Escritor y periodista argentino, hijo de asturianos, presenta «Las mujeres más solas del mundo»

Oviedo, Marcos PALICIO

«Mamá» se va a empezar a colar en la conversación desde la primera frase. En boca de Jorge Fernández Díaz (Buenos Aires, 1960), «Mamá» es el título de un libro y es Carmen Díaz, «Carmina», su madre. Una emigrante de Almurfe (Belmonte de Miranda) convertida en protagonista de un «best seller» firmado por su hijo en 2002. Aquella pequeña historia de una niña de 15 años huyendo sola del hambre de la posguerra española desempolvó la épica literaria de la emigración con un desgarro que sobresaltó conciencias y multiplicó lectores en las dos orillas del Atlántico. Columnista político y secretario de redacción en el diario «La Nación», explorador de territorios fronterizos entre la literatura y el periodismo con una docena de títulos en su obra, Fernández Díaz ha vuelto a la tierra de sus padres a refrescar la memoria -«yo soy de aquí»- y a presentar «Las mujeres más solas del mundo» (Clave Intelectual), su más reciente incursión en ese terreno incierto a mitad de camino entre la realidad y la ficción donde «los reportajes parecen cuentos y los cuentos parecen crónicas».

-¿Qué le enseñó «Mamá»?

-Entrevistar a mi madre durante cincuenta horas fue una experiencia que cambió mi vida. Mi vida como escritor, como periodista y como ser humano. Entre otras muchas cosas, cambió mi visión sobre el universo femenino. A través de ella conocí mucho más a fondo la estructura emocional y vital de las mujeres y eso tuvo un impacto muy fuerte en el resto de mi literatura. A partir de entonces, no pude dejar de escribir sobre lo prohibitivo para el periodismo, que son los sentimientos. Los periodistas hemos sido preparados para narrar hechos y escenas, para analizar ideas, pero no para explicar la angustia, el desamor, las pasiones ocultas, la envidia, todas esas cuestiones tan centrales en nuestra vida. El periodismo siempre se detiene en una frontera.

-¿Quiénes son «Las mujeres más solas del mundo»?

-Este libro forma parte de una serie de experimentos narrativos que he hecho en un periódico. Me he permitido cruzar de muy diversas maneras esa frontera que separa la literatura del periodismo, unas veces como periodista y otras como escritor. Tomé nota de historias que me contaban y las narré, desdibujándolas. Pero lo central de lo que yo escuchaba quedó y eso me permitió encarnar los fenómenos. Ahí actué un poco como periodista y otro poco como escritor, y eso me lo enseñó «Mamá», donde tuve que ser tres cosas a la vez: un periodista, un escritor y un hijo. Amalgamé todos los oficios que había aprendido. Yo a los 13 años decidí ser escritor, a los 19 me enamoré del periodismo y esas dos vocaciones, como una esposa y una amante, libraron una batalla de 25 años. Cuando escribí «Mamá», que es un libro inclasificable, a la vez una novela, un reportaje, una crónica y una memoria, se amigaron para siempre. Se reconcilian para contar historias sobre los sentimientos, y las mujeres son quienes mejor manifiestan la inteligencia emocional.

-El cantaor Diego El Cigala, al que acompañó durante su gira de tangos por Argentina, le dijo que escogía los temas «que hacen daño al corazón». ¿Usted también?

-Totalmente. Sólo escojo las canciones que hacen daño, dice El Cigala. Y a mí eso me impactó mucho, tanto que estuve a punto de titular así el libro. Busco lo que hace daño al corazón, y no tienen por qué ser desgarros grandes... Mi madre, por ejemplo, cuando veía que me pegaban en el colegio, porque era tímido y leía, lo solucionó de modo admirable. Me mandó a judo.

-Arturo Pérez Reverte le definió como el mejor escritor del mundo. ¿Tiene el ego tamaño argentino o tamaño normal?

-Eso es una exageración, una broma. Ni Arturo lo piensa, afortunadamente. El que está seguro de estar haciendo arte mayor o es un estúpido o un iluminado, y yo creo no ser nada de eso.

-Ha sido muy crítico con el Gobierno de Cristina Fernández de Kirchner. ¿Qué está pasando en Argentina?

-Que tenemos una sociedad completamente dividida, argentinos contra argentinos. Y esa división patológica, buscada, forma una grieta que va a tardar generaciones en cerrarse, si es que se cierra algún día. Este Gobierno ha hecho cosas buenas y otras injustificables. Ha luchado contra las mafias financieras, impidiéndoles hacer lo que hicieron aquí, por ejemplo. Ha seguido una política de derechos humanos muy interesante y ha apoyado a la industria. Pero es el mismo Gobierno que ha instalado en el país la política de la arbitrariedad. Para que se haga una idea, es como si Rajoy dijera: «Si Asturias me apoya, le envío el dinero que le corresponde; si no, no». Esta aberración pasa en Argentina. Hay un 25 por ciento de inflación oculta, porque se adulteraron los índices oficiales, una lucha encarnizada contra los periodistas y sobre todo, una vez más, un culto a la personalidad que ha hecho al país retroceder varias décadas y que, lamentablemente, es animado por muchos intelectuales, lo cual agrava la situación.

