La vida, como es sabido, fluye por medio de la información contenida en tres eslabones sucesivamente imbricados: los genes, las especies y los ecosistemas. Los genes son los encargados de transmitir la información codificada para conformar las especies y éstas, a su vez, a través de las relaciones entre sí -para comerse unas a otras, para ayudarse o para aprovecharse-, y con el medio, conforman los ecosistemas.

Esos tres niveles de información han sido controlados e intervenidos por un cuarto nivel: el cultural. Es decir, el conjunto organizado de conocimientos generados por los humanos imprescindible para regular los aprovechamientos del medio, reprimiendo, domesticando, filtrando, troquelando, seleccionando o estimulando genes y especies. A través de esas culturas -ciñéndonos a lo que aquí interesa- las comunidades campesinas acabaron por conformar unos ecosistemas en continua producción cíclica y regular y, paradójicamente, en muchos casos, más diversos que los prehistóricos y originales. Baste pensar que la domesticación de especies silvestres para generar razas ganaderas o cultivos agrarios ha supuesto la aparición en España de miles de nuevas variedades o que, sin ir más lejos, tan sólo en el Serida se custodia una colección de más de medio millar de variedades asturianas de manzana de sidra.

En Asturias, y por extensión en el resto de Europa, hace varios milenios que no existe una naturaleza separada del hombre y sus culturas. Información y conocimiento campesino, biodiversidad y naturaleza están inextricablemente unidos formando parte de un único sistema y, en consecuencia, no pueden ser estudiados, diagnosticados y, mucho menos, gestionados por separado.

Desde el paisaje de la campiña de las vegas de Sariego hasta los pastizales subalpinos de los Picos de Europa, desde el diseño por selección genética y adaptación para conseguir una vaca pequeña capaz de aprovechar los pastos en los terrenos más escarpados -la casina- hasta la etología del oso pardo en Somiedo -pequeño y recolector omnívoro antes que cazador lo que, seguramente, se convirtió en su mejor salvoconducto para pasar desapercibido entre los aldeanos y llegar rampante, no sin sobresaltos, a nuestros días- o los extensos cultivos adehesados de castaño que cubren gran parte de los montes del noroeste peninsular, forman parte de un colosal trabajo de control cultural gestado por las comunidades campesinas a lo largo de los siglos y la geografía.

Y si la naturaleza y la cultura llevan milenios evolucionando juntas, ¿qué le pasará a la primera si desaparece la segunda? En Alemania conocen la respuesta desde hace tiempo, en concreto desde principios del pasado siglo XX. Por aquel entonces el brezal de Luneburgo fue declarado espacio protegido gracias a la influencia del pujante movimiento romántico que pretendía conservar los paisajes que inspiraron las emotivas descripciones de Goethe, precursor de su movimiento. Para ello se prohibieron los seculares usos consuetudinarios de los campesinos, extractores de turba, que, además, manejaban el fuego en dosis homeopáticas y el pastoreo de ovejas con maestría. Las consecuencias no se hicieron esperar y, desaparecido el manejo cultural, la bella y colorista landa de multitud de brezos distintos entró en sucesión y comenzó a ser invadida por monótonos abedules y enebros que arruinaron aquello que se quería conservar. La conclusión cae por su propio peso: si quieres conservar la forma y el estatus en la que se expresa la naturaleza en tu tierra tienes que mantener activas las culturas que la han creado. Todo lo que no sea eso nos llevará a la deriva, la selva, la naturaleza ajena al hombre, los desequilibrios entre especies a favor de las oportunistas, la pérdida de biodiversidad y el aumento de riesgos potenciales, en especial los incendios.

Por razones ya explicadas en anteriores entregas, España ha sido un país refractario a la consideración de la cultura campesina como activo patrimonial. Las vigentes políticas de ordenación de los recursos naturales silvestres conservan aún ese estigma y por eso se diseñaron y aplican al margen, cuando no en contra, de ellas. Estamos en 2012 y no hemos sido capaces todavía, no ya de incorporar las culturas del territorio a la conservación activa y no sólo contemplativa de la naturaleza, sino de vislumbrar su importancia estratégica.

