradas a la espalda. El otro era más rápido, y siempre podía alcanzar el sillón preferido -el hombro de mi madre- y ocuparlo antes de que llegara su rival. Ese asunto del hombro les causaba a los dos grandes cuitas, enfrentamientos y penalidades. Mascotas de una familia de farmacéutico con sentido del humor, recibían los nombres de «Aspirino» y «Piramidón». En los momentos de enfrentamiento por el sillón maternal, se atacaban a fuertes picotazos, y no era agradable de ver. Pero a veces pactaban, a veces se amigaban y aliaban por su común naturaleza de loros. Cuando era así, con gran cariño utilizaban sus afilados picos para quitarse mutuamente las pulgas. Lo hacían con precisión, y por turnos. Pero en ocasiones no se ponían de acuerdo. En ocasiones los dos sentían en lo más profundo de su alma de loros que tenían derecho a ser los protagonistas, a presidir la ceremonia del espulgamiento. En esos casos, podían pasarse horas frente a frente, con las cabezas inclinadas, esperando a que fuera el otro el que empezara a buscar pulgas. Veo a Cascos y a Cherines y no puedo evitar pensar en «Aspirino» y «Piramidón», callados y tercos, inclinados el uno frente al otro para ver quién es el primero que cede y empieza a hacer, a modo de segundón, el homenaje.