-¿Cuesta ser periodista allí?

-Ser periodista en mi país y decir «esto está bien» y «esto está mal» se considera gravísimo, te disparan desde los dos bandos. Argentina se ha vuelto un país de blancos y negros, cuando la vida nos ha enseñado que la realidad es considerablemente gris. Es la patria contra la antipatria, ellos lo plantean así.

-¿Se resiente la popularidad de la presidenta tras la reciente huelga general?

-Néstor Kirchner había sido alcalde y gobernador, era un hombre acostumbrado a manejar la Administración, y sus primeros años fueron regenerativos, cuidadosos en lo económico, nada populistas, extraordinarios. Pero a su muerte la evolución política cambia dramáticamente, porque pasa a conducir su mujer, que siempre fue legisladora. Ahora su problema no es la oposición, que no existe, que está fragmentada. Es el Gobierno el que se pega tiros en el pie. Uno mira la catarata de errores que se han cometido en el último año y se asusta.

-¿Cómo nacionalizar YPF?

-Mi madre lloraba el día que la privatizaron. El petróleo siempre debe ser del país. Ahora bien, una vez privatizado y en manos de Repsol, que posiblemente lo haya hecho mal, el modo en el que se lo quita, como si fuese una gesta patriótica y haciendo alardes ante el mundo, no me parece bien. Ellos pensaron que rápidamente iban a conseguir inversores que se matarían por sacar petróleo del nuevo yacimiento, Vaca Muerta. Pero si echaste al que estaba con grandes alardes y sin pagarle un duro, algo que no ha hecho ni Chávez, dónde vas a encontrar a un inversor que te salve, quién va a querer meterse ahí.

-Ha trazado algún paralelismo entre la Argentina de comienzos de siglo y la España de ahora. ¿Le suena esta crisis?

-Es inevitable ver algunas cosas conocidas. Por ejemplo, el cambio fijo, una moneda dura que no puede ser devaluada, era algo que ya había sido abandonado, porque exige una disciplina fiscal tremenda, alemana. Y no funciona. Nosotros tuvimos la convertibilidad y no terminamos bien, porque en lugar de hacer los recortes cuando debíamos, nos hiperendeudamos. Y entonces explotó todo. Pero cuando tuvimos otra vez una moneda flexible, pudimos hacer keynesianismo, inyectar dinero, crear consumo y configurar un círculo virtuoso capaz de mover la rueda de nuevo. Por supuesto, caímos al fondo, no pongo a Argentina como ejemplo. El problema es cómo hacer eso en Europa. Lo que queda es seguir recortando. La gente está asustada y no consume, la producción depende del consumo y cada vez hay más paro. Es un círculo vicioso. Los especialistas sabrán otras razones para seguir en el euro, seguro que salir sería también una catástrofe. Pero este momento de recesión, de mal humor, se parece mucho a los de 1999, 2000, 2001 de Argentina.

-¿Cómo está mamá?

-Tiene ochenta años. Vive donde siempre, en Palermo, y la conocen todos los periodistas y escritores argentinos, pero no se le ha movido un pelo con el libro. Lo ha aceptado, pero no se ha envanecido. Sigue siendo muy buena samaritana. Tiene dos amigas asturianas, una de Gijón y otra de Taramundi, a las que ayuda constantemente con sus problemas de salud. En lugar de pasiva, entregada, siempre la veo luchando. Con una garra...

-¿Qué tenía su historia para conmover a tanta gente?

-Supongo que rescataba una épica desacartonada y verdadera, desgarradora por momentos, que había sido barrida bajo la alfombra tanto en España como en Argentina. Allí, el inmigrante quería ser rápidamente argentino. Yo recuerdo un momento terrorífico cuando mi tío abuelo asturiano trataba de que no se le notara el acento. O cuando a su hermano Mino mi tío le prohibía que tocara la gaita para que no lo oyeran los vecinos, y entonces Mino iba a tocar al sótano, en la clandestinidad. Hasta «Mamá», no hay ninguna épica del emigrante. En España, hace diez años, había una especie de síndrome del nuevo rico, eso también se había escondido bajo la alfombra... Pero esto es sociología. Lo que enamoró del libro fue que mi madre, como tantos emigrantes, vivió valerosamente y nos enseñó cosas. A luchar en la adversidad, a ser felices con menos... Mi padre, que era de Barcia (Valdés), sostenía al final de su vida que casi no necesitaba nada para vivir. «Soy un millonario sin dinero», decía.

-¿Cuánto le tira Asturias?

-Al bajarme del avión lamenté mucho que Vueling ponga para el aterrizaje una música anodina, inglesa, en lugar de Hevia o Víctor Manuel. Asturias me toca el corazón. Yo soy de aquí. Después de «Mamá» hice mi árbol genealógico y descubrí que todos mis antepasados eran asturianos. El dibujo de ese árbol es la cara de uno, todo lo que somos está formado por lo que fueron esos personajes.