Desde hace mucho soy partidario de las consultas para afrontar el conflicto territorial de España, poniendo fin al tabú. «Un Estado no puede estar construido sobre un tabú, porque cuando esto ocurre lleva dentro la insania y una cierta indignidad», escribí al respecto en 1994. Por tanto, nada que objetar a que Catalunya o Euskadi planteen la necesidad de una consulta. El problema está en el momento elegido. Catalunya pudo haberlo hecho mucho antes, cuando las cosas iban bien en España, o por lo menos iban con normalidad, pero ha aguardado a un momento de crisis de supervivencia, prevaliéndose del sentimiento general de sálvese quien pueda que siempre surge en tales circunstancias. Esto es lo que convierte la iniciativa en un enorme desatino y una amenaza a todos, catalanes y españoles en general, pues pone en riesgo no la geometría del barco, sino su flotabilidad.