Aunque luego llegaría a tener una larga y buena amistad con él -de esas que no se prodigan en encuentros, entre los que pueden pasar años, pero siguen ahí conservando calidez e intimidad-, cuando traté con más intensidad a Gregorio Peces-Barba fue en la llamada primera legislatura de las Cortes (1979-1982), o sea, la que siguió a la constituyente.

En las bancadas socialistas del Congreso en aquella legislatura, en la que gobernaba UCD y el PSOE formaba la principal oposición, Felipe González era una especie de deus ex machina; Alfonso Guerra, el director de escena, y Gregorio, el responsable de la producción y a la vez actor permanente. Los dos primeros mandaban en el partido y señalaban el rumbo al grupo, pero Gregorio hacía el trabajo propiamente parlamentario. Organizaba las enmiendas, intervenía en los debates, hacía el filtro básico de las preguntas y proposiciones de ley, dirigía la labor en las comisiones, negociaba con los distintos grupos, subía y bajaba por las escaleras del hemiciclo con una agilidad insospechada, atento a todo, y gobernaba aquello con el rigor de un padre prefecto o una madre superiora. Gregorio se apoyaba en un excelente elenco de juristas, que eran profesores o abogados -Virgilio Zapatero, Antonio Sotillo, Leopoldo Torres, Félix Pons, sobre todo-, a quienes la masa del grupo motejaba unas veces de «vaticanistas» y otras de «juridicistas», lo primero (inspirado, creo, por Pablo Castellano) debido a sus orígenes políticos en el cristianismo progresista, y lo segundo, a su empeño en priorizar el papel de las leyes y el Estado de derecho frente a quienes con frecuencia veían en ellas un factor de retardo en la dinámica del cambio social. Se suponía entonces que Alfonso Guerra era lo contrario de Gregorio, y muchos apelaban a él para que impusiera el fuero político al jurídico, pero en el fondo Guerra, antiguo director de teatro, se sentía muy cómodo con aquel reparto de papeles, y acababa protegiendo a Gregorio de las iras desatadas en las masas frente a los «vaticanistas» y sus supuestos desmanes «juridicistas». Al ingenio invencible de Pablo Castellano se debe, por cierto, la división sociológica del grupo entre las musas (González y Guerra), las mesas (las del Congreso y de sus comisiones) y las masas (el resto de los diputados socialistas). Alguien añadiría luego las misas (Gregorio y los suyos).

Son historias que, vistas en la distancia, tienen algo de internado colegial; a fin de cuentas, la mayoría éramos insultantemente jóvenes y apasionados, y el poder del PSOE aún se limitaba al conquistado en los municipios y diputaciones en las elecciones locales de 1979, las primeras de nuestra democracia, por lo que en la supuesta dialéctica entre la ética de la convicción y la de la responsabilidad predominaba de forma clara la primera.

Luego todos nos haríamos mayores, con lo bueno y lo malo que acarrea, y desde luego también Gregorio Peces-Barba, que sería elegido presidente de las Cortes en la segunda legislatura -tras la aplastante victoria socialista de octubre de 1982-, en cuyos inicios me correspondería ocupar la secretaría general del grupo, sucediendo a Gregorio en ese cargo, aunque desde luego el papel del grupo y de esa secretaría, con un presidente socialista en Moncloa, ya sería otra cosa, mucho más secundaria y secundante. Sin embargo, Gregorio, en lo esencial, no cambiaría gran cosa. Su asunto nunca sería el poder, al menos el poder con mayúsculas, que en una democracia moderna se identifica, para bien y para mal, con el poder ejecutivo. Lo suyo era el poder del derecho, la función ordenadora de las leyes, la configuración de un Estado en el que el poder estuviera modelado -y limitado- por las categorías jurídicas, la búsqueda del adecuado equilibrio de poderes y, sobre todo, la identificación y engorde de los valores primarios de los que las leyes deben proceder, y que les infunden fuerza y legitimidad moral. En coherencia con creencias semejantes, veía en la educación el gran mecanismo de transmisión de los valores -no sólo de los conocimientos prácticos- y tendría ocasión de acreditarlo como creador absoluto de la Universidad Carlos III, centro de excelencia que gobernaría durante décadas con el mismo gusto por el orden «colegial», la disciplina académica y las buenas maneras que años atrás había acreditado al frente del Grupo parlamentario Socialista.

