El listo de Michael O'Leary, ese histriónico presidente de Ryanair que tuvo la desfachatez de reírse de los trabajadores de Spanair que se iban al paro, parece más preocupado de sablear convenientemente a sus clientes que de llenar los depósitos de combustible o de que no haya despresurizaciones en las cabinas de sus aeronaves. Resultado: gana muchísimo dinero, pero lidera las listas de quejas y denuncias de los usuarios y colecciona un número tal de incidentes de seguridad que hasta consiguió encender todas las luces de emergencia en el Ministerio de Fomento.

Por cuestiones familiares viajo desde Asturias a Madrid un par de veces al mes. Me gusta el tren y suelo utilizar el Alvia. Sin embargo, hace unos días decidí desplazarme en un avión de Ryanair. Saqué el billete por internet, tratando de sortear las numerosas emboscadas con las que la compañía irlandesa intenta arañar burdamente unos cuantos euros a poco que te despistes. Una vez superada la prueba y aliviado por no encontrar ninguna sorpresa desagradable a la hora de formalizar el pago, llegué al aeropuerto con tiempo de sobra para coger el avión de las nueve de la mañana. Tras hacer cola para el embarque, llegó el momento de introducir la maleta en esa jaula de medida para averiguar si el equipaje cumple con los recaudatorios requisitos del señor O'Leary. Es la mía una maleta nueva, de una conocida marca que garantiza que es válida para volar con cualquier aerolínea. Otra vez que utilicé los servicios de Ryanair no tuve ningún problema para acceder al avión. Sin embargo, en esta ocasión, una desabrida encargada del embarque estimó que la maleta entraba en la jaula, pero no con la holgura que a su perspicaz entender sería de desear, así que me derivó a una compañera para «medir». Esta señorita, aun más desabrida y sin mediar palabra, coge la maleta, la sube a un mostrador, saca una cinta métrica de esas amarillas de toda la vida, de sastre, rodea el bulto y dicta sentencia: Pasa dos centímetros de lo permitido: son cincuenta euros. «¿Dos centímetros? ¿Cincuenta euros? ¿Qué cinta es esa? ¿Cobra usted comisión?» La única respuesta a la exigencia de explicaciones es una pregunta: ¿tarjeta o efectivo? La señorita en cuestión, ningún ejemplo de amabilidad, estaba muy ocupada en cobrar el mismo recargo a otros sufridos viajeros, sentenciados por una cinta de medir como la que usaban nuestras abuelas para hacer algún trabajillo de costura. ¿Cuánto se pasarían sus maletas del límite permitido? ¿Veinte milímetros? ¿Un centímetro? ¿Acaso unos descomunales cinco centímetros? ¿Estaríamos a punto de provocar un grave problema de seguridad en la aeronave? ¿Sería necesario desviarnos a Valencia como sucedió hace meses con varios aviones de Ryanair por cuestiones relacionadas con el combustible? No hubo nada que hacer. O pagar o quedarse en tierra. La bolsa o la vida.

Tras el correspondiente abono de los 50 del ala (el cargo en la tarjeta fue de 55 euros, por cierto), dejé la maleta a unos operarios situados a la puerta del avión. Iría en la bodega y podría recogerla en el aeropuerto de Madrid.

El vuelo, como siempre. Ambiente tombolero y venta de todo tipo de objetos, algunos de ellos con supuestos fines benéficos. (Para echarse a temblar estando O'Leary por el medio). Por fin en Madrid, me dirijo a recoger el equipaje. Según me voy acercando, me doy cuenta de que esa maleta que ya da vueltas en la cinta, completamente abierta, es la mía. Calzoncillos, calcetines y camisetas a la vista de la decena de personas que ya esperaban por sus pertenencias. Por fortuna, no faltaba nada.

No sé si AENA y la dirección del aeropuerto conocen estas prácticas de Ryanair. Quizá sí y no puedan hacer nada. Pero, desde luego, los asturianos tienen que saber a lo que se exponen si deciden viajar en estos aviones de bajo coste. De la sorpresa que se pueden encontrar a un paso del embarque. El Principado, que negocia con la compañía irlandesa nuevas rutas, quién sabe si a cambio de uno de esos suculentos convenios de promoción que ponen los dientes largos a don Michael, también debería tener muy en cuenta el trato de sacacuartos que dispensa a los pasajeros. Lo del otro día no fue una excepción. El abuso parece norma habitual.