Se extinguen delante de nuestros ojos mientras las exiguas comunidades rurales se vuelven forzosamente analfabetas de su tradición. Han perdido la memoria afectadas por la amnesia y han preferido subsistir «adoptando» la cultura industrial antes que «adaptando» su cultura local. Cabe manifestar en su defensa que la industrialización y la cohorte de instrumentos y mecanismos que desplegó -la educación, la formación, la fiscalidad, las universidades, el ordenamiento legal, el mercado agroalimentario, etcétera- no les dieron otra opción. En el último medio siglo se fue conformando un modelo de sociedad que renegando de lo rural fiaba exclusivamente a lo urbano toda opción de progreso. Y por si esto no fuese suficiente se hace preciso recordar que la campesina no fue nunca una vida fácil. Así y todo nuestra atención no se fija tanto en los contextos políticos de opresión y miseria que acompañaron al campesinado, sino en la trascendencia de sus lógicas, en sus brillantes modelos organizativos e institucionales y en los magistrales principios agroecológicos que alentaron.

¿Qué sabemos los asturianos de nuestras culturas campesinas? Muy poco si exceptuamos lo recogido en trabajos históricos de algunos etnógrafos, geógrafos y antropólogos. Nada si hablamos de sus modelos culturales locales, aun a pesar de la contundencia con la que éstos se expresan en los apreciados parajes menos industrializados de la región. Y menos que nada todavía si nos preguntamos qué pueden aportar hoy en día las culturas campesinas a la conservación de la naturaleza y cómo podemos actualizar sus valiosas informaciones. ¿O acaso no estamos en la sociedad de la información y el conocimiento?

Sin embargo, y a pesar del erial en el que se mueve la reflexión política sobre este asunto -desde los partidos a la mayoría de las organizaciones conservacionistas- no podemos dar la batalla por perdida. Ya no se trata de «conservar» tal o cual especie, tal o cual raza, tal o cual paraje, sino de salvaguardar y hacer de nuevo viables modelos culturales locales, informaciones, conocimientos y sistemas campesinos inteligentes para que gestionen localmente sus territorios con una nueva perspectiva que integre, en un único vestido sin costuras, razas, especies y parajes. En pocas palabras, lo que en el fondo hicieron los campesinos toda la vida y que ahora se llama «técnicamente» gestión agroecológica, multifuncional y sostenible del medio ambiente.

La política de conservación de la naturaleza precisa con urgencia una reforma radical, un giro copernicano: ya no se trata de presentar a la sociedad los logros del gobierno de turno que ha declarado media docena de nuevos espacios protegidos. Se trata de volver los ojos a la gestión campesina conservando su fondo y actualizando sus formas. Conservar el qué y cambiar el cómo. Se trata, en definitiva, de buscar soluciones al principal problema de conservación de la naturaleza en España: el abandono de los territorios de naturaleza campesina y sus usos asociados.

La sociedad urbana no puede fiar sólo a la ciencia especializada, o a las nuevas tecnologías, las soluciones. Éstas se encuentran además en los conocimientos, las instituciones y las organizaciones de las culturas vernáculas que supieron hacer para cada lugar el traje que mejor le sentaba. Tenemos que ponernos con urgencia a revisar la memoria de los viejos campesinos para encontrar la forma de actualizar y rehabilitar las claves, los principios y los límites de sus estables modos culturales. Y tenemos que poner a funcionar la innovación para generar sistemas viables de gestión territorial para que los campesinos del siglo XXI, convertidos en ecocultores, manejen con soltura y precisión las interrelaciones pertinentes que se dan en lo local entre lo doméstico y lo silvestre, entre los genes, las especies y los ecosistemas, tal como hicieron sus antepasados.