En la vieja disputa acerca del papel del derecho en el cambio social -o, si se quiere ver así, yendo al antiguo argot, en la lucha de clases- Gregorio se había enfrentado a otros juristas partidarios del llamado «uso alternativo del derecho», defendiendo su fuente en las leyes naturales, de las que procedían los valores en los que la ley positiva debería sustentarse. Creía, por tanto, que la naturaleza humana era la instancia última del derecho, y al creer esto lógicamente asignaba a esa naturaleza una vocación inexorable hacia el bien común y la justicia, pese a los desvíos circunstanciales. Profesaba, pues, una fe bastante consistente en la bondad natural del hombre, quizá porque se miraba en su propia bondad natural, pues a fin de cuentas, y a despecho de las pretensiones de objetividad, solemos ver la realidad de las cosas en el propio espejo interior. De este modo, cabría decir, bebía la bondad de su mismo espíritu, y la elevaba a categoría social, aunque desde luego su inocencia natural y benéfica no solía llevarle a caer en la ingenuidad. Era el suyo un espíritu imbuido de la mejor ilustración, la que cimienta los derechos humanos en la fe en la humanidad y en el hombre como individuo. No estoy seguro de sus creencias en el plano religioso, ni esto debe importar mucho, pues conciernen a la intimidad de cada uno. En otro tiempo solía confesarse «cristiano erasmista», un rótulo que tal vez le vendría no menos bien a Jovellanos. Desde luego, mirando hacia atrás, resulta particularmente injusto el de «vaticanista», que en aquel grupo parlamentario un tanto juvenil le colgábamos los diputados de las bancadas socialistas. Últimamente alardeaba de volteriano, pero no tenía hechuras, ni bilis, y el aguijón lo clavaba sólo lo justo para no herir.

Fue en todo momento un hombre honrado, al que espantaba la indecencia en la política, e hizo de su propia vida en ella un ejemplo de dignidad y generosidad en la tarea, que puede ser digna o no según los valores que la presidan y el empeño que se ponga en aplicarlos como guía de la conducta. Tan grande era su fe que, pese a todas las tormentas, y las rupturas de cuadernas en el barco de la política, conservaba una vocación indeclinable por la cosa pública y el servicio a la sociedad, que le llevó a asumir, tardíamente, un cargo malhadado, en el que sufrió injustos vapuleos y vejaciones, el de alto comisionado para la Atención a las Víctimas del Terrorismo.

La última vez que nos vimos, hace poco más de un año, fue en el acto de entrega, actuando él como presidente del jurado, del premio «Jovellanos, Resistencia y Libertad», otorgado a Amnistía Internacional, con su apoyo fervoroso.

Su vida fue plena, fructífera, bella, realizada, por lo que su muerte es sólo una consumación, y no hay razón para lamentarla por él mismo. Yo, a decir verdad, la lamento por su familia, sobre todo por su hijo, Antonio, por sus muchos amigos, en especial Luis Gutiérrez, por mí, que me encontraba entre ellos, y hasta por la gente en general, pues con la caída de este árbol frondoso y rotundo el paisaje se despuebla un tanto y saber que seguía ahí en pie, aunque no hiciera ya labor política directa, era una garantía de la calidad de nuestra democracia, igual que se dice de los líquenes respecto de la calidad medioambiental. En Ribadesella, y en Asturias, se había afincado por afinidad electiva y ése era también un honor para nosotros: que nos hubiera elegido para gozar de sus mejores momentos, mirando al mar, paseando por la playa o hasta jugando al dominó en el salón del Gran Hotel con el notario Luis Gutiérrez y otros amigos, pues el lugar que alguien elige para sentirse bien a la postre se apropia de ese alguien y lo incluye en su inventario patrimonial de bienes.